sábado, 26 de enero de 2013

Anselmo y la Navidad


No era de árboles ni de bolas de colores, no montaba belenes, ni guirnaldas,  ni espumillones, no colgaba muérdago, ni en su casa oirías villancicos, Anselmo no tenía espíritu navideño. Nunca puso comida en el balcón para los camellos, ni dejo entornadas las ventanas para facilitarle la entrada a los magos de Oriente, no comulgaba con el proceder del gordo de la barba blanca y sin un motivo claro, sentía aversión por los renos, animales de mirada insípida según decía. Anselmo no era muy de regalar en esas fechas donde una falsa alegría lo inundaba todo.

En el balcón de su casa no había luces ni brillantes estrellas, tampoco en el salón ni en el resto de habitaciones; su casa mantenía el llamado apagón navideño y no daba el gusto al contador de la luz para que incrementara sus kilovatios durante esos días. Nada en su entorno personal denotaba una época festiva por qué Anselmo era ajeno a la Navidad. Nada de niños cantando en el portal, nada de spray nevado en los cristales de las ventanas, ni un solo signo de tipos exóticos a lomos de camello, tan sólo la normalidad de cualquier otro día en la vida de Anselmo.

Dicho está que no era hombre de belenes, no entendía esa reunión de pastores, animales y gentes venidas de lejos ¿qué era eso de regalar mirra,  incienso y oro? Un niño normal no quiere ni acepta semejantes presentes; a esas edades un niño no está por el dinero y menos en un lugar sin quioscos ni chuches, con el incienso lo más que podía conseguir era hacer arder el camastro a poco que se descuidaran sus padres y la mirra ¿qué coño es eso de la mirra? ¿Cómo se juega con la mirra? Anselmo no entendía el proceder de aquellas gentes si es que realmente existieron, mirra a un niño pequeño, al menos si pudiera comerse…

A estos sin sentidos había que añadir las últimas noticias recibidas desde el Vaticano; de un día para otro Benny XVI había cambiado a los personajes por santo decreto haciendo sitió en el portal. De un plumazo se había cargado el tradicional mundo animal, fuera mula y fuera buey, a pastar hierba al campo que allí estaban muy apretados y la virgen quería aire. Y por si esto no fuera ya de por sí suficientemente traumático para la tradición, nos cambia también la nacionalidad de los magos de Oriente, ahora resulta que venían de otro lado mucho más próximo y tenían raíces andaluzas, a poco que sigan esforzándose en la Santa Sede nos los hacen llegar a lomos de unos Miuras o Vitorinos o vete tú a saber qué. Mira que sí al final los presentes recibidos por el nano resultan ser una guitarra, unas peinetas y un par de banderillas, lo propio de una banda de palmeros. Es lo que tiene el poder, te cambian la historia según sus gustos a poco que te descuides  y te quedas sin tiempo para reaccionar, ahora van y nos joden la granja quedándonos sin animales junto al pesebre, con el calorcito que daban...

Anselmo era un ser neutro durante esas fiestas, eso era sabido por quienes lo conocían.  No acudía a desfiles ni celebraciones callejeras, eludía los centros comerciales y los mercadillos espontáneos, no esperaba nada del nuevo año y tampoco hacia balance del que acababa; Anselmo vivía el día a día y no hacia planes a largo plazo. Aquellas fiestas de luz y color, cancioncillas tiernas y mucho comprar, le traían sin cuidado, él no cambiaba sus costumbres ni adoptaba falsos estilos de vida durante aquellos días. Anselmo era fiel a Anselmo y el que lo conocía, sabía que aquella época del año no iba con él.

Anselmo no era de comer turrones, polvorones y mantecados; su dieta durante esos días no variaba pues lo que para muchos eran comidas especiales, para él eran viandas normales y cotidianas. Las angulas y el caviar iraní, nunca faltaban en casa y era de frecuentar restaurantes distinguidos, por eso cada comida para Anselmo era un extra para el pueblo llano. Era de gustar mariscos sin hacer ascos al molusco de la tierra, las almejas de carril eran de su agrado y nunca faltaban sobre su mesa, una fuente de percebes también era solicitada los días de buen comer y Anselmo solía comer bien a diario.

Esos días no ponía televisión, los anuncios incitando al consumo sin limite entre sonrisas forzadas y falsa alegría, le creaban animadversión y torcían su humor de normal aceptable. Lo de atrasar las rebajas para inmediatamente después de la fiestas, lo consideraba una tomadura de pelo y metidos en esa tesitura, le enfermaba ver como cada año el pueblo hechizado, cabalgaba sin freno hacia las puertas de los centros comerciales, eran como un rebaño cuyo pastor común los guiaba al corral desde los medios de comunicación.

No era hombre de felicitar en esos días, ¿por qué debía hacerlo si nadie había hecho nada especial por lo que ser felicitado? Él iba a lo suyo ajeno a esos ritos folklóricos, sin prestar atención al ambiente que lo rodeaba; aquellos días Anselmo no era el simpático y agradable gentleman que todos conocían, el hombre apuesto que enamoraba con su labia y saber estar, el bailarín experto que flotaba sobre las pistas de baile repartiendo sonrisas y miradas cautivadoras. Anselmo en esos días era huraño, serio, solitario y mordaz, había perdido su frescura y no lo disimulaba, le tenía sin cuidado el qué dirán pues nunca le preocupó tal cosa.

Esos días no frecuentaba sus cafeterías y restaurantes habituales, en ellos también imperaba el ambiente navideño y ya se sabe, él lo eludía; en más de una ocasión pensó en hacer un viaje, alejarse de toda aquella farsa, pero casi todo su mundo civilizado celebraba esas fiestas y quienes quedaban fuera de él, carecían del atractivo necesario para ser visitados, Anselmo era muy curioso en su viajar y no iba a cualquier sitio.

No creía en el azar, era del pensar que las cosas había que ganárselas, por eso otro de los aspectos añadidos a tan nefastas celebraciones era la dichosa lotería del día veintidós; como odiaba aquellas colas frente a las ventanillas de las administraciones, todos convencidos de que su número sería el elegido por los niños cantores del bombo, pobres ilusos, cierto es que la esperanza es lo último que se pierde pero demostrado estaba que las probabilidades de ser el agraciado eras muy escasas.

Añoraba sus fiestas de a diario, sin fechas especiales, sin nada significado que celebrar, esas eran su vida y en ellas había crecido como hombre llegando a ser quien hoy era. En ellas desplegaba todo su saber, ponía en práctica sus habilidades, lucía sus encantos y se dejaba conocer, pues eran muchos los que lo pretendían. Actos a los que acudir nunca le faltaban, pues eran muchos los que requerían su presencia, en ocasiones tenía que dividirse haciendo breve su estancia en los eventos y reuniones a los que acudía pero ¿qué podía hacer? Todos deseaban su presencia y él intentaba complacerlos.

Se dejaba querer pero era de poco rechazar, le gustaba el agasajo y el cumplido acertado, estando siempre dispuesto a recibirlo; no era de creérselo pero sabía disimularlo por eso había quien pensaba de Anselmo que era un tanto pedante. Nunca canto nádales, esas cancioncillas de estribillos silvestres, su voz no estaba hecha a ellas y su ego era reacio a las mismas por eso eludía cualquier invitación para unirse a los coros. Fueron esas cosas las que influyeron es su falta de vida social por aquellos días.

La Navidad por tanto para Anselmo, era una época gris en la que no derrochaba su simpatía habitual y si gris era la época, gris era su espíritu durante esos días por lo cual quien conociera a Anselmo en ese periodo del año, no lo identificaría con la fama que solía precederle pues en ese tiempo, él era otro Anselmo.

A la sombra de una palmera (8ª Entrega)


UNA TABLA DE SALVACIÓN

Tenía su sonrisa en la memoria, los escasos instantes pasados en su compañía llenaban muchas horas en su recuerdo, el brillo de sus ojos iluminaba sus momentos sombríos, era su tabla de salvación cuando todo parecía perdido, la isla en el océano de su precaria existencia, faro y guía en su tormentosa vida. Pensaba en ella con frecuencia y eso le hacía feliz, era una felicidad agridulce pero que alegraba cada uno de sus amaneceres; Artio nunca espero nada de ella pues nada tenía él que poder ofrecerle, compañía, sonrisas y poco más, su tiempo había pasado hace muchas vidas y en la actualidad tan solo añoraba verla una vez más.

Allí seguía junto a la palmera pensando en su amiga del alma dejando volar su imaginación, con los ojos entornados y la cabeza ligeramente caída sobre el pecho, sus labios resecos y agrietados murmuraban una canción obscena inventada hace años y tarareada con frecuencia; el sol abrasador de aquella mañana de junio, no tenía piedad con aquel guiñapo en el que se había convertido en las escasas horas que allí llevaba y sus escasas fuerzas, iban escapando por cada poro de su piel.

Había perdido la noción del tiempo que llevaba allí atascado, se sorprendía de haber resistido tantas horas entrando y saliendo de un irregular duerme-velas próximo a la inconsciencia, sin haber sucumbido al amenazante golpe de calor aun así, era consciente de que se le iba la vida y de no aparecer pronto alguien, no resistiría mucho más. No se explicaba que podía haber ocurrido con sus amigos, no era normal que hubieran desaparecido de un plumazo dejándolo allí a él, algo malo debía haberles pasado pero ahora, en aquel momento y bajo aquel sol abrasador, la angustia y desamparo que sentía le hacía centrarse en si mismo, en su situación, la cual estaba llegando a un punto critico de no retorno.

El rincón idílico que creyeron encontrar a su llegada junto al pequeño grupo de palmeras, tranquilo y alejado de todos, se había convertido en su peor pesadilla, en su isla tenebrosa por la que nadie transitaba, allí se encontraba él atrapado dando  las últimas bocanadas de aire como un pez agonizante sobre la orilla; el aire caliente apenas le entraba por la boca y cuando llegaba a su reseca garganta, le quemaba como el fuego, intentaba extraer un mínimo de saliva de sus exiguas glándulas que le permitiera lubricar sus deshidratadas mucosas pero ni exprimiendo sus últimas células, obtenía unas gotas de fluido que devolviera la flexibilidad a su momificada garganta. Aquello era el final.

Volvió a caer en una vacía seminconsciencia alejándose del mundo que le rodeaba, desde su inframundo próximo al averno, oía el guirigay de las gaviotas en el cielo azul, a sus oídos llegaba el alegre murmullo de una masa humana disfrutando de un día de playa a escasos metros de él pero para la que era invisible, a lo lejos podía oírse algún vehículo circulando junto al paseo marítimo incluso si afinaba el oído, a su macabro oasis llegaban los ritmos cambiantes de alguna melodía de moda, vomitada desde un walkman tirado sobre cualquier toalla. A su cerebro llegaba todo ese ruido ambiente pero cada vez era menos capaz de identificar y discernir su procedencia pues a medida que pasaba el tiempo, iba alejándose del mundo de los vivos y adentrándose en las brumas del más allá.

Una vez más aparecieron frente a las retinas de su memoria aquellos ojos verdes de su juventud, una vez más aquella sonrisa singular alegró su alma, su amiga había vuelto para llevárselo y él se sentía seguro a su lado, nadie mejor que ella para guiarlo en su último viaje, por fin entrarían juntos en el mundo de las hadas y él recuperaría su libertad, abandonando las ataduras terrenales que tan mala vida le habían dado. Su subconsciente se nubló, las imágenes se volvieron confusas y ella desapareció, de pronto volvió a verse subido a un andamio con la paleta en la mano luciendo una pared exterior, el día era gris y ventoso, él acababa de salir de una gripe y no se encontraba bien pero necesitaba el dinero y allí estaba, subido al andamio y con la paleta en la mano.

Fue cuestión de segundos, él no lo recordaba pero se lo contaron después, en una de las paladas de enlucido el cubo se volcó y al ir a cogerlo para evitar que su contenido se derramara, una ráfaga de viento le hizo perder el equilibrio y cayó al vacío; la altura no era excesiva, tan solo un primer piso, pero con tan mala fortuna de ir a caer sobre una pequeña hormigonera que trabajaba a sus pies. Se le diagnosticó una fractura de la quinta vértebra cervical con daño medular irreversible, quedaría paralizado de cuello para abajo hasta el final de su vida; viendo la situación en que se encontraba, este no parecía tardar en llegar.

Hacía seis años de eso pero para él apenas si había pasado el tiempo, todo parecía haber ocurrido ayer; los largos meses de hospital, las semanas de incertidumbre al volver a casa, el nuevo aprender a vivir dependiendo siempre de otros para la más mínima cosa, se concentraban en tan solo unos segundos dentro de su cabeza. Cada día era una aventura nueva que nunca sabía como iba a acabar, cada despertar traía a su mente nuevas incertidumbres difíciles de controlar, programar sus jornadas aunque lo intentaba, era una sorpresa tras otra y por tanto acabar el día sin ningún contratiempo, era todo un regalo de los dioses.

Artio no era hombre de creer, de hecho pensaba que las religiones eran el cáncer de la humanidad, solo bastaba con leer un poco de historia o ver películas de época en la que aparecieran curas para hacerse una idea del poder inexplicable y obsceno que tenían sobre un subyugado pueblo, eran dueños de la vida y la muerte de su plebe la cual vivía sus miserables vidas bajo el temor de la cólera divina. Daba igual el credo que fuera pues todos tenían un objetivo común, el control del pueblo y cuanto más ignorante este fuera mejor para sus fines, de ahí que a lo largo de la historia los hombres de ciencia chocaran frontálmente con la iglesia, siendo muchas veces perseguidos y acosados como presas salvajes.

Ya no sabía donde estaba, por momentos confundía la realidad con los fugaces chispazos de sus neuronas, el calor y la falta de agua estaban pasándole factura de manera cruel; sus párpados quemados le escocían al moverse sobre los ojos, la falta de lágrimas hacía de la fricción sobre sus córneas, un tormento que no podía mitigar motivo por el que intentaba mantener los ojos cerrados y tan solo dejaba su suerte a unos oídos aun funcionales, era lo poco que quedaba íntegro del Artio que llegó a la playa unas horas antes.

Recordó la primera vez que comió ostras, ella lo llevó a un mercadillo en cuyo alrededor habían mesitas que eran surtidas y atendidas por el mismo personal de los puestos, allí estuvieron compartiendo una diminuta mesa que poco a poco fue llenándose de exquisitos y atractivos platos cuyo contenido desaparecía en sus bocas como por arte de magia. Lo mejor fue la conversación, sus corazones se abrieron desvelando sus más íntimos secretos, ella compartió con él sus frustraciones y sus anhelos más secretos, él la escuchó sin dejar de mirarla a los ojos, aquellos ojos que tanto le gustaban; era curioso la facilidad con la que se entendían coincidiendo en muchos aspectos a pesar de pertenecer a mundos tan distintos. Siempre sintió admiración por aquella mujer, era más que simple atracción física, con el tiempo el sentimiento se volvió más profundo arraigando con firmes raíces en su alma. Un día ella desapareció y sus vidas se separaron, nunca más volvió a tener noticias suyas pero su recuerdo imborrable le acompañó a lo largo del resto de su vida; aquella mañana de junio, allí junto a la palmera y bajo un sol abrasador, ella había vuelto para llevárselo y él estaba dispuesto a acompañarla donde quisiera que fuera.

domingo, 20 de enero de 2013

Anselmo y las mujeres


Anselmo era guapo, hermoso dirían algunos, y sabía sacar partido de su particular belleza; no era muy de mirarse en espejos ni en abalorios plateados pues su atractivo natural no lo precisaba; conocedor de un cuerpo bien formado, no pasaba desapercibido a poco que se arreglara y ya se sabe que Anselmo era hombre de buen vestir, doncel en épocas pasadas. La naturaleza había sido bondadosa con aquel cuerpo que, sin dedicar mucho tiempo a su cuidado, lucía como las flores en primavera; de aromas frescos, toda su piel despedía una fragancia embriagadora y por tanto, su sola presencia era capaz de perfumar el ambiente en el que se movía. Olía a inciensos exóticos y su tocar era delicado pero firme. Así era Anselmo, un adonis sin igual, ya se lo decían desde pequeño, “contigo rompieron el molde” consiguiendo embellecer la belleza.
Era un David hecho mortal y si hubieran coincidido en la misma época, seguro habría sido el modelo en el que se inspiró Miguel Ángel para tan famosa escultura; ante tal derroche de perfección anatómica, no era raro que Anselmo estuviera muy solicitado  entre las mujeres, y no solo entre estas. Años atrás fue muy de bailar fino y elegante, asiduo a locales donde se practicaba el baile de salón, siempre acudía trajeado para la ocasión con chaqués y fracs de lo más refinado, sus chalecos eran distinguidos y llamaban la atención por su variedad de estampados; dominaba varios estilos pero sus preferidos eran el Fox-Trot y el Valls vienés en el cual era un fenómeno. Sabía compenetrarse con sus parejas a poco que calentara motores y verlos en acción recorriendo la pista era todo un espectáculo para los sentidos.
Las pistas de bailes eran su escaparate en  aquellos ambientes de ocio, allí lucía sus muchas cualidades danzantes y su saber estar, nunca perdía la compostura luciendo una atractiva sonrisa que llegaba a enamorar; aquellos locales eran su coto de caza y en ellos se movía como dueño y señor. Nunca tomaba la iniciativa, tan solo se dejaba ver, su peculiar magnetismo hacía el resto; siendo como era un cazador de amor, era él, el acechado por sus víctimas, las cuales sin reparo revoloteaban a su alrededor exhibiéndose e intentando llamar su atención.
Anselmo era muy de comer la boca y buscar la lengua besada, daba besos apasionados, él si sabía besar; gustaba de besar labios carnosos y sonrosados pues en el fondo era un besucón empedernido. De joven se dejó enseñar en lo íntimo por un ama de llaves entrada en años y entre sus brazos aprendió todos los secretos de las artes amatorias, hoy en día se le consideraba un experto amador. Él, hombre de relaciones, tenía mucho mundo vivido a sus cuarenta años, era muy de detalles con las mujeres, sabía ganárselas.
Su vida amatoria era extensa y variada, no tenía un perfil claro de mujer perfecta porque Anselmo amaba a  la mujer en su conjunto y todas ellas tenían para él un punto de belleza aunque claro está, en algunas había que buscarlo a conciencia. Le gustaba trabajárselas con tiempo y conseguir que le abrieran sus corazones, una vez entreabierta la primera brecha, la batalla estaba ganada y sus tropas entraban hasta lo más profundo de ellas sin encontrar resistencia alguna.
También le gustaba comer la oreja con delicadeza y de forma sutil, él era muy de susurrar dulces palabras o juguetear con el carnoso lóbulo entre sus finos labios; aventurándose con toques certeros de su cálida lengua,   hacía estremecer aquellos cuerpos rendidos abrazados con pasión; ver sus delicados pechos agitados ascendiendo y descendiendo aceleradamente con la respiración entrecortada, mientras él  centraba sus atenciones amatorias en un cuello húmedo y caliente, lo deleitaban y animaban a seguir.
Anselmo era muy de amar, y de amar profundamente; gran parte de sus habilidades se concentraban en el goce amatorio ajeno, porque él sabía dar amor carnal de calidad. Todo el acto para él, estaba planificado en su cabeza, variando la estrategia durante la marcha en función de cómo fueran desarrollándose los acontecimientos. Siempre salía triunfante y satisfecho del trabajo bien hecho porque él era un hombre perfeccionista y siempre se superaba con cada nueva experiencia. Era querido y reclamado.
Anselmo no respetaba virgo, eso si, siempre consentido y solicitado; se consideraba  la llave del amor y con esa llave a lo largo de su vida, había abierto muchas cerraduras enmohecidas y dormidas, liberando pasiones ocultas, prisioneras entre carnes inexpertas porque Anselmo era un maestro en esto del amor y sus alumnas se contaban por cientos.
Tuvo un amor verdadero en un pasado lejano, fue platónico y no buscado aunque si tuvo sus roces de amor, porque Anselmo era muy de rozar las carnes; era una muchacha de su ciudad bajo cuya mirada quedó hechizado la primera vez que se cruzaron, luego se hicieron amigos y más tarde tontearon abrazados en  garitos con poca luz hasta que un buen día,  ella desapareció de su vida. La vida trae y se lleva a las personas, muchas veces sin una causa clara y Anselmo lo tenía asumido, muchas mujeres habían pasado por sus brazos y muchas lágrimas se habían ahogado en las solapas de sus chaquetas pero ninguna de ellas había dejado una huella especial; aquella muchacha de ojos verdes fue distinta.
Anselmo sabía sobreponerse a las adversidades y era ajeno al mal de amor, la férrea coraza que se autoimpuso hacía muchos años, lo mantenía a salvo de los vaivenes sentimentales, era de corazón duro aunque por fuera aparentara calidez y proximidad, tenía su espina clavada aunque el paso del tiempo quisiera hacerle olvidarla. Su vida disoluta había quedado atrás hacía tiempo y ahora controlaba sus actos con total precisión, nada quedaba al azar y su aparente frescura era uno más de sus aspectos cuidadosamente estudiados.
Recibía decenas de cartas, y era de su gusto leerlas, sus admiradoras eran muchas; dedicaba un rato todas las noches antes de acostarse a contestarlas pues la hora de las brujas era su momento, en el encontraba la inspiración ausente durante el día y con una caligrafía impecable, iba redactando aquellas respuestas que sus enamoradas ansiaban recibir. Las quería a su modo pero era un amor repartido y disperso, por tanto poco concreto, nada que ver  con su amor de juventud pues de aquel no exigía ni esperaba nada, tan solo se alimentaba de su compañía, de su sonrisa, de su mirada, del roce de sus cálidos labios.
Anselmo era muy de amar, amar de forma ficticia pero amar al fin y al cabo; quienes recibían ese amor supuestamente exclusivo, se sentían felices y privilegiadas por tanto ¿por que romper la magia de aquellos momentos únicos? No era amor verdadero pero eso solo él lo sabía así que mantenía la ilusión en aquellas mujeres hechizadas, hasta que empezaban a aburrirle; siempre tenía sustitutas al alcance de la mano pues Anselmo era un ser social por excelencia y sabía moverse en los círculos adecuados por tanto, difícilmente se encontraba solo de no desearlo.
Sabía escuchar y era muy de dar consejos, unos buenos consejos, a él acudían antiguas novias y otras que  aún no lo habían sido, abriéndole sus corazones y contándole sus desdichas; él procesaba aquellos conflictos que atenazaban sus almas y emitía su parecer dando en muchas ocasiones, acertadas soluciones que reportaban el sosiego perdido a aquellas mujeres atormentadas. Anselmo era así, puro corazón, y con su aparente desinterés se ganaba a la gente a poco que los tuviera a tiro. Era un bálsamo para aquellos mares agitados, la isla deseada por todo náufrago, era la brújula que guiaba a muchos seres desorientados y perdidos. Anselmo era la luz.
Tenía la conciencia tranquila pues a pesar de que amaba falsamente, cuando lo hacía, se esforzaba al máximo quedando solo su espíritu a salvo de los devaneos sentimentales, porque Anselmo cuando se ponía, era de darlo todo. Era muy desprendido el hombre y dar amor no le costaba nada.
Así era Anselmo en el amor.

sábado, 19 de enero de 2013

A la sombra de una palmera (7ª Entrega)


UN VISITANTE INESPERADO

Con los ojos entornados, deslumbrado por el sol, miraba hacia la playa anhelando ver aparecer a alguno de sus amigos, hacia ya rato que intentando secarse el sudor de la  frente, las gafas protectoras habían volado en dirección a la arena y allí, a sus pies semienterradas, reflejaban los haces solares hacia un cielo infinito. Por más que miraba y estiraba el cuello oteando el horizonte, no veía ni rastro de su gente, como si se los hubiera tragado la arena o en este caso el mar; sea como fuere la situación se estaba volviendo crítica y no sabía cuanto más podría aguantar allí solo, sin agua y bajo el sol que la palmera ya no era capaz de filtrar.

Por si la situación no era de por si bastante angustiosa, a ella se le añadió la aparición de una avispa, gorda como una aceituna, cuyo orondo abdomen exhibía las características rayas amarillas y negras; en su extremo, recto como el mástil de una bandera, un amenazante aguijón vibraba como el cascabel de una serpiente. Allí estaba rondando alrededor de su silla el mal venido insecto del demonio, zumbando cada vez más próximo a él, en cada pasada era como si estuviera valorando por donde atacar a su presa; Artio, inmóvil, intentaba pasar desapercibido ante la criaturita del señor que había invadido por sorpresa, su tranquilo remanso de paz. Miles de personas frente a él en la orilla lo ignoraban, quizás cientos a sus espaldas, y tenía que ser él el único visible para un bicho de mierda que seguro acababa picándole, esa mañana todo salía mal y a la creciente angustia se le sumaba una rabia interior cuyo reflejo se manifestaba en unas engrosadas arterias a la altura de su cuello.

El mal venido insecto acabó posándose sobre una de sus rodillas, los ojos de Artio a punto estaban de salirse de sus órbitas mirando con pavor a la diminuta amenaza, la cual frotaba frenéticamente sus patas delanteras como preparándose para un gran festín; alzo el vuelo sin esfuerzo aparente y suspendida en el aire frente a él, cruzaron sus miradas como retándose. Sin un origen claro, dado el nivel de deshidratación del malogrado cuerpo del armenio, dos gotas de sudor perlado brotaron de ambas sienes cuya piel reseca agradeció el inesperado fluido; abriéndose camino por sus agrietadas mejillas resbalaron en busca de tierras más bajas donde perderse y desaparecer entre los pliegues de un chándal rojo como el infierno.

Allí seguía el resabiado insecto rondando a su alrededor una mañana de junio en la que nada estaba saliendo acorde a las expectativas creadas, primero abandonado por sus amigos junto a una solitaria palmera, más tarde cagado por una locuaz paloma que retozaba entre los dátiles nutriéndose de sus dulces jugos y ahora a punto de ser picado por una avispa cabreada que llevaba un buen rato observándolo con intenciones inciertas. Seguía sus evoluciones sin perder detalle, suplicando para sus adentros que fuera en busca de frutos más maduros; en su desesperación sabía que si al final acababa picándolo, seguro lo hacía en algún punto de su cara y quizás no una sola vez. La impotencia ante tanta inmovilidad lo reconcomía por dentro, no poder utilizar sus manos para espantar a tan temible e insignificante bichejo, lo frustraba penosamente llenando de ira su alma; de nada servía agitar su cabeza y cuello a un lado y a otro, allí seguía ascendiendo por su pecho con una lentitud desesperante disfrutando del inminente banquete.

Alzó el vuelo y lo perdió de vista no obstante, el monótono zumbido de sus alas seguía oyéndose próximo a su cabeza, quizás atacara por la retaguardia, si lo hacía en un punto insensible no notaría la embestida pero seguro que no tenía esa suerte y se cebaba con el lugar más sensible de su cuello; jodida suerte, jodida inmovilidad y jodida mañana de playa, puta vida la  que me ha tocado vivir ―pensó en silencio―. Aquella situación de incertidumbre y desamparo estaba durando demasiado, ya no sabía cuanto pero el tiempo que llevaba allí encallado le parecía una eternidad, su precaria existencia se hacía allí, junto a la palmera, más nefasta y lastimosa, el mundo que le rodeaba seguía feliz y desenfadado disfrutando de aquella jornada estival que para él se había convertido en un infierno.

El zumbido volvió a hacerse más fuerte, estaba cerca, casi podía adivinar la presencia de la infame criatura por el rabillo del ojo, suspendida en el aire expectante y regocijándose ante tan suculento bocado; su orondo abdomen pronto sería alimentado con los escasos fluidos de su maltrecho cuerpo aunque, poco zumo iba a poder extraerle de sus apergaminadas vísceras. Zzzzzzzz…..zzzzzzz y dale con el jodido insecto, ya estaba de nuevo frente a él retándolo y esta vez parecía que iba en serio, aquella situación le recordaba al temido cortejo mortal de los tiburones en alta mar, cuando con delicados y rápidos movimientos acechan a su desvalida presa hasta que en una de sus múltiples aproximaciones, descargaban toda su furia llevándose de una dentellada un buen bocado del infeliz que estuviera a su alcance, en esos momentos  y en ese mar de arena caliente, el infeliz era él y su tiburón un jodido avispón insolente que lo miraba a través de sus esféricos ojos con intenciones nada tranquilizadoras.

Con la lentitud con la que se vacía un reloj de arena iban pasando los minutos y aquel cortejo mortal no cesaba, una ráfaga de brisa vino a aliviar el ardor de su frente ahuyentando momentáneamente al jodido bicho pero este no tardó en volver reiniciando su escrutinio, por un momento creyó que le sonreía, una sonrisa cruel y mal intencionada pero luego pensó ―me estoy volviendo loco, ¿desde cuando los insectos sonríen?― pero allí estaba, chuleándole una y otra vez de manera obscena, congratulándose con su desgracia y él sin poder hacer nada más que esperar la estocada final. A  su cabeza llegaron imágenes vistas recientemente en una película del salar de Uyuni localizado en el altiplano de la Cordillera de los Andes, Bolivia, allí unos desgraciados intentaban cruzar aquel desierto salado, el mayor del mundo, mientras eran perseguidos; aquella mañana bajo un sol de justicia, sin agua y con las fuerzas justas, lo que empezó como un huida factible acabó convirtiéndose en un viaje al infierno donde bestias y hombres fueron sucumbiendo por la acción de los elementos. Esa mañana, en esa playa concurrida y alegre, aquellos pocos metros cuadrados alrededor de la palmera se habían convertido en su salar de Uyuni pero a diferencia de los personajes y bestias de la película, él era incapaz de moverse, ni tan siquiera podía espantar al malévolo insecto que por fin se lanzaba veloz y despiadado sobre su acabado cuerpo.

A la sombra de una palmera (6ª Entrega)


DESAZÓN Y RECUERDOS

Dormía con la cabeza echada hacia delante junto al áspero tronco de una palmera, el tiempo pasaba lentamente mientras él permanecía inmóvil anclado a su silla de ruedas ajeno a la realidad que le rodeaba; unos chillidos agudos lo sacaron de su ultratumba  particular y con los ojos entornados buscó su procedencia. Sin llegar a levantar en su totalidad el caldeado y cansado apéndice cefálico, giró lentamente el dolorido cuello escrutando su escaso campo visual; allí los vio, a un centenar de metros a su izquierda y alejada de la primera línea de playa, se levantaba en la arena una estructura de tubos metálicos y tableros de colores que intentaba rememorar un castillo de almenas imaginarias.

Dos mozalbetes de escasos diez u once años ataviados con un simple bañador y luciendo sus pieles bronceadas, subían y bajaban por las escalas de cuerda, pasando de una torre a otra de la improvisada fortaleza medieval al tiempo que acompañaban sus proezas, lanzando estridentes gritos infantiles; ese infernal sonido, pueril e incómodo, se metía en las entrañas de su dormido cuerpo alborotando sus resecas vísceras, el había sido el causante de su inoportuno despertar y los maldecía por ello, si tenía que morir en aquel abrasador abandono, al menos quería hacerlo en silencio o como mucho oyendo el rumor del mar.

La vida seguía su curso alrededor del peculiar oasis, no había agua, los dulces frutos de la solemne palmera permanecían inalcanzables, no podía moverse ni tan solo girarse dado su precario estado y a todo eso había que añadir el no recibir visitas a las que poder pedir auxilio; era como si una barrera invisible creara un gran círculo a su alrededor, impidiendo el acceso a la multitud que le rodeaba pero no solo era eso, la cosa iba más allá y su desgracia se agravaba al ser invisible a los ojos de todos, nadie miraba hacía donde el estaba y si lo hacían lo ignoraban. En ese estado de patente abandono e indiferencia por parte del mundo que lo rodeaba, su desazón iba en aumento a la vez que una profunda angustia invadía todo su ser amenazando con llevarlo al colapso.

De pronto una risa tonta brotó entre sus labios, en su amarga desesperación a su mente regresaron imágenes del pasado trayéndole momentos cómicos de una vida más benévola; se dio cuenta de que en su cabalgante sequedad aun tenía la frente cubierta por finas gotas de sudor ―me estoy licuando por dentro y este sol del demonio está robándome los últimos restos de humedad ―pensó torciendo la boca en una mueca macabra―. Su mente se refugió en el pasado y así intentó eludir un presente triste y cruel.

Se vio con poco más de veinte años callejeando por un barrio de moda al que acudía la juventud de entonces, allí el tumulto entraba y salía de la multitud de garitos que abrían sus puertas a calles estrechas de aceras escasas, sobre las cuales se arracimaban gentes de diversa condición. Frecuentaba aquella zona con sus amigos; allí bebían, a veces mucho, charlaban y hacían planes, allí ligaban, magreaban y besuqueaban entre el calor de la gente, allí pasaban muchos fines de semana hasta altas horas de la noche. En una ocasión en la que el bebercio había sido elevado, sus vejigas tensas como una pandereta, clamaban por verter sus fluidos lentamente acumulados; la cosa llegó a tal punto de urgencia que ante la imposibilidad por acceder a unos lavabos saturados de humanidad, cosa normal en ese tipo de locales reducidos y abarrotados de cuerpos en ebullición, arrimaron la entrepierna a una barra concurrida de gentes reclamando sus raciones líquidas y allí, con vasos generosos en las manos sustraídos del resbaladizo mostrador, aliviaron sus tensos depósitos trasvasando su néctar caliente a los diáfanos recipientes de cristal traslúcido que vibraban entre sus torpes manos.

Aquello ocurrió hace mucho tiempo, en una ciudad lejana al poco de dejar el ejército y todo su mundo de entonces había muerto; como echaba ahora de menos aquellas cervezas frías y espumosas, como anhelaba aquel placer en su apergaminada garganta, la ansiedad por llevar líquido a sus agrietados labios volvió a hacerse acuciante y su desesperación se agudizó una vez más. ¿Dónde se habrán metido estas mujeres? ¿Cómo pueden haberse olvidado de mí? El tiempo siguió pasando, los minutos se eternizaban y cada vez el final estaba más próximo.

Suponía que antes o después alguien se dejaría caer por allí y eso le daba un cierto respiro, no había oído nunca de alguien que hubiera aparecido muerto a la vista de tanta gente no obstante, siempre había una primera vez para todo y él no quería ser noticia por tal motivo; allí sólo no podía hacer otra cosa que esperar, era absurdo agitarse o gritar pues ni su cuerpo le permitía moverse ni su voz alcanzaría ser oída por nadie, tan solo por tanto, incrementaría su angustia y malestar. Decidió intentar relajarse y tomárselo con calma, volvería a recurrir a sus recuerdos y mientras tanto el tiempo iría pasando, confiaba que a su favor.

Tuvo una novia hacía mucho, monjil y difícil de besar, recordaba que cuando consiguió posar sus labios sobre los de ella por primera vez no hubo forma de encontrarle la lengua, era esquiva y huidiza, al principio le chocaba un tanto su aptitud amatoria, él era el primer hombre al que ella besaba y por ello lo achacaba a su falta de experiencia; cada beso era toda una aventura en busca de aquel órgano húmedo y retráctil cuya defensa, siempre acababa en retirada. Era muy atractiva y sabía maquillarse con acierto, su estilo en el vestir hacía resaltar su figura a la que sacaba mucho provecho, sus piernas eran delgadas pero de formas exquisitas y bien proporcionadas, las lucía siempre enfundadas en medias negras; siempre le gustó su melena, normalmente llevaba el pelo suelto cayendo sobre sus hombros, de un color castaño en él destacaban algunos reflejos más claros, ella se quejaba de la facilidad con la que se le caía el cabello por lo cual tomaba vitaminas revitalizantes contra la caída. Asidua a los zapatos con tacones altos, andaba sin dejar indiferentes a cuantos con ella se cruzaban, estaba orgulloso de que se hubiera fijado en él pero no sabía besar, su novia de entonces era atractiva, monjil e inexperta en las artes amatorias, nunca tuvo  muy claro si  llegó a quererla.

La brisa a través de las palmas hacía susurrar al tronco de la palmera, una conversación muda y silenciosa se estableció entre ambos seres allí anclados sobre la arena; el calor era sofocante a esas horas del día, el cielo seguía limpio de nubes y aquel particular oasis en el que se encontraba, estaba más aislado que nunca, la soledad le pesaba como una enorme losa que añadía más sufrimiento a su precaria existencia. Era incapaz de girarse y mirar a su alrededor por tanto, su campo visual estaba considerablemente mermado obligándose a tan solo ver lo que tenía delante y poco más, era  una limitación añadida a sus propias limitaciones, aquellas que había traído de casa se veían ahora incrementadas por aquel mar de arena en el que poco a poco estaba hundiéndose.

En los últimos minutos, él calculaba que serían minutos, habían ido desfilando sin cesar gentes que poco antes estaban tiradas en la arena sobre sus multicolores toallas o bien chapoteaban entre las olas, por el regular desfile de seres enrojecidos o bronceados dedujo sería la hora de comer, a esa hora las playas solían vaciarse considerablemente en busca del ágape diario; en esa tesitura confiaba que el fluir de personas anónimas a través de las pasarelas entablilladas, le devolviera a su gente o en el peor de los casos, acercara a alguien por su entorno próximo, alguien a quien pedir auxilio, solo necesitaba unas manos y unos brazos que empujaran su silla fuera de aquel oasis donde todo escaseaba para él; no había agua, no había sombra, no había compañía y pronto, si no ocurría un milagro, no habría vida.

jueves, 17 de enero de 2013

Anselmo y las Artes


Anselmo era muy de cuadros y museos, siembre había catálogos y libros de arte por su casa por qué él era un hombre cultivado; no perdía oportunidad siempre que viajaba, de ver lo más significativo de cada ciudad, entraba entre sus prioridades en cada desplazamiento conocer el arte local. Nunca dejaba de ilustrarse y gozaba de prestigio cultural entre sus conocidos; todos preguntaban a Anselmo y él daba luz a sus mentes ignorantes de manera desinteresada.

Lucía un lenguaje ilustre no exentó de palabras refinadas, era de hablar pausado y mucho escuchar, dominaba muchos campos del saber y por ello era apreciado entre la gente entendida. Siempre tenía un diccionario a mano pues le gustaba buscar palabras raras que añadir a su discurso y por eso era atractivo oírle hablar.

Era un incondicional de las Meninas, de hecho tenía una gran colección, las había de mil formas y estilos, en lienzos, laminas o esculturas; si alguna vez hubiera tenido un hotel lo habría llamado Las Meninas y en un rincón destacado de su vestíbulo, habría colocado el enorme ejemplar diseñado por la prestigiosa empresa de cerámica Lladró. La Menina de Lladró era simplemente espectacular, con su falda bordada en argenta y la mirada perdida, aquella pétrea criatura impresionaba por su belleza.

De vistazo rápido, era capaz de analizar en segundos una pintura y saber si era auténtica o una burda copia; su mirada penetrante gozaba del don de la analítica y claro está, no se le escapaba nada. Era hombre observador y le gustaban las tácticas detectivescas cuya máxima era la paciencia y la perseverancia; le gustaba hacer crucigramas y era un apasionado de los acertijos y las cosas de buscar, practicarlos agudizaba su ingenio y mantenía activas sus neuronas.

Como todo buen español, Anselmo había leído el Quijote, varias veces, porque él era un caballero andante del siglo XXI, su prosa era elegante y marcaba estilo, tenía sus fans y en su día tuvo a su Dulcinea. También trabajaba el verso y hasta hizo en el pasado, pinitos con los poemas pero todas aquellas tendencias las tenía ahora aparcadas por falta de tiempo, Anselmo era un hombre ocupado.

Era hombre de pluma lúcida, porque Anselmo siempre escribió sus cosas, no era de publicarlas y darles aire pero creaba sus historias que luego releía en sus horas tranquilas; tenía muchos momentos plasmados en aquellas hojas que guardaba en carpetas de colores, le gustaba hacerlas manuscritas evitando las tecnologías que ahora lo invadían todo. Tenía buena caligrafía, letra romántica dirían algunos, y la cuidaba mucho al escribir pues sus manuscritos eran impecables y claros, siendo un placer para la vista aquellos trazos simétricos sobre el fondo blanco del papel.

Tocaba todos los palos, con mayor acierto en unos que en otros, no se desanimaba por una mala critica pues Anselmo no era profesional de las artes, tan sólo aficionado y como tal todos los estilos eran una mera distracción, porque Anselmo era muy de distraerse con las cosas. Ingenioso y emprendedor sabía estirar su tiempo, encontrando momentos para todo, era un compendio de actividades lúdicas y sociales sin olvidar su faceta profesional, en cierto modo incierta dado que no estaba muy claro de que vivía Anselmo.

En casa tenía objetos valiosos pues solía comprarlos en rastros y subastas, poco a poco con los años había ido creándose una curiosa colección entre cuyas obras existían piezas cotizadas. Tenía contactos en el gremio de anticuarios y ellos le avisaban siempre que encontraban algo que pudiera interesarle, sabían sus gustos y le reservaban lo mejor; él iba, los valoraba y decidía su adquisición antes de que vieran la luz en cualquier galería. Anselmo era generoso y sabía agradecer esos servicios, por eso todos querían relacionarse con él.

Con todo esto podría decirse que Anselmo, aún siendo un mero aficionado al arte en sus distintas facetas, estaba creándose un patrimonio artístico envidiable y él, que se reconocía un neófito en el tema, manejaba los hilos de un mundo desconocido para muchos que movía muchos millones de euros en las sombras. Cuando era niño empezó a coleccionar cromos, más tarde se pasó a los sellos y en la actualidad contaba con muchas pinturas, esculturas e incunables de lo más raro; Anselmo era rico en arte y arte del fino, al igual que era rico en amores.

A la sombra de una palmera (5ª Entrega)


LA PUTA PALOMA

Las horas pasan lentamente y aquí sigo yo junto a la palmera buscando el resquicio de sombra, que su escuálido tronco apenas ya me proporciona; veo transcurrir al mundo que me rodea y para el que aparentemente soy invisible ¿Cómo es posible que entre tantos cuerpos semidesnudos ni uno solo sea capaz de verme? Soy una isla en este océano de arena caliente donde tan solo una espigada palmera, me acompaña y escucha mis gritos de desesperación.

Anclado e inmóvil sobre mi silla de ruedas, noto como mis ruedas van hundiéndose en un suelo movedizo que amenaza con hacer hervir todo sobre su superficie; el sol abrasador del mediodía, va fundiendo las cubiertas de mis ruedas y un olor a goma quemada empieza a  impregnar el aire que respiro, por momentos unas arcadas ácidas suben a mi reseca garganta; hace muchas horas que no pruebo una gota de líquido y mis mucosas ya se han convertido en puro pergamino.

Quiero beber, necesito beber, me muero de sed ante cientos de ojos que miran sin ver, cientos de seres que respiran a pocos metros de donde me encuentro y me ignoran de la manera más insultante. ¡Acercaros! ¡Venid! Grito con angustia ante cientos de oídos sordos que se niegan a oír mi llanto. He de tranquilizarme, se que he  de tranquilizarme, esto no puede estar pasándome, cierro los ojos y al abrirlos todo sigue igual, allí estoy yo, junto a mi la palmera testigo de mi desgracia y bajo mi recalentado culo, una destartalada silla cuyas ruedas empiezan a derretirse.

Mi cuerpo ya no es capaz de sudar pues un sol inclemente me ha robado hasta la última gota de mis fluidos orgánicos, todo mi interior debe haberse convertido en un magma áspero y seco donde la fricción entre las vísceras hace saltar chispas; miro mis brazos y reconozco en ellos los primeros síntomas de momificación, pues la vida escapa por los poros de una piel acartonada que por momentos, va adquiriendo tintes amarillentos. Esto no puede estar pasando, insisto, no a mí, y mientras lamento mi maldita suerte, veo con odio a toda la masa humana que me rodea tirada sobres sus toallas multicolores.

Intento evadirme haciendo volar mi mente, imagino momentos del pasado donde mis piernas corrían por esa arena que ahora me tiene atrapado, que poca importancia daba entonces a cada uno de sus movimientos y cuanto los hecho de menos ahora. Voy a morir, aquí junto a la palmera y a la vista de todos, solo y bajo una precaria sombra que apenas cubre una  porción de mi cuerpo inmóvil, olvidado por todos e ignorado por el mundo. Iba a ser una mañana de playa y muero chamuscado junto a un tronco áspero de color incierto, sus frondosas palmas desde lo alto miran la tragedia que se cierne a sus pies pero ellas, ancladas a la tierra e inmóviles al igual que yo, tan solo pueden suspirar  desde su pedestal viendo como se me va la vida.

Hago una composición de lugar y valoro mis posibilidades, nulas, no puedo hablar de porcentajes pues el cien por cien de ellos me condenan irremisiblemente; que situación más absurda y a la vez trágica, estoy en una playa turística, frente a mi un mar infinito y entre ambos, una multitud bulliciosa deseosa de sol y playa, de toallas y olas, de bronceado y cremas protectoras; a mis espaldas un concurrido paseo marítimo por el que las gentes desenfadadas pasean despreocupadas y alegres. En mi desgracia han ido a ponerme junto a la palmera más solitaria de toda la bahía, la más alejada de todo lo vivo que por allí transita, la más separada de cualquiera de las muchas pasarelas de madera que surcan aquel mar de arenas blancas. Aquí, aquí, estaremos tranquilos y no nos molestarán, dijeron, y como por arte de magia desaparecieron dejándome aislado junto a la triste palmera.

Lloraría pero no me quedan lágrimas, escupiría al viento pero no me queda un atisbo de saliva, tan solo por tanto, me queda el consuelo de poder maldecir mi suerte pero ella seguro, ríe mi desgracia desde las alturas. Cierro los ojos y me concentro, seguro que alguien acabará acercándose y aquel maldito sueño acabará,  me sacarán de allí y podré volver a casa y beberme el océano que encierro en mi nevera.

Los tubos de acero de mi silla arden como el fuego bajo los rayos del sol, intento evitar que toquen mi cuerpo pues sería añadir más sufrimiento a mi precaria existencia y seguro que con mi suerte, las quemaduras producidas sobre mi insensible piel, acabarían cubiertas de arena sucia. Miro a mí alrededor y solo veo felicidad en el ambiente, ajena a mí por supuesto, pues yo en mi anonimato, no existo para el resto del mundo que habita la playa en la que me encuentro.

Levanto la mirada hacia la copa de la palmera, racimos de dátiles maduros coronan un tronco de cuyo extremo, una cascada de palmas desciende sobre mi cabeza al tiempo que  una paloma busca refugio entre los dulces frutos, la veo revolotear entre las ramas despreocupada y segura en aquel oasis de sombra y paz; sigo sus evoluciones con la mirada perdida y observo con envidia, como sacia su estómago con los jugos de aquellos frutos prohibidos para mi. De pronto ¡ploff! mi mirada se enturbia con sorpresa y un sobresalto embarga todo mi cuerpo al notar con asco, el contacto viscoso entre mi piel y sus fluidos, en mi estado, deshidratado y débil, soy incapaz de llevarme la mano a la cara para limpiar de mi frente, la ración de guano caliente y blanquecino que ya se extiende sin freno por mis mejillas.

El sol abrasador pronto secará los restos orgánicos que la amable paloma a tenido a bien  regalarme, una fina costra quedará sobre mi piel como testigo de tan fortuita deposición; con lo extensa que es la bahía, con la multitud de cuerpos tirados que hay sobre la arena, con la enorme cantidad de metros cuadrados de playa caliente existente a mi alrededor y he tenido que ser yo el agraciado que reciba una cagada de paloma, maldita sea mi suerte, ahora inmóvil, abandonado, deshidratado y con la cara llena de mierda, seguiré junto a la puta palmera.

domingo, 13 de enero de 2013

A la sombra de una palmera (4ª Entrega)


DÍAS QUE SE TUERCEN

Y digo yo, hundido en la arena sobre mi silla de ruedas, ¿cuándo llegará el agua? Tengo la boca seca y mi lengua hinchada parece madera, apenas puedo moverla sin sentir como sus entrañas se resquebrajan y por momentos, creo que se va a romper entre mis deshidratados labios. Pienso en esas montañas de botellas dormidas sobre los estantes del centro comercial, a tan sólo un centenar de metros de donde estoy; miles de litros prisioneros en sus envases de plástico y yo aquí, junto a la palmera, me muero de sed a la vista de una multitud tirada sobre sus toallas que me ignora.

¿Cómo he podido llegar a esta situación? Iba a ser un día de sol y playa, con refrescos y cremas protectoras, con biquinis diminutos y ombligos respingones, un día agradable y divertido que se ha torcido, maldita sea mi suerte cuanta sed tengo y aquí no se me acerca nadie. Mi piel arde a pesar de la sombra de la palmera, si fuera cocotero seguro que soltaba sus frutos y me daban en la cabeza, maldita sea mi suerte, quiero beber y ni con mis orinas puedo saciarme pues mi inmovilidad me impide alcanzarlas.

¿Cómo es posible que vea sin ser visto? Míralos ahí tirados con sus pieles aceitosas y rojas como cerdos recién cocidos, ellos a lo suyo, a retozar sobre la toalla mientras yo aquí me tuesto poco a poco de fuera a dentro; jodidos turistas, ven la playa y se atontan, caminan hacia las olas como autómatas inmaduros cuyos reflejos dudan entre sí deben levantar un pie o el otro al llegar al agua. Tengo sed, me muero de sedddd y vosotros, carnes muertas bajo los parasoles multicolores me ignoráis con sádica indiferencia.

A mi mente acuden imágenes de manantiales de agua fresca y cristalina, lo que daría en estos momentos por poder abrir mi boca y morder su fluido mágico sin control ni freno, joder que buena debe estar esa agua que fluye en mi cabeza y refresca mi imaginación . ¡He chico, chico, ven, no te alejes....ayúdame por favor, cabrocete, estoy aquí....pero mira jodido ¿no me ves?! Ni caso, va el muy mamón y se aleja de mi con su puta pelota entre las manos, será hijo puta el mocoso del demonio que ni siquiera ha girado la cabeza, ojalá  se lo lleve el primer camión que pase cuando cruce la calle y sus tripas se desparramen sobre el asfalto.

Si fuera capaz de levantar un brazo lo mordería y me bebería la sangre de mis venas pero ni eso puedo, estoy aquí como una estatua más del paseo marítimo pero a diferencia de ellas veo, siento, muero y tengo sed, mucha sed; mi cabeza arde y por momentos la visión se vuelve borrosa, quizás esté llegando el fin, solo siento no haber podido despedirme de ciertas personas que en estos críticos momentos, viven su vida ajenos a mi desgracia. Vete a España, vete a España, me decían en mi vieja Armenia, allí hay trabajo para todos y no hay problemas para sacar los papeles; en que mala hora les hice caso, ni trabajo, ni papeles, ni salud y ahora estoy en la puta playa viendo llegar mi muerte abandonado por todos, maldita sea mi suerte una y mil veces.

El idílico y apartado oasis en el que nos habíamos instalado se había convertido en mi cárcel, en mi castillo d’If en el que Dumas encerró a su conde de Montecristo, en mi Guayana Francesa donde Papillón sufrió desventuras y peligros, en mi diminuta isla de Elba destierro de un Napoleón derrotado  pero a diferencia de todos ellos, era un Robinson inmóvil, lastrado por una mala caída que me tiene atado a mi silla de ruedas; ellos, aun prisioneros, podían moverse en su reducido reino en cambio yo, solo soy dueño de mi parpadeo y al ritmo que llevan los lacerantes rayos solares, pronto esa escasa capacidad escapará a mi control pues de hecho ya duele cualquier movimiento de mis ojos por mínimo que este sea, los párpados escocidos e irritados, abrasados por el inclemente sol, ya sufren la factura de la irradiación sobre una piel eccémica y enrojecida.

* * * * *

Cerró los ojos una vez más, solo así encontraba un poco de sosiego aun sabiendo que al volver a abrirlos, el suplicio sería mayor; a oscuras reflexionaba sobre su vida hasta ese momento y no reconocía al Artio que en esos momentos languidecía junto a la palmera, era él pero dentro de un cuerpo en el que nunca debió estar. A pesar de sus limitaciones en su barrio era todo un personaje, por que Artio era alegre y extrovertido, solía caer bien entre los vecinos y todos los comercios de la zona lo conocían y sabían de su vida; allí, en aquella playa maldita, no era nadie y nadie sabía de él, era el gran ignorado de la bahía, invisible a todas luces bajo un sol luminoso que llenaba de vida toda la franja de playa. Los latidos de su corazón se apagaban inmisericordes mientras su cuerpo intentaba sacar energías de la nada pues nada es lo que tenía.

* * * * *

Muero olvidado —suspiró—, y ni grabar mi nombre en tú tronco puedo —dijo dirigiéndose a la muda palmera; ¿Dónde estarán mis chicas? ¿Qué puede haberles pasado para tenerme aquí abandonado? Recordó sus cuerpos alejándose de él unas horas antes, sus bustos tersos, sus pieles suaves, sus caderas exquisitas, aquellas piernas bien torneadas moviéndose sobre la arena, la misma arena que ahora lo tenía atrapado, no hizo falta atarlo al palo porque el perro no se movería, los esperaría en su sitio hasta que volvieran pero el tiempo pasaba sin señales de sus amos.

Intentó evadirse de la cruel realidad hundiéndose en el baúl de sus recuerdos, eran muchos los momentos que su mente retenía en lo que él llamaba <<la trastienda de la vida>>. Recordó el día en que lo llevaron a comer sushi, su última experiencia japonesa no había sido buena así que entró en el local un tanto expectante; era un mediodía de marzo y había fiestas en la ciudad así que encontrar mesa libre era difícil pero lo consiguieron, su buena amiga con quien allí fue era experta en el tema y se movía con destreza entre las decenas de nombres exóticos que llenaban la carta: sushi, sashimi, chirashi, maki de salmón, de atún, de caballa, de vieiras o las tempuras de gambas, todo ello regado con buenos vinos blancos o cavas españoles; la verdad es que nada tuvo que ver aquel almuerzo con la denodada cena de mal recuerdo, el rincón bajo la escalera en el que se pusieron, sin llegar a ser un reservado prácticamente lo fue pues estaban alejados de todos, la compañía con aquellos ojos verdes mirándolo ya iluminaba el lugar por si sola, a pesar de luz que entraba por los grandes ventanales que daban a la galería comercial y la conversación,  fluida y desinhibida, acabó llevándolos a puntos calientes de sus vidas a lo que contribuyó en cierta medida, el exquisito caldo que refrescaba sus gargantas.

Aquel encuentro y el entorno en el que tuvo lugar, le alegró el día ayudándole a afrontar las siguientes jornadas con algo más de vitalidad, ahora lo recordaba con nostalgia sin poder borrar de su memoria aquel brillo esmeralda proyectado desde sus ojos verdes. Las imágenes de aquel día se desdibujaron en su cabeza siendo sustituidas en un fundido por la triste realidad que lo rodeaba, arena, toallas, un par de hamacas vacías y la esbelta palmera cuyas palmas, allá en las alturas, intentaban mitigar el efecto de un sol inclemente y abrasador.


A la sombra de una palmera (3ª Entrega)


EL PATIO DE BUTACAS

Hacía ya un buen rato que permanecía solo junto a la palmera, el tiempo pasaba lento o al menos eso le parecía a él, no sabría calcular cuanto hacía que José se había marchado en busca del grupo pero parecía una eternidad, tampoco tenía con que distraerse salvo mirar las evoluciones de aquella masa humana que se exhibía frente a él. Era como estar solo en un gran teatro, desde su particular patio de butacas observaba la obra que se desarrollaba en el gran escenario de su horizonte cercano; miles de actores danzaban, saltaban o corrían, se abrazaban, empujaban o sonreían, y él como único espectador los miraba mientras intentaba localizar entre tanta carne anónima, una cara conocida.
 
            El sol calentaba de lo lindo, el sudor empezó a brotar de mi frente y gruesas gotas resbalaron hacia mis entornados párpados, pronto el salado fluido hizo que me escocieran los ojos los cuales a duras penas conseguí secar, la brisa cesó y el calor se hizo más sofocante, una sensación de ahogo me invadió a la vez que un pánico incontrolado se apoderó de todo mi ser; estaba solo y no sabía a quien recurrir. Busqué con la mirada a mis amigas y no vi rastro de ellas, un muro de parasoles se interponía entre ellas y yo de modo que ni por asomo nuestras miradas se cruzarían.

            La angustia aumentaba y el desamparo al que me vi expuesto hizo la situación más difícil ¿dónde demonios se habían metido esas tías? Me habían dejado allí olvidado e inmóvil, atado como un perro a la palmera. La sed hizo acto de presencia, no recordaba la última vez que había bebido pero tenía la boca seca, era incapaz de segregar saliva y comencé a obsesionarme ¿serían capaces de no acercarse a ver como estaba? Las muy zorras se habían olvidado de mi, no podía creerlo pero allí estaba yo, solo, inmóvil y varado en la arena como los restos de un naufragio en una isla desierta.

         Seguían pasando los minutos y ni rastro de ellos, mi mirada se fijó en la nevera azul a escasos metros de mi silla, allí, cubierta por unas bolsas junto a la hamaca reposaban botellas de agua y un sinfín de refrescos, mi  boca deseaba sentir la fresca sensación del líquido corriendo a través de la  garganta, debía reponer los fluidos que el astro sol me estaba robando en aquel desierto estival pero ¿que podía hacer? Era incapaz de mover un ápice mi cuerpo, cualquier esfuerzo en ese sentido era una quimera y tan solo acabaría con mis escasas energías. Debía evitar pensar en aquel almacén de ricos fluidos, tan cerca y a la vez tan lejanos a mí, tenía que entretener la mente con historias que me alejaran de allí y me hicieran olvidar mi crítica situación, así que estrujé mis sesos buscando un momento agradable en mi recuerdo.

* * * * *

Tardó en encontrar un fragmento de su vida pasada que le diera un cierto sosiego, su mente volvió a los años de su niñez, al pueblo donde vivía; ocupaba la parte más profunda de un fértil valle donde casi todo el mundo se dedicaba a la agricultura, en una de sus laderas había muchos campos de olivos y entre sus árboles jugaba muchas veces con sus amigos. Recordaba con nostalgia las tardes de primavera en las que junto a su abuelo, bajaban al río a pescar, muchas veces no cogían nada pero él disfrutaba con las historias que le contaba el abuelo las cuales bailaban entre lo ficticio y lo real; el abuelo había estado de joven en una guerra, no sabía cual pero recordaba haber visto en un arcón del granero, su viejo uniforme y un sable medio oxidado.

Nunca había salido del pueblo pero allí era feliz, la familia estaba unida y todos, familiares y vecinos, ayudaban a todos; recordaba la época de siembra ayudando a sus tíos y hermanos mayores, aquellas tareas eran un juego para él y las disfrutaba en contacto con la naturaleza, cuando llegaba la primavera el valle cobraba vida, el deshielo de las nieves nutría de aguas cristalinas el caudal del río que por aquellos meses se volvía caudaloso y salvaje. Fueron buenos tiempos los de su infancia, despreocupados y alegres, rodeado de sus seres queridos y con un montón de amigos que como él, tampoco habían visto mundo; años más tarde al dejar el ejército, quiso viajar, el pueblo ya se le quedaba pequeño y movido por los rumores de unos y de otros, buscó fortuna en España.

* * * * *

Respiró hondo y volvió a fijar la mirada en la playa, o donde se suponía que estaba pues la visión directa quedaba interrumpida por el nefasto bosque de parasoles, nada a la vista, seguía sin señales de su gente, algo debía haberles pasado para que no aparecieran pero ¿a todos? Sin querer volvió a fijar su vista en la ansiada nevera azul, lo que trajo a su cabeza nuevamente una sed desesperante, por unos minutos había conseguido alejar de sus pensamientos el negado deseo pero ahí estaba de nuevo y esta vez con más fuerza. No sabía cuanto más podría aguantar sin beber pues a su escasez de líquido había que añadir la furia del sol abrasador, estaba en lo más alto y sus rayos herían con mayor precisión su malograda carne inerte; también era fastidio que nadie se acercara por allí, iban y venían pero mantenían la distancia justa para pasar inadvertido, ignorado, ajeno a toda aquella muchedumbre semidesnuda.

Empezó a pensar en la mala hora en la que decidió acompañarlos ¿Qué hacía él, enemigo acérrimo del sol, en una playa cuyas orillas estaban cubiertas de pieles bronceadas? Con su precaria movilidad ¿Qué hacía él anclado en aquel mar de arenas blancas? Él que precisaba de ayuda para todo, ahora se veía desvalido y olvidado por quienes hasta allí le habían llevado para pasar lo que debía ser, una alegre mañana de playa; esos mismos que probablemente estarían retozando entre las olas, se habían desprendido de él como quien tira los restos de un almuerzo a la papelera. Y allí estaba, amenazado por los elementos, viviendo su angustia en la más absoluta soledad y rodeado por miles de cuerpos anónimos para los que no existía.


sábado, 12 de enero de 2013

Anselmo y los zombies


 La primera vez que vio aquellos cuerpos tambaleándose con las miradas perdidas y las vísceras colgando, quedo pillado, sabía que aquel era su género por encima de cualquier otro tipo de cine. Ver aquellos mordiscos llevándose suculentos pedazos de carne ensangrentada,  mientras el mordido o la mordida gritaban espantados bajo el abrazo mortal de esos seres carismáticos, hacían salivar al más sensato.

Anselmo era muy de zombies, muy de sangre artificial, muy de sufrir frente a la pantalla, así era él, siempre bien vestido hasta para padecer. Los muertos vivientes lo tenían enganchado desde hacia mucho, eran seres curiosos sin mala intención que las circunstancias habían llevado por el mal camino. Almas inquietas dentro de cuerpos vacíos, que anhelaban la carne fresca de sus semejantes día y noche, mandíbulas batientes ansiosas por desgarrar carnes tiernas y jugosas, manos fuertes de uñas ennegrecidas y afiladas capaces de cortar la piel como cuchillos.

Anselmo disfrutaba con aquellas orgías de sangre y muerte, siempre había un gesto nuevo, un grito desgarrador, unos ojos invadidos por el pánico y él, desde su butaca, disfrutaba de aquel mal ajeno ficticio mientras sus manos buscaban las palomitas en el fondo del envase. Sus ojos vidriosos por la tensión, eran el reflejo de la excitación que galopaba por el interior de su cuerpo y algo en lo más íntimo de su ser, pedía más sangre, más gritos, más muertos vivientes.

Él era así, de películas morbosas y continuos sobresaltos; compro un iPad y rápidamente descargó unos cuantos juegos de zombies, en ellos se convertía en un experto mata-muertos circulando por ciudades fantasma o aventurándose en el interior de complejos pasadizos o edificaciones semiderruidas. Cambiaba las armas entre sus manos con la soltura de un curtido mercenario, siempre hacia blanco en los tambaleantes cuerpos que hacia él se dirigían con la intención de darle caza, saliendo victorioso de cuantos retos se le planteaban.

Podía decirse que Anselmo era hombre valiente y no se achataba ante nadie, sus juegos de muerte le ayudaban a liberar adrenalina pues él era de costumbres tranquilas; le gustaba sentirse libre allí donde estuviera, no aceptando normas o costumbres que limitaran esa libertad por ello miraba con recelo a ciertos países, a ciertas culturas y a ciertas personas. Su mundo de zombies era a todas luces ficticio y en él podía descargar su rabia masacrando carne muerta vuelta a la vida, otros en cambio lo hacían con gentes que aún respiraban en lugares no muy lejanos.

Anselmo era coherente en su proceder y aceptaba la posibilidad de estar equivocado, otros muchos no lo hacían, sus ideas sobre las cosas y sobre la vida misma estaban claras, todo el mundo a poco que se relacionara con él  las conocía, pues no era de ocultar su forma de ser y sus convicciones. Tenía sus detractores claro esta, pero todos lo respetaban pues siempre iba de cara a las gentes y las cosas; decir las cosas según se piensan muchas veces puede crearnos enemigos pero él sabía hacerlo sin agresividad, con tolerancia y sobre todo con educación por eso, cuando se plantaba ante un escenario ficticio con su iPad en las manos, se desmelenaba derrochando energía y maldad contenida, dirigida a incrementar la mortandad de unos seres animados venidos del más allá.

Anselmo era hombre de buen humor, poseedor de una risa estridente y  característica, tenía buena memoria para los chistes  y en su cabeza retenía cientos de ellos, rara era la reunión a la que asistía en la que no acabaran pidiéndole que se explayara contando sus últimas adquisiciones; también aquí tenían lugar sus queridos zombies, hacía gracia fácil con los pobres desgraciados.... Que sí de un pedo se les salían las tripas, que si al morder unas vísceras se les caían los dientes, que si al dar un mal paso perdían un miembro.... Él era así, de morbo gracioso y especial, pues especial era todo lo que contaba, era un mil palabras pues las tenía para todos los gustos y ocasiones, en el fondo Anselmo era un parlanchín.

Los monstruos de ahora no eran como los de antes, él lo sabía bien, a nuevos tiempos nuevos héroes del averno; cuando Anselmo era chico a las pantallas se asomaban vampiros de medio pelo y rostro pálido, lobos humanos de pelo enmarañado o humanoides recompuestos con piezas de otros difuntos casi siempre carne de horca; eran en cierto modo hasta entrañables criaturas en blanco y negro personalizadas por un Béla Lugosi en su eterno papel de conde Drácula, un Boris Karloff emulando a la  desmembrada criatura del doctor Frankestein o un peludo Lon Chaney convertido en hombre lobo que con facies teatrales, nos mostraban sus mejores muecas de terror. Hoy en día nuestros zombies urbanos eran seres anónimos de procedencia incierta ¿quien nos dice que detrás de tanta carne desgarrada, víscera pendulante o boca ensangrentada no se oculta un sin papeles, un venido de fuera o un tránsfuga? Cualquiera puede sentir la llamada del mordisco fácil, del pecho turgente, del cuello henchido y eso lo sabía bien nuestro Anselmo.

Anselmo se fijaba mucho en las miradas, sabía distinguir una profunda de la simple ojeada, la enamorada de la mirada con desdén; era un hombre muy de fijarse, para él no había detalle fortuito, todo obedecía a una causa u objetivo y por ello siempre intentaba averiguar el porqué de las cosas, Anselmo era muy de porqués y eso le hacía rebanarse los sesos buscando causas, motivos o intenciones. Así era Anselmo.

En cierta ocasión asistió a un funeral, era costumbre en aquel pueblo llevar al difunto dentro de la caja a hombros por el centro de la ciudad, antes de dirigirse al campo santo donde el desdichado finado esperaba encontrar, el descanso eterno. Era un acontecimiento social pues cada entierro implicaba pasacalle, la gente tiraba pétalos de flor al paso del cortejo, se asomaba a las ventanas desde donde daban la despedida al muerto, salían a recibirlo en las esquinas y plazuelas; normalmente cuatro o seis allegados eran los que portaban el anda con la triste perdida, andaban a paso solemne y en silencio mientras desde las aceras y balcones se oían lamentos, suspiros y canciones melancólicas.

En aquella ocasión llovía, una fina llovizna deslucía el acto pero este se desarrollaba acorde con el protocolo, todos mantenían el tipo a pesar de estar empapados y el cortejo avanzaba por su recorrido habitual entre plegarias y canciones tristes; los porteadores con paso lento pero firme iban cruzando la población, en sus semblantes se notaba las ganas de acabar con el acto que desarrollaban; fríos, mojados y con los hombros doloridos. El suelo resbaladizo añadía dificultades a tan peculiar desfile, haciendo peligrar en más de una ocasión la integridad tanto de la caja mortuoria y su contenido, como de quienes la portaban.

Anselmo observaba el transcurrir de los acontecimientos desde un balcón principal, por que Anselmo tenía contactos y siempre ocupaba un lugar destacado, sabía estar y era bien recibido. Desde su destacado pedestal y a pesar de la lluvia, no perdía detalle del cortejo fúnebre que discurría bajo sus pies, él era muy de mirar con detalle; aquellos hombres sobriamente vestidos, mostraban en sus facies la amargura del momento, no estando claro si por la pérdida o por la carga que en esos momentos se veían obligados a llevar.

En un momento dado ocurrió lo que se veía venir desde el principio, un mal paso de uno de los costaleros hizo vibrar toda el anda, con caja fúnebre de pino joven incluida, Anselmo se dio cuenta enseguida de que algo pasaba y fijo aún más su penetrante mirada. El costalero en cuestión quiso rectificar su gesto y al intentarlo flojeo en su apoyo dando el traspié definitivo, el que arrastró en su caída al resto de porteadores que al verse sorprendidos por el malsano tirón, se vieron abocados al montoneo de unos sobre otros; en cuanto al cajón, triste protagonista del alto, salió lanzado unos metros por delante de la pequeña masa de cuerpos húmedos y contrariados que desde el suelo, vieron deslizarse el féretro callé abajo como una góndola surcando el gran Canal.

Anselmo no perdió detalle, no le preocupaba el finado pues como buen zombie en ciernes, su regreso a este mundo estaba asegurado sin embargo, todo el cortejo se vio trastocado y compungido por tan desgraciado desenlace. Corriendo fueron calle abajo a la caza del esquivo envase mortuorio cuando casi llegando a su altura, se abrió la tapa de forma brusca asomando tras la gruesa tapa una cara pálida con ojos saltones inyectados en sangre, su boca gesticulaba palabras vacías de significado incierto,  aderezadas con gotas de saliva espesa que eran lanzadas como proyectiles a varios palmos de distancia.

Anselmo sabía de zombies, los había estudiado desde pequeño, y sabía que aquello no acabaría bien, antes o después un mordisco soltado al azar haría presa en algún miembro y ahí se iniciaría una nueva plaga; la tierra se agitaría sobre las tumbas y los campos santos se llenarían de caminantes buscando saciar sus instintos más primitivos.
Era hora de regresar, Anselmo quería desentenderse de aquel fallido ceremonial de infaustos resultados; tenía varias horas de viaje por delante y adivinando los próximos acontecimientos, se excusó iniciando su retirada no sin antes aconsejar a sus anfitriones que cerrarán puertas y ventanas en los próximos días. Así era Anselmo, siempre de ayudar, hasta en las situaciones más desesperadas.