sábado, 26 de enero de 2013

A la sombra de una palmera (8ª Entrega)


UNA TABLA DE SALVACIÓN

Tenía su sonrisa en la memoria, los escasos instantes pasados en su compañía llenaban muchas horas en su recuerdo, el brillo de sus ojos iluminaba sus momentos sombríos, era su tabla de salvación cuando todo parecía perdido, la isla en el océano de su precaria existencia, faro y guía en su tormentosa vida. Pensaba en ella con frecuencia y eso le hacía feliz, era una felicidad agridulce pero que alegraba cada uno de sus amaneceres; Artio nunca espero nada de ella pues nada tenía él que poder ofrecerle, compañía, sonrisas y poco más, su tiempo había pasado hace muchas vidas y en la actualidad tan solo añoraba verla una vez más.

Allí seguía junto a la palmera pensando en su amiga del alma dejando volar su imaginación, con los ojos entornados y la cabeza ligeramente caída sobre el pecho, sus labios resecos y agrietados murmuraban una canción obscena inventada hace años y tarareada con frecuencia; el sol abrasador de aquella mañana de junio, no tenía piedad con aquel guiñapo en el que se había convertido en las escasas horas que allí llevaba y sus escasas fuerzas, iban escapando por cada poro de su piel.

Había perdido la noción del tiempo que llevaba allí atascado, se sorprendía de haber resistido tantas horas entrando y saliendo de un irregular duerme-velas próximo a la inconsciencia, sin haber sucumbido al amenazante golpe de calor aun así, era consciente de que se le iba la vida y de no aparecer pronto alguien, no resistiría mucho más. No se explicaba que podía haber ocurrido con sus amigos, no era normal que hubieran desaparecido de un plumazo dejándolo allí a él, algo malo debía haberles pasado pero ahora, en aquel momento y bajo aquel sol abrasador, la angustia y desamparo que sentía le hacía centrarse en si mismo, en su situación, la cual estaba llegando a un punto critico de no retorno.

El rincón idílico que creyeron encontrar a su llegada junto al pequeño grupo de palmeras, tranquilo y alejado de todos, se había convertido en su peor pesadilla, en su isla tenebrosa por la que nadie transitaba, allí se encontraba él atrapado dando  las últimas bocanadas de aire como un pez agonizante sobre la orilla; el aire caliente apenas le entraba por la boca y cuando llegaba a su reseca garganta, le quemaba como el fuego, intentaba extraer un mínimo de saliva de sus exiguas glándulas que le permitiera lubricar sus deshidratadas mucosas pero ni exprimiendo sus últimas células, obtenía unas gotas de fluido que devolviera la flexibilidad a su momificada garganta. Aquello era el final.

Volvió a caer en una vacía seminconsciencia alejándose del mundo que le rodeaba, desde su inframundo próximo al averno, oía el guirigay de las gaviotas en el cielo azul, a sus oídos llegaba el alegre murmullo de una masa humana disfrutando de un día de playa a escasos metros de él pero para la que era invisible, a lo lejos podía oírse algún vehículo circulando junto al paseo marítimo incluso si afinaba el oído, a su macabro oasis llegaban los ritmos cambiantes de alguna melodía de moda, vomitada desde un walkman tirado sobre cualquier toalla. A su cerebro llegaba todo ese ruido ambiente pero cada vez era menos capaz de identificar y discernir su procedencia pues a medida que pasaba el tiempo, iba alejándose del mundo de los vivos y adentrándose en las brumas del más allá.

Una vez más aparecieron frente a las retinas de su memoria aquellos ojos verdes de su juventud, una vez más aquella sonrisa singular alegró su alma, su amiga había vuelto para llevárselo y él se sentía seguro a su lado, nadie mejor que ella para guiarlo en su último viaje, por fin entrarían juntos en el mundo de las hadas y él recuperaría su libertad, abandonando las ataduras terrenales que tan mala vida le habían dado. Su subconsciente se nubló, las imágenes se volvieron confusas y ella desapareció, de pronto volvió a verse subido a un andamio con la paleta en la mano luciendo una pared exterior, el día era gris y ventoso, él acababa de salir de una gripe y no se encontraba bien pero necesitaba el dinero y allí estaba, subido al andamio y con la paleta en la mano.

