Érase
una vez un acto de esos muchos que hacen nuestras administraciones, en el cual
el presidente de una comunidad autónoma cualquiera, iba a hacer entrega de unos
premios dotados con puestos de empleo dependientes de dicha administración; nos
convocaron a dicho acto con tiempo para llegar y organizarnos dentro del lugar
donde se iba a celebrar el evento. Y aquí empieza la historia…
* * * * *
Noviembre,
una mañana soleada pero agitada por un viento frío que obligaba a huir de las
sombras; casco antiguo de la ciudad junto a una de las plazas más emblemáticas;
el lugar del evento invitaba a ir aunque solo fuera para ver el interior de sus
salones, sus frescos centenarios nos miraban desde las altas paredes dormidos a
lo largo de los siglos; allí congregados esperábamos al rostro de la eterna
sonrisa, él iba a ser el maestro de ceremonias en la entrega de aquellos
títulos que tanto esfuerzo habían supuesto para sus satisfechos ganadores.
Miro
mi pantalla y escribo sin orden. El acceso no era del todo malo, lo que en
principio pensábamos iba a ser un ascensor infranqueable para nuestras sillas
de ruedas, fue tragándosenos uno a uno y nos llevó a un intrincado pasillo de
suelos bien pulidos y mobiliario antiguo, nada desentonaba con aquel palacio de
piedra granítica en el que nos encontrábamos; el salón de ceremonias gozaba de
grandes ventanales por los que la luz iluminaba hasta el más mínimo rincón,
desde sus altos techos descendía una enorme lámpara de araña con infinidad de
bombillas cubiertas por una buena capa de polvo palaciego depositado a lo largo
de los años; allí estábamos esperando la llegada del rostro de la eterna
sonrisa.
El
salón fue llenándose poco a poco de gente y los invitados al acontecimiento,
fueron distribuyéndose alrededor de lo que en breves momentos iba a ser una
improvisada palestra; en un lado los premiados, vigilados desde las alturas por
figuras de rostros serios e impasibles plasmadas en frescos centenarios, a sus
pies nerviosos, una docena de cuerpos ataviados con sus mejores galas esperando
recibir sus merecidos diplomas de manos de tan ilustre personaje, portador del
rostro con la eterna sonrisa.
Mientras
llegaba, familiares y amigos, miembros de asociaciones y políticos, algún
figurante de última hora y personal del palacio, entablaban animosas e
intrascendentes charlas, lejos del interés de cualquier asistente al acto. Nosotros
tan solo observábamos aquel entorno recio e involuto que desprendía nobleza
allá donde fijaras la vista; dejabas volar la imaginación y era fácil ver a
caballeros de otras épocas transitando por aquellos salones de estilo gótico, ataviados
con espesos ropajes de lustre altivo y fácil arrastrar; aquellos indolentes
cortesanos siempre prestos a agasajar a su señor, vivieron allí sus vidas, en
los mismos salones en los que ahora nos encontrábamos.
Las
mismas cuitas palaciegas de antaño persistían en la actualidad, las corruptelas
y el consabido tráfico de influencias seguían campando a sus anchas tocando
todos los palos del orden jerárquico establecido; personajes corrientes de poco
mérito se movían entre la gente allí congregada bajo los auspicios de un aura no
merecida pero asimilada como tal, sin reconocer dadas sus pocas luces, que
ocupaban el lugar que ocupaban por asignación digital y no por méritos propios.
Deportistas mediocres convertidos en inauditos principales de la
administración, escritores frustrados desempeñando el papel de asesores en
alguna Conserjería, políticos fracasados y retirados por la puerta de atrás
decidiendo en los consejos de administración de grandes empresas y así un suma
y sigue de sinsentidos que harían sonrojar al pueblo base.
Y
allí seguíamos nosotros esperando al rostro de la eterna sonrisa que no
llegaba, está claro que el acicalado de un político que se precie debe llevar
su tiempo pero el nuestro también tenía su valor y allí se estaba
desperdiciando, el retraso ya era considerable y la gente empezaba a
indignarse. Dado que la crisis llevaba azotando al país los últimos dos años,
allí no había canapés ni una mala botella de agua que llevarse a los labios y
de tanto darle a la sin hueso, nuestras bocas y gargantas estaban secas, es lo
que tienen los recortes. Otro asunto no menos acuciante era el de buscar un
lugar donde aliviar las vejigas, eran muchos los presentes que presentaban
problemas de retención y sus flojas vejigas luchaban infructuosamente por
mantener cerrados sus precarios esfínteres a riesgo de algún escape inoportuno;
los escusados, escasos en palacio para la plebe, no dejaban de ser visitados
por aquella masa humana impaciente y bien vestida, deseosa de que acabara el
acto que hasta allí los había llevado.
Un
entrar y salir frenético de ujieres uniformados por una puerta al fondo del
salón, nos hizo pensar que algo
inminente estaba a punto de ocurrir; todas las miradas se giraron hacia el
pequeño grupo de ordenanzas y algunos cuellos se estiraron en un intento por
sobresalir más que el resto de masa humana y así tener un mayor campo de
visión. Nada, allí todo seguía igual y por la puerta aquella no apareció nadie
de interés, los cuellos estirados se relajaron y el rumor de las conversaciones
intrascendentes volvió a crecer haciendo desaparecer de nuevo la nobleza del
enclave, convirtiéndolo otra vez en puro mercado.
Al
poco hizo su aparición un político de segundo orden pero conocido por todos el
cual, a modo de avanzadilla y correveidile de su superior, fue mezclándose
entre los distintos grupos allí reunidos departiendo saludos y frases hechas,
mostrando en su cara una falsa alegría aprendida a base de acudir a actos
sociales de lo más variopinto; falso proceder el de muchos políticos cuando se
enfrentan a sus posibles votantes, falsos abrazos y falsas muestras de aprecio,
falsos besos a la chiquillería lloricona y con las narices llenas de mocos, y
lo que es peor en muchos casos falsas promesas que al poco se desvanecen como
azucarillos en la leche.
El
honorable acto ya se retrasaba cuarenta minutos y la gente estaba nerviosa,
cansada y en algunos casos a punto de irse cuando nuevamente, un revuelo
de cuerpos agitados al fondo del salón
volvió a llamar nuestra atención; allí estaba por fin, el rostro de la eterna
sonrisa hizo su aparición y tras de él, una corte de subordinados y cargos
menores le iban haciendo la ola. Cerca de nosotros se encontraba el atril desde
el que se desarrollarían los discursos y entrega de premios, por lo que el
lugar elegido nos iba a permitir una visión perfecta de las evoluciones de los
inminentes acontecimientos; poco a poco el esperado personaje fue abriéndose
camino entre el concurrido público, sin dejar ni un solo momento de repartir
besamanos y sonrisas entre quienes le rodeaban, así era esta gente, muy de
gestos hacia la galería, y sabían
llevarse el gato al agua al menos durante el tiempo que ocupaban ese tipo de
actos.
La
gente allí congregada olvidó de un plumazo su cansancio, su irritación y el
tiempo que llevaba esperando, así es la plebe; todos querían estar cerca y a
ser posible cruzar sus miradas con el ilustre personaje, los agraciados con un
apretón de aquellas manos de cutis delicado, daban por compensado todo el
tiempo de espera con ayuno impuesto incluido; gentes de fácil compensar
sonreían y mostraban un entusiasmo incomprensible pues un poco más tarde, ya
fuera del palacio, volverían a ser los mismos figurantes de comparsa que ahora
se aglutinaban en torno al rostro de la eterna sonrisa. Unos minutos más tarde todo
el mundo ocupaba su lugar y se iniciaron los discursos en los que no faltaron
los elogios y felicitaciones para la docena de personas que iban a recibir sus
títulos acreditativos; uno a uno al ser nombrados, fueron acercándose al atril
donde se les era entregado su pergamino y la certificación correspondiente que
daba fe del nombramiento, cerrando su participación con un afectuoso apretón de
manos o un cariñoso besuqueo según el género del premiado o premiada.
Una
vez todos hubieron recogido su bien merecido premio, el rostro de la eterna
sonrisa cerró el acto con unas palabras de agradecimiento a los presentes y
felicitación a los premiados, haciendo uso de sus tablas con elocuentes juegos
de palabras que endulzaron los oídos de los asistentes. Tras los aplausos de
rigor se dio por concluido el acto y una vez más, empezaron a formarse
corrillos entre los asistentes los cuales no quitaban el ojo a los movimientos
del titular de palacio; poco a poco la gente fue abandonando el gran salón y
allí quedamos nosotros de tertulia con el gran jefe que había venido a sentarse junto a nuestro
grupo; sus segundos no dejaban de revolotear a nuestro alrededor, pendientes en
todo momento de cualquier gesto o instrucción que pudiera darles el portador
del rostro de la eterna sonrisa.
En
las distancias cortas resultó ser un tipo agradable y de conversación amena, me
llamaron la atención la cantidad de pulseras de cuero e hilo trenzado que
llevaba en una de sus muñecas, signo de modernidad y espíritu rebelde; la
conversación fue distendida y derivó hacia temas banales donde nos dimos cuenta
del cansancio subliminal que envolvía a aquel cuerpo bien vestido, justo precio
a pagar por el político de élite. Pocas semanas
más tarde, aquel hombre de eterna sonrisa y buenos modales, dejaba el
cargo en circunstancias extrañas y abandonaba la primera fila de la política
perdiéndosele la pista en la jungla donde por un tiempo efímero reinó.
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