miércoles, 9 de enero de 2013

A la sombra de una palmera (2ª Entrada)


UN DÍA DE PLAYA

La mañana era espléndida, el sol entraba por mi ventana iluminando toda la habitación, pronto vendrían a recogerme y todos juntos iríamos a la costa a pasar un agradable día de playa. Ellas se bañarían alegres y desinhibidas en un mar cristalino de azules cambiantes mientras yo, miraría absorto sus bien proporcionados cuerpos; disfrutaría viendo sus pieles bronceadas y húmedas, envueltas por biquinis atrevidos y sugerentes; en mi cabeza surgirían mil y una escenas de amores imposibles mientras desde la distancia, vigilaría sus deseadas y distraídas curvas intentando retenerlas en mi memoria.

No tardó en sonar el timbre de la puerta y poco después aparecieron en el umbral mis dos queridas amigas; Giselle, metro setenta, rubia, ojos azules  y con una melena espectacular, nunca me expliqué como con la cantidad de pretendientes que me constaba tenía, pasaba tanto tiempo conmigo, era amiga del barrio desde que llegué y estudiaba medicina; por su parte Ronda era el complemento perfecto, morena, con los ojos negros de una diosa árabe, de una altura similar lucía siempre peinados cortos y llamativos, trabajaba de auxiliar en la farmacia de la plaza. Ambas con algo menos de treinta años, eran poseedoras de unos cuerpos de chica Bond, motivo por el cual cientos de miradas anónimas las seguían allí donde estuvieran.

Una vez concluido el correspondiente besuqueo de bienvenida, Giselle cogió un par de bolsas con mis cosas mientras Ronda empujaba mi silla hacia el ascensor; bajamos al garaje y allí subimos a mi furgoneta, una vieja Volswagen roja que había comprado de segunda mano hacía un par de años. Con Ronda al volante salimos a la calle perdiéndonos entre las avenidas en dirección a la playa donde media hora mas tarde, nos encontraríamos con el resto de amigos.

Llegamos pronto aun así, una larga hilera de parasoles emergían clavados en la arena desde primeras horas de la mañana, había quien madrugaba con la única intención de acercarse a la orilla y clavar su bandera marcando el territorio que más tarde ocuparía.  Algunos iban más allá y montaban un verdadero campamento playero con toldos, sillas y todo tipo de pertrechos, era para enfermar ver a esas gentes venidas de todos los rincones del planeta, queriéndose apropiar por unas horas de un pedazo de arena de domino público que no les pertenecía.

Roberto y el resto del grupo no tardaron en llegar, en sus caras aún se notaban las secuelas de la noche anterior, llena de excesos y con pocas horas dormidas. Alicia, la más entera de los tres, saludo a las chicas al tiempo que se acercaba a mi para darme un cariñoso beso, a estas alturas de mi vida siempre eran bien recibidos los besos, dando igual los labios de los que procedieran.

Acabados los saludos de rigor nos pusimos en marcha alejándonos de los vehículos, en principio nos dirigimos a la pasarela de madera para avanzar sobre la arena caliente en busca de un lugar donde instalarnos; la lengua de arena en aquel sector de la bahía era muy ancha por tanto había que andar un buen trecho hasta llegar a la orilla. Abarrotada como estaba de parasoles multicolores y alfombrada, por múltiples toallas y esteras de diferentes dimensiones, descartamos ponernos cerca del agua junto a toda aquella masa humana; Giselle sugirió un grupo de palmeras a medio camino entre la orilla y el paseo marítimo, desde donde estábamos se divisaba uno de estos pequeños oasis que salpicaban cada varios centenares de metros, la tórrida arena mediterránea.

Hacia allí nos encaminamos cargados con los bultos y empujando mi silla que por momentos se negaba a avanzar sobre la blanda superficie de la playa; el sitio parecía bueno, lejos de la masa de domingueros que con sus aceitosas pieles, deambulaban por la arena exhibiéndose como tarzanes urbanos reconvertidos a curtidos hombres de costa; llegamos junto al grupo de palmeras, una vez allí nos dimos cuenta de que no estaban tan cerca las unas de las otras como nos pareció desde lejos, elegimos una al azar, aislada y sola, creaba una estampa idílica entre tanto mástil metálico y multicolor, todos pensamos que era un buen sitio donde montar nuestra  particular base de operaciones, ni cerca ni lejos del mar, ni próximo ni lejano al lugar donde dejamos los coches, estratégicamente estaríamos cerca de todo pero a suficiente distancia para no ser molestados.

Una vez organizado el pequeño reducto junto al esbelto tronco de la palmera, mis amigas marcharon en busca de las olas quedando yo al cuidado de nuestros enseres en compañía de José, he de reconocer que tenían unos cuerpos preciosos, a cual mejor, seguro estaba de que cuando empezaran a moverse por la primera línea de playa, a más de uno se le inflamaría….el deseo; instalado cómodamente a la sombra de la grácil palmera, esboce una sonrisa lasciva mientras las veía alejarse en pos de unas orillas repletas de humanidad desinhibida. Roberto y Alicia se les unieron un poco más tarde y así los cuatro desaparecieron tras la barrera de parasoles que por momentos, iban ocultando la visión del mar.

Soplaba una brisa suave que mi piel agradecía con sumo placer mientras las cuatro ruedas de mi silla, iban cediendo sobre la blanda arena buscando un suelo firme que no encontraban. Poco a poco y sin darme cuenta, las ruedas se convirtieron en los cimientos de la estructura metálica sobre la que me hallaba sentado. José ordenaba y repartía todo lo que habíamos traído alrededor de la palmera, habría las hamacas y extendía las toallas como si fuera un profesional del gremio, ocultó la nevera entre las bolsas para evitar que le diera el sol y así su contenido aguantara más tiempo refrigerado; una vez todo organizado y ante mi atenta mirada, se despojó de la ropa dispuesto a tumbarse en la arena. José era un musculitos enamorado de sus progresos en el gimnasio, allí se machacaba varias horas diarias cinco días a la semana, últimamente había aprendido a mover sus pectorales y eso le daba un aspecto grotesco, siempre que tenía ocasión lucía el dichoso bailoteo de sus pezones y a mi, cuando lo veía, me entraba grima.

Dejé al adonis tumbado en su toalla mientras se untaba de crema protectora y me concentré en la línea de parasoles, sabía que tras ellos, en alguna parte, estaban mis cuatro amigos retozando entre las olas. La gente iba y venía por las pasarelas de madera, a esas horas más en dirección a la playa frente a la cual por momentos, se iba levantando un tupido seto de carne y metal; pasada media hora José ya estaba abrasado por ambas partes, se incorporó y tras ajustarse el bañador a sus partes íntimas, se dispuso a ir a la playa en busca del relevo ya que este no aparecía. Con la promesa de volver si no los encontraba, salió en dirección al agua dando pequeños saltos en un intento por evitar quemarse las plantas de sus pies pues todo a nuestro alrededor, era una capa de arena inmaculada, caliente como el plomo fundido.

Allí quedé yo viéndolo alejarse hacia el bosque de parasoles, confiado en no tardar en volver a tener compañía a ser posible, de cuerpos femeninos con pieles húmedas y bronceadas. Estábamos al principio del verano y a partir de ahora la afluencia a las playas sería la tónica de cada jornada, yo solía ir poco pues no era amigo del baño salado con toda la parafernalia que implicaba meterse en el agua, tampoco toleraba mucho rato el sol directo, tenía la piel delicada y cada mañana de sol suponía una semana de acusados eccemas y picores que difícilmente controlaba a base de ungirme con corticoides; temía los días de poniente que en la costa levantina, donde solía moverme, eran una seria amenaza a mis precarias funciones fisiológicas que en cuestión de minutos, podían verse alteradas de forma drástica y peligrosa. Así pues si hacía reflexionar a mis neuronas acababa preguntándome ¿Qué demonios hacía yo allí junto a la palmera? La verdad es que no acertaba a ubicar en el tiempo el momento de escasa lucidez en el que decidí acompañar a mis amigos ¿sería llevado por la idílica imagen de sus cuerpos semidesnudos retozando a mi alrededor?

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