Fue cuestión de segundos, él no lo recordaba pero se lo contaron después, en una de las paladas de enlucido el cubo se volcó y al ir a cogerlo para evitar que su contenido se derramara, una ráfaga de viento le hizo perder el equilibrio y cayó al vacío; la altura no era excesiva, tan solo un primer piso, pero con tan mala fortuna de ir a caer sobre una pequeña hormigonera que trabajaba a sus pies. Se le diagnosticó una fractura de la quinta vértebra cervical con daño medular irreversible, quedaría paralizado de cuello para abajo hasta el final de su vida; viendo la situación en que se encontraba, este no parecía tardar en llegar.

Hacía seis años de eso pero para él apenas si había pasado el tiempo, todo parecía haber ocurrido ayer; los largos meses de hospital, las semanas de incertidumbre al volver a casa, el nuevo aprender a vivir dependiendo siempre de otros para la más mínima cosa, se concentraban en tan solo unos segundos dentro de su cabeza. Cada día era una aventura nueva que nunca sabía como iba a acabar, cada despertar traía a su mente nuevas incertidumbres difíciles de controlar, programar sus jornadas aunque lo intentaba, era una sorpresa tras otra y por tanto acabar el día sin ningún contratiempo, era todo un regalo de los dioses.

Artio no era hombre de creer, de hecho pensaba que las religiones eran el cáncer de la humanidad, solo bastaba con leer un poco de historia o ver películas de época en la que aparecieran curas para hacerse una idea del poder inexplicable y obsceno que tenían sobre un subyugado pueblo, eran dueños de la vida y la muerte de su plebe la cual vivía sus miserables vidas bajo el temor de la cólera divina. Daba igual el credo que fuera pues todos tenían un objetivo común, el control del pueblo y cuanto más ignorante este fuera mejor para sus fines, de ahí que a lo largo de la historia los hombres de ciencia chocaran frontálmente con la iglesia, siendo muchas veces perseguidos y acosados como presas salvajes.

Ya no sabía donde estaba, por momentos confundía la realidad con los fugaces chispazos de sus neuronas, el calor y la falta de agua estaban pasándole factura de manera cruel; sus párpados quemados le escocían al moverse sobre los ojos, la falta de lágrimas hacía de la fricción sobre sus córneas, un tormento que no podía mitigar motivo por el que intentaba mantener los ojos cerrados y tan solo dejaba su suerte a unos oídos aun funcionales, era lo poco que quedaba íntegro del Artio que llegó a la playa unas horas antes.

Recordó la primera vez que comió ostras, ella lo llevó a un mercadillo en cuyo alrededor habían mesitas que eran surtidas y atendidas por el mismo personal de los puestos, allí estuvieron compartiendo una diminuta mesa que poco a poco fue llenándose de exquisitos y atractivos platos cuyo contenido desaparecía en sus bocas como por arte de magia. Lo mejor fue la conversación, sus corazones se abrieron desvelando sus más íntimos secretos, ella compartió con él sus frustraciones y sus anhelos más secretos, él la escuchó sin dejar de mirarla a los ojos, aquellos ojos que tanto le gustaban; era curioso la facilidad con la que se entendían coincidiendo en muchos aspectos a pesar de pertenecer a mundos tan distintos. Siempre sintió admiración por aquella mujer, era más que simple atracción física, con el tiempo el sentimiento se volvió más profundo arraigando con firmes raíces en su alma. Un día ella desapareció y sus vidas se separaron, nunca más volvió a tener noticias suyas pero su recuerdo imborrable le acompañó a lo largo del resto de su vida; aquella mañana de junio, allí junto a la palmera y bajo un sol abrasador, ella había vuelto para llevárselo y él estaba dispuesto a acompañarla donde quisiera que fuera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario