Anselmo era guapo, hermoso dirían algunos, y sabía sacar partido de su
particular belleza; no era muy de mirarse en espejos ni en abalorios plateados
pues su atractivo natural no lo precisaba; conocedor de un cuerpo bien formado,
no pasaba desapercibido a poco que se arreglara y ya se sabe que Anselmo era hombre
de buen vestir, doncel en épocas pasadas. La naturaleza había sido bondadosa
con aquel cuerpo que, sin dedicar mucho tiempo a su cuidado, lucía como las
flores en primavera; de aromas frescos, toda su piel despedía una fragancia
embriagadora y por tanto, su sola presencia era capaz de perfumar el ambiente
en el que se movía. Olía a inciensos exóticos y su tocar era delicado pero
firme. Así era Anselmo, un adonis sin igual, ya se lo decían desde pequeño, “contigo
rompieron el molde” consiguiendo embellecer la belleza.
Era un David hecho mortal y si hubieran coincidido en la misma época,
seguro habría sido el modelo en el que se inspiró Miguel Ángel para tan famosa
escultura; ante tal derroche de perfección anatómica, no era raro que Anselmo
estuviera muy solicitado entre las
mujeres, y no solo entre estas. Años atrás fue muy de bailar fino y elegante,
asiduo a locales donde se practicaba el baile de salón, siempre acudía trajeado
para la ocasión con chaqués y fracs de lo más refinado, sus chalecos eran
distinguidos y llamaban la atención por su variedad de estampados; dominaba
varios estilos pero sus preferidos eran el Fox-Trot y el Valls vienés en el
cual era un fenómeno. Sabía compenetrarse con sus parejas a poco que calentara
motores y verlos en acción recorriendo la pista era todo un espectáculo para
los sentidos.
Las pistas de bailes eran su escaparate en aquellos ambientes de ocio, allí lucía sus
muchas cualidades danzantes y su saber estar, nunca perdía la compostura
luciendo una atractiva sonrisa que llegaba a enamorar; aquellos locales eran su
coto de caza y en ellos se movía como dueño y señor. Nunca tomaba la
iniciativa, tan solo se dejaba ver, su peculiar magnetismo hacía el resto;
siendo como era un cazador de amor, era él, el acechado por sus víctimas, las
cuales sin reparo revoloteaban a su alrededor exhibiéndose e intentando llamar
su atención.
Anselmo era muy de comer la boca y buscar la lengua besada, daba besos apasionados,
él si sabía besar; gustaba de besar labios carnosos y sonrosados pues en el
fondo era un besucón empedernido. De joven se dejó enseñar en lo íntimo por un
ama de llaves entrada en años y entre sus brazos aprendió todos los secretos de
las artes amatorias, hoy en día se le consideraba un experto amador. Él, hombre
de relaciones, tenía mucho mundo vivido a sus cuarenta años, era muy de
detalles con las mujeres, sabía ganárselas.
Su vida amatoria era extensa y variada, no tenía un perfil claro de mujer
perfecta porque Anselmo amaba a la mujer
en su conjunto y todas ellas tenían para él un punto de belleza aunque claro
está, en algunas había que buscarlo a conciencia. Le gustaba trabajárselas con
tiempo y conseguir que le abrieran sus corazones, una vez entreabierta la
primera brecha, la batalla estaba ganada y sus tropas entraban hasta lo más
profundo de ellas sin encontrar resistencia alguna.
También le gustaba comer la oreja con delicadeza y de forma sutil, él era
muy de susurrar dulces palabras o juguetear con el carnoso lóbulo entre sus
finos labios; aventurándose con toques certeros de su cálida lengua, hacía estremecer aquellos cuerpos rendidos abrazados
con pasión; ver sus delicados pechos agitados ascendiendo y descendiendo
aceleradamente con la respiración entrecortada, mientras él centraba sus atenciones amatorias en un
cuello húmedo y caliente, lo deleitaban y animaban a seguir.
Anselmo era muy de amar, y de amar profundamente; gran parte de sus
habilidades se concentraban en el goce amatorio ajeno, porque él sabía dar amor
carnal de calidad. Todo el acto para él, estaba planificado en su cabeza,
variando la estrategia durante la marcha en función de cómo fueran
desarrollándose los acontecimientos. Siempre salía triunfante y satisfecho del
trabajo bien hecho porque él era un hombre perfeccionista y siempre se superaba
con cada nueva experiencia. Era querido y reclamado.
