“Hubo un
tiempo en el que la oscuridad lo invadía todo, la tierra firme estaba cubierta
por brumas perpetuas y la gente vivía de espaldas al mar; hubo un tiempo en el
que los campos de cultivo eran yermos y las hambrunas asolaban al mundo
conocido, eran tiempos de privaciones y peligros, de guerras y miseria, de
avaricia y brujería. Aquel tiempo y las gentes que los vivieron, hace mucho que
quedaron en el olvido pero su semilla ha perdurado hasta nuestros días.” Anselmo leía su acostumbrado capitulo antes de
dormir, últimamente le rondaba por la cabeza una de sus grandes pasiones, un
paraíso lejano tan solo recreado a través de la lectura o mediante imágenes
vistas en la televisión.
Al otro lado del mundo, a miles de kilómetros de donde
Anselmo vivía, existía un vasto océano poblado por cientos de islas, eran meras
agujas en un enorme pajar de aguas cristalinas, las cuales habían permanecido a
salvo de los cambios que había experimentado el mundo, gracias a su aislamiento
y a las largas distancias que las separaban de los continentes. Aquel vasto
imperio de minúsculos paraísos, eran
objeto de deseo para muchos que al igual que Anselmo, anhelaban pisar sus
orillas de arenas blancas; en aquel recóndito edén la naturaleza cobraba todo
su esplendor y los afortunados que allí vivían, se integraban con el paisaje
como una pieza más del paradisíaco puzzle.
Las diminutas porciones de tierra firme, en su mayoría
de origen volcánico, habían visto como a lo largo de los siglos sus cráteres fueron
hundiéndose en la profundidad de un océano rico en vida, dando lugar a exóticos
atolones de formas diversas y caprichosas; los bordes de los originales islotes
tras el hundimiento de la parte central de los mismos, quedaron aislados del
núcleo principal de la nueva isla, a veces a considerable distancia,
originándose un espacio que tras ser invadido por las aguas formó una laguna
interior de mar en calma y aguas transparentes. Fuera del anillo, las olas se
batirían con el arrecife, ajenas al
paraíso formado pocos metros más adentro donde el mundo submarino y las
especies que allí habitaban, permanecían a salvo de los grandes depredadores
asiduos del mar abierto, profundo y misterioso.
Aquello era otro mundo, un verdadero edén tan solo
reservado para unos pocos y Anselmo quería ser uno de ellos, él no estaba
dispuesto a pasar por la vida sin ver con sus propios ojos aquellas tierras
lejanas. Prefería el calor al frío por tanto en los climas tropicales se sentía
a gusto; era de broncear su piel en cuanto llegaba el verano no obstante,
mantenía un ligero color el resto del año a base de acudir a cabinas de sol
artificial a las que era aficionado, todo por lucir bien. Si sabido es que en
casa gustaba de batas anchas y sueltas, al llegar la época estival era muy de
llevar pareos y chanclas de goma siempre que acudía a piscinas o zonas
costeras, tenía muchos con los estampados más variados y los más exclusivos
tejidos, había leído sobre los pareos polinesios y sabía que eran los mejores,
en aquellas tierras y sobre todo entre las mujeres, había un verdadero culto
por aquella liviana prenda de vestir.
La cultura del pareo estaba muy arraigada en tierras
polinesias, era la parte más conocida y llamativa de las vestimentas de Tahití
y sus islas satélites; tradicionalmente el tejido con el que se confeccionaban llamado
tapa, se obtenía a base de golpear cortezas de diferentes árboles hasta
dejarlas tan finas como el papel; habitualmente los estampados seguían patrones
florales o de fauna marina, los colores utilizados siempre eran brillantes y
llamativos. Si había algo curioso a la hora de utilizar un pareo eran sus
muchas formas de hacerlo, se podía usar como vestido tipo strapless, anudado
detrás del cuello, a modo de falda amarrado a la cintura, como vestido corto…
eran frecuentes las demostraciones en hoteles y salas de fiestas de las 56
formas diferentes que había para atarse un pareo. Junto al surf y los tatuajes,
los pareos polinesios eran la tercera cosa que aquellas islas habían sabido
exportar al mundo, haciéndolas famosas en todo el planeta; Anselmo quería un
pareo tahitiano.
Los renombrados Mares del Sur habían sido fuente de
inspiración para cientos de libros y películas, aquel océano tan lejano para
nosotros estaba fijado en la mente de Anselmo como uno de los lugares a visitar
a corto o medio plazo pero por el
momento, tan solo se limitaba a hacer planes en su cabeza organizándose un
futurible y exótico viaje transoceánico. Solía decir que lo mejor de los viajes
era el periodo de tiempo que pasas organizándolos, aprendiendo lugares,
seleccionando rutas, haciendo la lista de sitios a visitar, indagando sobre su
gastronomía y costumbres, luego una vez lo inicias, entras en una rápida espiral
de acontecimientos e imágenes fugaces que tan solo se sosiegan y adquieren
perspectiva al regreso.
