sábado, 19 de enero de 2013

A la sombra de una palmera (7ª Entrega)


UN VISITANTE INESPERADO

Con los ojos entornados, deslumbrado por el sol, miraba hacia la playa anhelando ver aparecer a alguno de sus amigos, hacia ya rato que intentando secarse el sudor de la  frente, las gafas protectoras habían volado en dirección a la arena y allí, a sus pies semienterradas, reflejaban los haces solares hacia un cielo infinito. Por más que miraba y estiraba el cuello oteando el horizonte, no veía ni rastro de su gente, como si se los hubiera tragado la arena o en este caso el mar; sea como fuere la situación se estaba volviendo crítica y no sabía cuanto más podría aguantar allí solo, sin agua y bajo el sol que la palmera ya no era capaz de filtrar.

Por si la situación no era de por si bastante angustiosa, a ella se le añadió la aparición de una avispa, gorda como una aceituna, cuyo orondo abdomen exhibía las características rayas amarillas y negras; en su extremo, recto como el mástil de una bandera, un amenazante aguijón vibraba como el cascabel de una serpiente. Allí estaba rondando alrededor de su silla el mal venido insecto del demonio, zumbando cada vez más próximo a él, en cada pasada era como si estuviera valorando por donde atacar a su presa; Artio, inmóvil, intentaba pasar desapercibido ante la criaturita del señor que había invadido por sorpresa, su tranquilo remanso de paz. Miles de personas frente a él en la orilla lo ignoraban, quizás cientos a sus espaldas, y tenía que ser él el único visible para un bicho de mierda que seguro acababa picándole, esa mañana todo salía mal y a la creciente angustia se le sumaba una rabia interior cuyo reflejo se manifestaba en unas engrosadas arterias a la altura de su cuello.

El mal venido insecto acabó posándose sobre una de sus rodillas, los ojos de Artio a punto estaban de salirse de sus órbitas mirando con pavor a la diminuta amenaza, la cual frotaba frenéticamente sus patas delanteras como preparándose para un gran festín; alzo el vuelo sin esfuerzo aparente y suspendida en el aire frente a él, cruzaron sus miradas como retándose. Sin un origen claro, dado el nivel de deshidratación del malogrado cuerpo del armenio, dos gotas de sudor perlado brotaron de ambas sienes cuya piel reseca agradeció el inesperado fluido; abriéndose camino por sus agrietadas mejillas resbalaron en busca de tierras más bajas donde perderse y desaparecer entre los pliegues de un chándal rojo como el infierno.

Allí seguía el resabiado insecto rondando a su alrededor una mañana de junio en la que nada estaba saliendo acorde a las expectativas creadas, primero abandonado por sus amigos junto a una solitaria palmera, más tarde cagado por una locuaz paloma que retozaba entre los dátiles nutriéndose de sus dulces jugos y ahora a punto de ser picado por una avispa cabreada que llevaba un buen rato observándolo con intenciones inciertas. Seguía sus evoluciones sin perder detalle, suplicando para sus adentros que fuera en busca de frutos más maduros; en su desesperación sabía que si al final acababa picándolo, seguro lo hacía en algún punto de su cara y quizás no una sola vez. La impotencia ante tanta inmovilidad lo reconcomía por dentro, no poder utilizar sus manos para espantar a tan temible e insignificante bichejo, lo frustraba penosamente llenando de ira su alma; de nada servía agitar su cabeza y cuello a un lado y a otro, allí seguía ascendiendo por su pecho con una lentitud desesperante disfrutando del inminente banquete.

Alzó el vuelo y lo perdió de vista no obstante, el monótono zumbido de sus alas seguía oyéndose próximo a su cabeza, quizás atacara por la retaguardia, si lo hacía en un punto insensible no notaría la embestida pero seguro que no tenía esa suerte y se cebaba con el lugar más sensible de su cuello; jodida suerte, jodida inmovilidad y jodida mañana de playa, puta vida la  que me ha tocado vivir ―pensó en silencio―. Aquella situación de incertidumbre y desamparo estaba durando demasiado, ya no sabía cuanto pero el tiempo que llevaba allí encallado le parecía una eternidad, su precaria existencia se hacía allí, junto a la palmera, más nefasta y lastimosa, el mundo que le rodeaba seguía feliz y desenfadado disfrutando de aquella jornada estival que para él se había convertido en un infierno.

El zumbido volvió a hacerse más fuerte, estaba cerca, casi podía adivinar la presencia de la infame criatura por el rabillo del ojo, suspendida en el aire expectante y regocijándose ante tan suculento bocado; su orondo abdomen pronto sería alimentado con los escasos fluidos de su maltrecho cuerpo aunque, poco zumo iba a poder extraerle de sus apergaminadas vísceras. Zzzzzzzz…..zzzzzzz y dale con el jodido insecto, ya estaba de nuevo frente a él retándolo y esta vez parecía que iba en serio, aquella situación le recordaba al temido cortejo mortal de los tiburones en alta mar, cuando con delicados y rápidos movimientos acechan a su desvalida presa hasta que en una de sus múltiples aproximaciones, descargaban toda su furia llevándose de una dentellada un buen bocado del infeliz que estuviera a su alcance, en esos momentos  y en ese mar de arena caliente, el infeliz era él y su tiburón un jodido avispón insolente que lo miraba a través de sus esféricos ojos con intenciones nada tranquilizadoras.

Con la lentitud con la que se vacía un reloj de arena iban pasando los minutos y aquel cortejo mortal no cesaba, una ráfaga de brisa vino a aliviar el ardor de su frente ahuyentando momentáneamente al jodido bicho pero este no tardó en volver reiniciando su escrutinio, por un momento creyó que le sonreía, una sonrisa cruel y mal intencionada pero luego pensó ―me estoy volviendo loco, ¿desde cuando los insectos sonríen?― pero allí estaba, chuleándole una y otra vez de manera obscena, congratulándose con su desgracia y él sin poder hacer nada más que esperar la estocada final. A  su cabeza llegaron imágenes vistas recientemente en una película del salar de Uyuni localizado en el altiplano de la Cordillera de los Andes, Bolivia, allí unos desgraciados intentaban cruzar aquel desierto salado, el mayor del mundo, mientras eran perseguidos; aquella mañana bajo un sol de justicia, sin agua y con las fuerzas justas, lo que empezó como un huida factible acabó convirtiéndose en un viaje al infierno donde bestias y hombres fueron sucumbiendo por la acción de los elementos. Esa mañana, en esa playa concurrida y alegre, aquellos pocos metros cuadrados alrededor de la palmera se habían convertido en su salar de Uyuni pero a diferencia de los personajes y bestias de la película, él era incapaz de moverse, ni tan siquiera podía espantar al malévolo insecto que por fin se lanzaba veloz y despiadado sobre su acabado cuerpo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario