UN DÍA DE PLAYA
La mañana era
espléndida, el sol entraba por mi ventana iluminando toda la habitación, pronto
vendrían a recogerme y todos juntos iríamos a la costa a pasar un agradable día
de playa. Ellas se bañarían alegres y desinhibidas en un mar cristalino de
azules cambiantes mientras yo, miraría absorto sus bien proporcionados cuerpos;
disfrutaría viendo sus pieles bronceadas y húmedas, envueltas por biquinis
atrevidos y sugerentes; en mi cabeza surgirían mil y una escenas de amores
imposibles mientras desde la distancia, vigilaría sus deseadas y distraídas
curvas intentando retenerlas en mi memoria.
No tardó en sonar el timbre de la puerta y poco después
aparecieron en el umbral mis dos queridas amigas; Giselle, metro setenta, rubia,
ojos azules y con una melena
espectacular, nunca me expliqué como con la cantidad de pretendientes que me
constaba tenía, pasaba tanto tiempo conmigo, era amiga del barrio desde que
llegué y estudiaba medicina; por su parte Ronda era el complemento perfecto,
morena, con los ojos negros de una diosa árabe, de una altura similar lucía
siempre peinados cortos y llamativos, trabajaba de auxiliar en la farmacia de
la plaza. Ambas con algo menos de treinta años, eran poseedoras de unos cuerpos
de chica Bond, motivo por el cual cientos de miradas anónimas las seguían allí
donde estuvieran.
Una vez concluido el correspondiente besuqueo de
bienvenida, Giselle cogió un par de bolsas con mis cosas mientras Ronda
empujaba mi silla hacia el ascensor; bajamos al garaje y allí subimos a mi
furgoneta, una vieja Volswagen roja que había comprado de segunda mano hacía un
par de años. Con Ronda al volante salimos a la calle perdiéndonos entre las avenidas
en dirección a la playa donde media hora mas tarde, nos encontraríamos con el
resto de amigos.
Llegamos pronto aun así, una larga hilera de parasoles
emergían clavados en la arena desde primeras horas de la mañana, había quien
madrugaba con la única intención de acercarse a la orilla y clavar su bandera
marcando el territorio que más tarde ocuparía.
Algunos iban más allá y montaban un verdadero campamento playero con
toldos, sillas y todo tipo de pertrechos, era para enfermar ver a esas gentes
venidas de todos los rincones del planeta, queriéndose apropiar por unas horas
de un pedazo de arena de domino público que no les pertenecía.
Roberto y el resto del grupo no tardaron en llegar, en
sus caras aún se notaban las secuelas de la noche anterior, llena de excesos y
con pocas horas dormidas. Alicia, la más entera de los tres, saludo a las
chicas al tiempo que se acercaba a mi para darme un cariñoso beso, a estas
alturas de mi vida siempre eran bien recibidos los besos, dando igual los
labios de los que procedieran.
Acabados los saludos de rigor nos pusimos en marcha
alejándonos de los vehículos, en principio nos dirigimos a la pasarela de
madera para avanzar sobre la arena caliente en busca de un lugar donde
instalarnos; la lengua de arena en aquel sector de la bahía era muy ancha por
tanto había que andar un buen trecho hasta llegar a la orilla. Abarrotada como estaba
de parasoles multicolores y alfombrada, por múltiples toallas y esteras de
diferentes dimensiones, descartamos ponernos cerca del agua junto a toda
aquella masa humana; Giselle sugirió un grupo de palmeras a medio camino entre
la orilla y el paseo marítimo, desde donde estábamos se divisaba uno de estos
pequeños oasis que salpicaban cada varios centenares de metros, la tórrida
arena mediterránea.
Hacia allí nos encaminamos cargados con los bultos y
empujando mi silla que por momentos se negaba a avanzar sobre la blanda
superficie de la playa; el sitio parecía bueno, lejos de la masa de domingueros
que con sus aceitosas pieles, deambulaban por la arena exhibiéndose como
tarzanes urbanos reconvertidos a curtidos hombres de costa; llegamos junto al
grupo de palmeras, una vez allí nos dimos cuenta de que no estaban tan cerca
las unas de las otras como nos pareció desde lejos, elegimos una al azar, aislada
y sola, creaba una estampa idílica entre tanto mástil metálico y multicolor,
todos pensamos que era un buen sitio donde montar nuestra particular base de operaciones, ni cerca ni
lejos del mar, ni próximo ni lejano al lugar donde dejamos los coches,
estratégicamente estaríamos cerca de todo pero a suficiente distancia para no
ser molestados.
Una vez organizado el pequeño reducto junto al esbelto
tronco de la palmera, mis amigas marcharon en busca de las olas quedando yo al
cuidado de nuestros enseres en compañía de José, he de reconocer que tenían
unos cuerpos preciosos, a cual mejor, seguro estaba de que cuando empezaran a
moverse por la primera línea de playa, a más de uno se le inflamaría….el deseo;
instalado cómodamente a la sombra de la grácil palmera, esboce una sonrisa
lasciva mientras las veía alejarse en pos de unas orillas repletas de humanidad
desinhibida. Roberto y Alicia se les unieron un poco más tarde y así los cuatro
desaparecieron tras la barrera de parasoles que por momentos, iban ocultando la
visión del mar.
Soplaba una brisa suave que mi piel agradecía con sumo placer
mientras las cuatro ruedas de mi silla, iban cediendo sobre la blanda arena
buscando un suelo firme que no encontraban. Poco a poco y sin darme cuenta, las
ruedas se convirtieron en los cimientos de la estructura metálica sobre la que
me hallaba sentado. José ordenaba y repartía todo lo que habíamos traído
alrededor de la palmera, habría las hamacas y extendía las toallas como si
fuera un profesional del gremio, ocultó la nevera entre las bolsas para evitar
que le diera el sol y así su contenido aguantara más tiempo refrigerado; una
vez todo organizado y ante mi atenta mirada, se despojó de la ropa dispuesto a
tumbarse en la arena. José era un musculitos enamorado de sus progresos en el
gimnasio, allí se machacaba varias horas diarias cinco días a la semana,
últimamente había aprendido a mover sus pectorales y eso le daba un aspecto
grotesco, siempre que tenía ocasión lucía el dichoso bailoteo de sus pezones y
a mi, cuando lo veía, me entraba grima.
Dejé al adonis tumbado en su toalla mientras se untaba de
crema protectora y me concentré en la línea de parasoles, sabía que tras ellos,
en alguna parte, estaban mis cuatro amigos retozando entre las olas. La gente
iba y venía por las pasarelas de madera, a esas horas más en dirección a la
playa frente a la cual por momentos, se iba levantando un tupido seto de carne
y metal; pasada media hora José ya estaba abrasado por ambas partes, se
incorporó y tras ajustarse el bañador a sus partes íntimas, se dispuso a ir a
la playa en busca del relevo ya que este no aparecía. Con la promesa de volver
si no los encontraba, salió en dirección al agua dando pequeños saltos en un
intento por evitar quemarse las plantas de sus pies pues todo a nuestro
alrededor, era una capa de arena inmaculada, caliente como el plomo fundido.
Allí quedé yo viéndolo alejarse hacia el bosque de
parasoles, confiado en no tardar en volver a tener compañía a ser posible, de
cuerpos femeninos con pieles húmedas y bronceadas. Estábamos al principio del
verano y a partir de ahora la afluencia a las playas sería la tónica de cada
jornada, yo solía ir poco pues no era amigo del baño salado con toda la
parafernalia que implicaba meterse en el agua, tampoco toleraba mucho rato el
sol directo, tenía la piel delicada y cada mañana de sol suponía una semana de
acusados eccemas y picores que difícilmente controlaba a base de ungirme con
corticoides; temía los días de poniente que en la costa levantina, donde solía
moverme, eran una seria amenaza a mis precarias funciones fisiológicas que en
cuestión de minutos, podían verse alteradas de forma drástica y peligrosa. Así
pues si hacía reflexionar a mis neuronas acababa preguntándome ¿Qué demonios
hacía yo allí junto a la palmera? La verdad es que no acertaba a ubicar en el
tiempo el momento de escasa lucidez en el que decidí acompañar a mis amigos
¿sería llevado por la idílica imagen de sus cuerpos semidesnudos retozando a mi
alrededor?
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