sábado, 12 de enero de 2013

Anselmo y los zombies


 La primera vez que vio aquellos cuerpos tambaleándose con las miradas perdidas y las vísceras colgando, quedo pillado, sabía que aquel era su género por encima de cualquier otro tipo de cine. Ver aquellos mordiscos llevándose suculentos pedazos de carne ensangrentada,  mientras el mordido o la mordida gritaban espantados bajo el abrazo mortal de esos seres carismáticos, hacían salivar al más sensato.

Anselmo era muy de zombies, muy de sangre artificial, muy de sufrir frente a la pantalla, así era él, siempre bien vestido hasta para padecer. Los muertos vivientes lo tenían enganchado desde hacia mucho, eran seres curiosos sin mala intención que las circunstancias habían llevado por el mal camino. Almas inquietas dentro de cuerpos vacíos, que anhelaban la carne fresca de sus semejantes día y noche, mandíbulas batientes ansiosas por desgarrar carnes tiernas y jugosas, manos fuertes de uñas ennegrecidas y afiladas capaces de cortar la piel como cuchillos.

Anselmo disfrutaba con aquellas orgías de sangre y muerte, siempre había un gesto nuevo, un grito desgarrador, unos ojos invadidos por el pánico y él, desde su butaca, disfrutaba de aquel mal ajeno ficticio mientras sus manos buscaban las palomitas en el fondo del envase. Sus ojos vidriosos por la tensión, eran el reflejo de la excitación que galopaba por el interior de su cuerpo y algo en lo más íntimo de su ser, pedía más sangre, más gritos, más muertos vivientes.

Él era así, de películas morbosas y continuos sobresaltos; compro un iPad y rápidamente descargó unos cuantos juegos de zombies, en ellos se convertía en un experto mata-muertos circulando por ciudades fantasma o aventurándose en el interior de complejos pasadizos o edificaciones semiderruidas. Cambiaba las armas entre sus manos con la soltura de un curtido mercenario, siempre hacia blanco en los tambaleantes cuerpos que hacia él se dirigían con la intención de darle caza, saliendo victorioso de cuantos retos se le planteaban.

Podía decirse que Anselmo era hombre valiente y no se achataba ante nadie, sus juegos de muerte le ayudaban a liberar adrenalina pues él era de costumbres tranquilas; le gustaba sentirse libre allí donde estuviera, no aceptando normas o costumbres que limitaran esa libertad por ello miraba con recelo a ciertos países, a ciertas culturas y a ciertas personas. Su mundo de zombies era a todas luces ficticio y en él podía descargar su rabia masacrando carne muerta vuelta a la vida, otros en cambio lo hacían con gentes que aún respiraban en lugares no muy lejanos.

Anselmo era coherente en su proceder y aceptaba la posibilidad de estar equivocado, otros muchos no lo hacían, sus ideas sobre las cosas y sobre la vida misma estaban claras, todo el mundo a poco que se relacionara con él  las conocía, pues no era de ocultar su forma de ser y sus convicciones. Tenía sus detractores claro esta, pero todos lo respetaban pues siempre iba de cara a las gentes y las cosas; decir las cosas según se piensan muchas veces puede crearnos enemigos pero él sabía hacerlo sin agresividad, con tolerancia y sobre todo con educación por eso, cuando se plantaba ante un escenario ficticio con su iPad en las manos, se desmelenaba derrochando energía y maldad contenida, dirigida a incrementar la mortandad de unos seres animados venidos del más allá.

Anselmo era hombre de buen humor, poseedor de una risa estridente y  característica, tenía buena memoria para los chistes  y en su cabeza retenía cientos de ellos, rara era la reunión a la que asistía en la que no acabaran pidiéndole que se explayara contando sus últimas adquisiciones; también aquí tenían lugar sus queridos zombies, hacía gracia fácil con los pobres desgraciados.... Que sí de un pedo se les salían las tripas, que si al morder unas vísceras se les caían los dientes, que si al dar un mal paso perdían un miembro.... Él era así, de morbo gracioso y especial, pues especial era todo lo que contaba, era un mil palabras pues las tenía para todos los gustos y ocasiones, en el fondo Anselmo era un parlanchín.

Los monstruos de ahora no eran como los de antes, él lo sabía bien, a nuevos tiempos nuevos héroes del averno; cuando Anselmo era chico a las pantallas se asomaban vampiros de medio pelo y rostro pálido, lobos humanos de pelo enmarañado o humanoides recompuestos con piezas de otros difuntos casi siempre carne de horca; eran en cierto modo hasta entrañables criaturas en blanco y negro personalizadas por un Béla Lugosi en su eterno papel de conde Drácula, un Boris Karloff emulando a la  desmembrada criatura del doctor Frankestein o un peludo Lon Chaney convertido en hombre lobo que con facies teatrales, nos mostraban sus mejores muecas de terror. Hoy en día nuestros zombies urbanos eran seres anónimos de procedencia incierta ¿quien nos dice que detrás de tanta carne desgarrada, víscera pendulante o boca ensangrentada no se oculta un sin papeles, un venido de fuera o un tránsfuga? Cualquiera puede sentir la llamada del mordisco fácil, del pecho turgente, del cuello henchido y eso lo sabía bien nuestro Anselmo.

Anselmo se fijaba mucho en las miradas, sabía distinguir una profunda de la simple ojeada, la enamorada de la mirada con desdén; era un hombre muy de fijarse, para él no había detalle fortuito, todo obedecía a una causa u objetivo y por ello siempre intentaba averiguar el porqué de las cosas, Anselmo era muy de porqués y eso le hacía rebanarse los sesos buscando causas, motivos o intenciones. Así era Anselmo.

En cierta ocasión asistió a un funeral, era costumbre en aquel pueblo llevar al difunto dentro de la caja a hombros por el centro de la ciudad, antes de dirigirse al campo santo donde el desdichado finado esperaba encontrar, el descanso eterno. Era un acontecimiento social pues cada entierro implicaba pasacalle, la gente tiraba pétalos de flor al paso del cortejo, se asomaba a las ventanas desde donde daban la despedida al muerto, salían a recibirlo en las esquinas y plazuelas; normalmente cuatro o seis allegados eran los que portaban el anda con la triste perdida, andaban a paso solemne y en silencio mientras desde las aceras y balcones se oían lamentos, suspiros y canciones melancólicas.

En aquella ocasión llovía, una fina llovizna deslucía el acto pero este se desarrollaba acorde con el protocolo, todos mantenían el tipo a pesar de estar empapados y el cortejo avanzaba por su recorrido habitual entre plegarias y canciones tristes; los porteadores con paso lento pero firme iban cruzando la población, en sus semblantes se notaba las ganas de acabar con el acto que desarrollaban; fríos, mojados y con los hombros doloridos. El suelo resbaladizo añadía dificultades a tan peculiar desfile, haciendo peligrar en más de una ocasión la integridad tanto de la caja mortuoria y su contenido, como de quienes la portaban.

Anselmo observaba el transcurrir de los acontecimientos desde un balcón principal, por que Anselmo tenía contactos y siempre ocupaba un lugar destacado, sabía estar y era bien recibido. Desde su destacado pedestal y a pesar de la lluvia, no perdía detalle del cortejo fúnebre que discurría bajo sus pies, él era muy de mirar con detalle; aquellos hombres sobriamente vestidos, mostraban en sus facies la amargura del momento, no estando claro si por la pérdida o por la carga que en esos momentos se veían obligados a llevar.

En un momento dado ocurrió lo que se veía venir desde el principio, un mal paso de uno de los costaleros hizo vibrar toda el anda, con caja fúnebre de pino joven incluida, Anselmo se dio cuenta enseguida de que algo pasaba y fijo aún más su penetrante mirada. El costalero en cuestión quiso rectificar su gesto y al intentarlo flojeo en su apoyo dando el traspié definitivo, el que arrastró en su caída al resto de porteadores que al verse sorprendidos por el malsano tirón, se vieron abocados al montoneo de unos sobre otros; en cuanto al cajón, triste protagonista del alto, salió lanzado unos metros por delante de la pequeña masa de cuerpos húmedos y contrariados que desde el suelo, vieron deslizarse el féretro callé abajo como una góndola surcando el gran Canal.

Anselmo no perdió detalle, no le preocupaba el finado pues como buen zombie en ciernes, su regreso a este mundo estaba asegurado sin embargo, todo el cortejo se vio trastocado y compungido por tan desgraciado desenlace. Corriendo fueron calle abajo a la caza del esquivo envase mortuorio cuando casi llegando a su altura, se abrió la tapa de forma brusca asomando tras la gruesa tapa una cara pálida con ojos saltones inyectados en sangre, su boca gesticulaba palabras vacías de significado incierto,  aderezadas con gotas de saliva espesa que eran lanzadas como proyectiles a varios palmos de distancia.

Anselmo sabía de zombies, los había estudiado desde pequeño, y sabía que aquello no acabaría bien, antes o después un mordisco soltado al azar haría presa en algún miembro y ahí se iniciaría una nueva plaga; la tierra se agitaría sobre las tumbas y los campos santos se llenarían de caminantes buscando saciar sus instintos más primitivos.
Era hora de regresar, Anselmo quería desentenderse de aquel fallido ceremonial de infaustos resultados; tenía varias horas de viaje por delante y adivinando los próximos acontecimientos, se excusó iniciando su retirada no sin antes aconsejar a sus anfitriones que cerrarán puertas y ventanas en los próximos días. Así era Anselmo, siempre de ayudar, hasta en las situaciones más desesperadas.

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