UN VISITANTE
INESPERADO
Con los ojos entornados, deslumbrado por el sol,
miraba hacia la playa anhelando ver aparecer a alguno de sus amigos, hacia ya
rato que intentando secarse el sudor de la
frente, las gafas protectoras habían volado en dirección a la arena y
allí, a sus pies semienterradas, reflejaban los haces solares hacia un cielo
infinito. Por más que miraba y estiraba el cuello oteando el horizonte, no veía
ni rastro de su gente, como si se los hubiera tragado la arena o en este caso
el mar; sea como fuere la situación se estaba volviendo crítica y no sabía
cuanto más podría aguantar allí solo, sin agua y bajo el sol que la palmera ya
no era capaz de filtrar.
Por si la situación no era de por si bastante
angustiosa, a ella se le añadió la aparición de una avispa, gorda como una
aceituna, cuyo orondo abdomen exhibía las características rayas amarillas y
negras; en su extremo, recto como el mástil de una bandera, un amenazante
aguijón vibraba como el cascabel de una serpiente. Allí estaba rondando
alrededor de su silla el mal venido insecto del demonio, zumbando cada vez más
próximo a él, en cada pasada era como si estuviera valorando por donde atacar a
su presa; Artio, inmóvil, intentaba pasar desapercibido ante la criaturita del
señor que había invadido por sorpresa, su tranquilo remanso de paz. Miles de
personas frente a él en la orilla lo ignoraban, quizás cientos a sus espaldas,
y tenía que ser él el único visible para un bicho de mierda que seguro acababa
picándole, esa mañana todo salía mal y a la creciente angustia se le sumaba una
rabia interior cuyo reflejo se manifestaba en unas engrosadas arterias a la
altura de su cuello.
El mal venido insecto acabó posándose sobre una de sus
rodillas, los ojos de Artio a punto estaban de salirse de sus órbitas mirando
con pavor a la diminuta amenaza, la cual frotaba frenéticamente sus patas
delanteras como preparándose para un gran festín; alzo el vuelo sin esfuerzo
aparente y suspendida en el aire frente a él, cruzaron sus miradas como
retándose. Sin un origen claro, dado el nivel de deshidratación del malogrado
cuerpo del armenio, dos gotas de sudor perlado brotaron de ambas sienes cuya
piel reseca agradeció el inesperado fluido; abriéndose camino por sus agrietadas
mejillas resbalaron en busca de tierras más bajas donde perderse y desaparecer
entre los pliegues de un chándal rojo como el infierno.
Allí seguía el resabiado insecto rondando a su
alrededor una mañana de junio en la que nada estaba saliendo acorde a las
expectativas creadas, primero abandonado por sus amigos junto a una solitaria
palmera, más tarde cagado por una locuaz paloma que retozaba entre los dátiles
nutriéndose de sus dulces jugos y ahora a punto de ser picado por una avispa
cabreada que llevaba un buen rato observándolo con intenciones inciertas.
Seguía sus evoluciones sin perder detalle, suplicando para sus adentros que
fuera en busca de frutos más maduros; en su desesperación sabía que si al final
acababa picándolo, seguro lo hacía en algún punto de su cara y quizás no una
sola vez. La impotencia ante tanta inmovilidad lo reconcomía por dentro, no
poder utilizar sus manos para espantar a tan temible e insignificante bichejo,
lo frustraba penosamente llenando de ira su alma; de nada servía agitar su
cabeza y cuello a un lado y a otro, allí seguía ascendiendo por su pecho con
una lentitud desesperante disfrutando del inminente banquete.
Alzó el vuelo y lo perdió de vista no obstante, el
monótono zumbido de sus alas seguía oyéndose próximo a su cabeza, quizás
atacara por la retaguardia, si lo hacía en un punto insensible no notaría la embestida
pero seguro que no tenía esa suerte y se cebaba con el lugar más sensible de su
cuello; jodida suerte, jodida inmovilidad y jodida mañana de playa, puta vida
la que me ha tocado vivir ―pensó en
silencio―. Aquella situación de incertidumbre y desamparo estaba durando
demasiado, ya no sabía cuanto pero el tiempo que llevaba allí encallado le
parecía una eternidad, su precaria existencia se hacía allí, junto a la
palmera, más nefasta y lastimosa, el mundo que le rodeaba seguía feliz y
desenfadado disfrutando de aquella jornada estival que para él se había
convertido en un infierno.
El zumbido volvió a hacerse más fuerte, estaba cerca,
casi podía adivinar la presencia de la infame criatura por el rabillo del ojo,
suspendida en el aire expectante y regocijándose ante tan suculento bocado; su
orondo abdomen pronto sería alimentado con los escasos fluidos de su maltrecho
cuerpo aunque, poco zumo iba a poder extraerle de sus apergaminadas vísceras. Zzzzzzzz…..zzzzzzz
y dale con el jodido insecto, ya estaba de nuevo frente a él retándolo y esta
vez parecía que iba en serio, aquella situación le recordaba al temido cortejo
mortal de los tiburones en alta mar, cuando con delicados y rápidos movimientos
acechan a su desvalida presa hasta que en una de sus múltiples aproximaciones,
descargaban toda su furia llevándose de una dentellada un buen bocado del
infeliz que estuviera a su alcance, en esos momentos y en ese mar de arena caliente, el infeliz era
él y su tiburón un jodido avispón insolente que lo miraba a través de sus
esféricos ojos con intenciones nada tranquilizadoras.
Con la lentitud con la que se vacía un reloj de arena
iban pasando los minutos y aquel cortejo mortal no cesaba, una ráfaga de brisa
vino a aliviar el ardor de su frente ahuyentando momentáneamente al jodido
bicho pero este no tardó en volver reiniciando su escrutinio, por un momento
creyó que le sonreía, una sonrisa cruel y mal intencionada pero luego pensó ―me
estoy volviendo loco, ¿desde cuando los insectos sonríen?― pero allí estaba,
chuleándole una y otra vez de manera obscena, congratulándose con su desgracia
y él sin poder hacer nada más que esperar la estocada final. A su cabeza llegaron imágenes vistas
recientemente en una película del salar de Uyuni localizado en el altiplano de
la Cordillera de los Andes, Bolivia, allí unos desgraciados intentaban cruzar
aquel desierto salado, el mayor del mundo, mientras eran perseguidos; aquella
mañana bajo un sol de justicia, sin agua y con las fuerzas justas, lo que
empezó como un huida factible acabó convirtiéndose en un viaje al infierno
donde bestias y hombres fueron sucumbiendo por la acción de los elementos. Esa
mañana, en esa playa concurrida y alegre, aquellos pocos metros cuadrados
alrededor de la palmera se habían convertido en su salar de Uyuni pero a
diferencia de los personajes y bestias de la película, él era incapaz de
moverse, ni tan siquiera podía espantar al malévolo insecto que por fin se
lanzaba veloz y despiadado sobre su acabado cuerpo.
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