Anselmo no respetaba virgo, eso si, siempre consentido y solicitado; se
consideraba la llave del amor y con esa
llave a lo largo de su vida, había abierto muchas cerraduras enmohecidas y
dormidas, liberando pasiones ocultas, prisioneras entre carnes inexpertas porque
Anselmo era un maestro en esto del amor y sus alumnas se contaban por cientos.
Tuvo un amor verdadero en un pasado lejano, fue platónico y no buscado aunque
si tuvo sus roces de amor, porque Anselmo era muy de rozar las carnes; era una
muchacha de su ciudad bajo cuya mirada quedó hechizado la primera vez que se
cruzaron, luego se hicieron amigos y más tarde tontearon abrazados en garitos con poca luz hasta que un buen día, ella desapareció de su vida. La vida trae y se
lleva a las personas, muchas veces sin una causa clara y Anselmo lo tenía
asumido, muchas mujeres habían pasado por sus brazos y muchas lágrimas se
habían ahogado en las solapas de sus chaquetas pero ninguna de ellas había
dejado una huella especial; aquella muchacha de ojos verdes fue distinta.
Anselmo sabía sobreponerse a las adversidades y era ajeno al mal de amor,
la férrea coraza que se autoimpuso hacía muchos años, lo mantenía a salvo de
los vaivenes sentimentales, era de corazón duro aunque por fuera aparentara
calidez y proximidad, tenía su espina clavada aunque el paso del tiempo
quisiera hacerle olvidarla. Su vida disoluta había quedado atrás hacía tiempo y
ahora controlaba sus actos con total precisión, nada quedaba al azar y su
aparente frescura era uno más de sus aspectos cuidadosamente estudiados.
Recibía decenas de cartas, y era de su gusto leerlas, sus admiradoras
eran muchas; dedicaba un rato todas las noches antes de acostarse a
contestarlas pues la hora de las brujas era su momento, en el encontraba la
inspiración ausente durante el día y con una caligrafía impecable, iba
redactando aquellas respuestas que sus enamoradas ansiaban recibir. Las quería
a su modo pero era un amor repartido y disperso, por tanto poco concreto, nada
que ver con su amor de juventud pues de aquel
no exigía ni esperaba nada, tan solo se alimentaba de su compañía, de su
sonrisa, de su mirada, del roce de sus cálidos labios.
Anselmo era muy de amar, amar de forma ficticia pero amar al fin y al
cabo; quienes recibían ese amor supuestamente exclusivo, se sentían felices y
privilegiadas por tanto ¿por que romper la magia de aquellos momentos únicos?
No era amor verdadero pero eso solo él lo sabía así que mantenía la ilusión en
aquellas mujeres hechizadas, hasta que empezaban a aburrirle; siempre tenía
sustitutas al alcance de la mano pues Anselmo era un ser social por excelencia
y sabía moverse en los círculos adecuados por tanto, difícilmente se encontraba
solo de no desearlo.
Sabía escuchar y era muy de dar consejos, unos buenos consejos, a él
acudían antiguas novias y otras que aún
no lo habían sido, abriéndole sus corazones y contándole sus desdichas; él
procesaba aquellos conflictos que atenazaban sus almas y emitía su parecer
dando en muchas ocasiones, acertadas soluciones que reportaban el sosiego
perdido a aquellas mujeres atormentadas. Anselmo era así, puro corazón, y con
su aparente desinterés se ganaba a la gente a poco que los tuviera a tiro. Era
un bálsamo para aquellos mares agitados, la isla deseada por todo náufrago, era
la brújula que guiaba a muchos seres desorientados y perdidos. Anselmo era la
luz.
Tenía la conciencia tranquila pues a pesar de que amaba falsamente,
cuando lo hacía, se esforzaba al máximo quedando solo su espíritu a salvo de
los devaneos sentimentales, porque Anselmo cuando se ponía, era de darlo todo. Era
muy desprendido el hombre y dar amor no le costaba nada.
Así era Anselmo en el amor.
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