LA PUTA PALOMA
Las horas pasan lentamente y aquí sigo yo junto a la
palmera buscando el resquicio de sombra, que su escuálido tronco apenas ya me
proporciona; veo transcurrir al mundo que me rodea y para el que aparentemente
soy invisible ¿Cómo es posible que entre tantos cuerpos semidesnudos ni uno
solo sea capaz de verme? Soy una isla en este océano de arena caliente donde
tan solo una espigada palmera, me acompaña y escucha mis gritos de
desesperación.
Anclado e inmóvil sobre mi
silla de ruedas, noto como mis ruedas van hundiéndose en un suelo movedizo que
amenaza con hacer hervir todo sobre su superficie; el sol abrasador del
mediodía, va fundiendo las cubiertas de mis ruedas y un olor a goma quemada
empieza a impregnar el aire que respiro,
por momentos unas arcadas ácidas suben a mi reseca garganta; hace muchas horas
que no pruebo una gota de líquido y mis mucosas ya se han convertido en puro
pergamino.
Quiero beber, necesito
beber, me muero de sed ante cientos de ojos que miran sin ver, cientos de seres
que respiran a pocos metros de donde me encuentro y me ignoran de la manera más
insultante. ¡Acercaros! ¡Venid! Grito con angustia ante cientos de oídos sordos
que se niegan a oír mi llanto. He de tranquilizarme, se que he de tranquilizarme, esto no puede estar
pasándome, cierro los ojos y al abrirlos todo sigue igual, allí estoy yo, junto
a mi la palmera testigo de mi desgracia y bajo mi recalentado culo, una
destartalada silla cuyas ruedas empiezan a derretirse.
Mi cuerpo ya no es capaz de
sudar pues un sol inclemente me ha robado hasta la última gota de mis fluidos
orgánicos, todo mi interior debe haberse convertido en un magma áspero y seco
donde la fricción entre las vísceras hace saltar chispas; miro mis brazos y
reconozco en ellos los primeros síntomas de momificación, pues la vida escapa
por los poros de una piel acartonada que por momentos, va adquiriendo tintes
amarillentos. Esto no puede estar pasando, insisto, no a mí, y mientras lamento
mi maldita suerte, veo con odio a toda la masa humana que me rodea tirada
sobres sus toallas multicolores.
Intento evadirme haciendo
volar mi mente, imagino momentos del pasado donde mis piernas corrían por esa
arena que ahora me tiene atrapado, que poca importancia daba entonces a cada
uno de sus movimientos y cuanto los hecho de menos ahora. Voy a morir, aquí
junto a la palmera y a la vista de todos, solo y bajo una precaria sombra que
apenas cubre una porción de mi cuerpo
inmóvil, olvidado por todos e ignorado por el mundo. Iba a ser una mañana de
playa y muero chamuscado junto a un tronco áspero de color incierto, sus
frondosas palmas desde lo alto miran la tragedia que se cierne a sus pies pero
ellas, ancladas a la tierra e inmóviles al igual que yo, tan solo pueden
suspirar desde su pedestal viendo como
se me va la vida.
Hago una composición de
lugar y valoro mis posibilidades, nulas, no puedo hablar de porcentajes pues el
cien por cien de ellos me condenan irremisiblemente; que situación más absurda
y a la vez trágica, estoy en una playa turística, frente a mi un mar infinito y
entre ambos, una multitud bulliciosa deseosa de sol y playa, de toallas y olas,
de bronceado y cremas protectoras; a mis espaldas un concurrido paseo marítimo
por el que las gentes desenfadadas pasean despreocupadas y alegres. En mi
desgracia han ido a ponerme junto a la palmera más solitaria de toda la bahía,
la más alejada de todo lo vivo que por allí transita, la más separada de
cualquiera de las muchas pasarelas de madera que surcan aquel mar de arenas
blancas. Aquí, aquí, estaremos tranquilos y no nos molestarán, dijeron, y como
por arte de magia desaparecieron dejándome aislado junto a la triste palmera.
Lloraría pero no me quedan
lágrimas, escupiría al viento pero no me queda un atisbo de saliva, tan solo
por tanto, me queda el consuelo de poder maldecir mi suerte pero ella seguro,
ríe mi desgracia desde las alturas. Cierro los ojos y me concentro, seguro que
alguien acabará acercándose y aquel maldito sueño acabará, me sacarán de allí y podré volver a casa y
beberme el océano que encierro en mi nevera.
Los tubos de acero de mi
silla arden como el fuego bajo los rayos del sol, intento evitar que toquen mi
cuerpo pues sería añadir más sufrimiento a mi precaria existencia y seguro que
con mi suerte, las quemaduras producidas sobre mi insensible piel, acabarían
cubiertas de arena sucia. Miro a mí alrededor y solo veo felicidad en el
ambiente, ajena a mí por supuesto, pues yo en mi anonimato, no existo para el
resto del mundo que habita la playa en la que me encuentro.
Levanto la mirada hacia la
copa de la palmera, racimos de dátiles maduros coronan un tronco de cuyo
extremo, una cascada de palmas desciende sobre mi cabeza al tiempo que una paloma busca refugio entre los dulces frutos,
la veo revolotear entre las ramas despreocupada y segura en aquel oasis de
sombra y paz; sigo sus evoluciones con la mirada perdida y observo con envidia,
como sacia su estómago con los jugos de aquellos frutos prohibidos para mi. De
pronto ¡ploff! mi mirada se enturbia con sorpresa y un sobresalto embarga todo
mi cuerpo al notar con asco, el contacto viscoso entre mi piel y sus fluidos,
en mi estado, deshidratado y débil, soy incapaz de llevarme la mano a la cara
para limpiar de mi frente, la ración de guano caliente y blanquecino que ya se
extiende sin freno por mis mejillas.
El sol abrasador pronto secará
los restos orgánicos que la amable paloma a tenido a bien regalarme, una fina costra quedará sobre mi
piel como testigo de tan fortuita deposición; con lo extensa que es la bahía,
con la multitud de cuerpos tirados que hay sobre la arena, con la enorme
cantidad de metros cuadrados de playa caliente existente a mi alrededor y he
tenido que ser yo el agraciado que reciba una cagada de paloma, maldita sea mi
suerte, ahora inmóvil, abandonado, deshidratado y con la cara llena de mierda, seguiré
junto a la puta palmera.
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