En un armario de su despacho guardaba infinidad de
mapas y cartas de navegación, las estudiaba con detalle reteniendo en su cabeza
nombres, contornos, ensenadas y barreras de coral. Google Earth se había
convertido en un fiel aliado y gracias a él podía acercarse hasta casi tocar
aquellas arenas blancas custodiadas por ejércitos de espigadas palmeras. Su
campo de acción incluía los cinco archipiélagos que constituían Polinesia
Francesa; Tuamotu, Sociedad, Marquesas, Australes y Gambier. Cada uno diferente
y exclusivo, con peculiaridades propias y una marcada identidad.
Todo aquel mundo exótico giraba en torno a su capital
Papeete, situada en Tahití, la isla más grande de aquellos pequeños paraísos, perteneciente
a las islas de la Sociedad, el archipiélago más famoso. Era una isla curiosa
formada por dos porciones de tierra más o menos circulares unidas por un istmo el
cual divide Tahití Nui o gran Tahití de Tahití Iti o pequeña Tahití, destacando
en el centro de la primera el monte Orohena, punto más alto de la isla.
Siempre le cautivaron las construcciones palafíticas
sobre las que muchos resorts ubicaban gran parte de sus instalaciones
hoteleras, aquellas cabañas con encanto instaladas sobre plataformas flotantes de
madera, estaban sustentadas por gruesos
troncos que emergían del fondo de la laguna creando un marco idílico; un
entramado de pasarelas elevadas sobre las aguas turquesas comunicaba a unas con
otras y a todas ellas con tierra firme, donde normalmente estaban las
instalaciones principales del hotel.
Eran muy apreciadas sus perlas, Polinesia también era
conocida por el cultivo de su famosa perla negra cuyas exclusivas exportaciones
inundaban los mercados de Japón, Europa y los Estados Unidos, siendo estas una
baza importante de su economía. Los principales centros de producción de este
tesoro marino se encontraban en el archipiélago de las Tuamotu y asistir a una
visita guiada por uno de estos centros, estaba entre las prioridades de Anselmo
cuando llevara a cabo su esperado viaje a los Mares del Sur.
Sabía del proceso llevado a cabo para la obtención de
las tan preciadas perlas pero deseaba verlo in situ; conocía el origen de esta
actividad basado en una ostra abundante en sus lagunas, la Pictada Margaritífera; así mismo había leído sobre la destreza de los
perlicultores en la introducción, una vez alcanzada la madurez de la ostra, del
núcleo esférico sobre el que por un proceso natural de autodefensa, la ostra
iría acumulando capas de nácar a un ritmo de milímetro por año. Todo eso y
mucho más lo sabía Anselmo pero una cosa era saberlo, haberlo leído o visto en
televisión y otra muy distinta experimentarlo en primera persona.
El atolón de
Fakarava en las Tuamotu, a 450 kilómetros noroeste de Tahití, constaba entre
los lugares a visitar una vez llegara a Polinesia Francesa; constituido por una
barrera de coral inmensa, encerraba en su anillo una laguna de dimensiones
enormes, 60 kilómetros de larga por 25 de ancha, presentando dos aberturas. En
su extremo norte esta se abría al océano por un ancho canal, el mayor de
Polinesia, de 1600 metros llamado Garuae, su nombre así como sus espectaculares
dimensiones, hicieron ubicarse en sus alrededores a un reconocido centro de
buceo, el cual tiene en el canal su base de operaciones.
Anselmo ya se veía paseando con su pareo de colores
exóticos y un buen ejemplar de perla negra engarzado a su esclavina de oro, con
las chanclas de goma en la mano sus pies disfrutarían del suave tacto de las
arenas rosadas que rodeaban las lagunas interiores de estos curiosos anillos
coralinos. Las aguas turquesas de sus playas vírgenes le darían los buenos días
con cada amanecer, dejando perderse su vista en el horizonte azul del vasto
océano. Anselmo era hombre de espacios libres, de lugares con encanto, de
momentos especiales, y allí, a orillas del océano Pacífico, sabía que iba a
vivir muchos de esos momentos.
Y si de perlas hablamos no podemos dejar de lado la
más valiosa, aquella por la que muchos llegaron a Polinesia; Bora Bora, considerada
la perla del Pacífico, no dejaba a nadie indiferente, era un paraíso dentro de
un paraíso aún mayor. Situada a 256 kilómetros al noroeste de Tahití e incluida
en el archipiélago de la Sociedad, estaba formada por un volcán extinto y al
igual que otros muchos atolones, rodeada por una laguna separada del mar por
una barrera de coral; formando parte de esta o en sus proximidades, numerosos motus o pequeños islotes alargados con
vegetación, sirven para el esparcimiento y la aventura, en algunos de ellos se
han instalado complejos hoteleros que explotando el sistema over the water (sobre el agua) originario de la isla, han sabido
crear la imagen típica de estas islas que ha dado la vuelta al mundo y por las
que se las reconoce al primer golpe de vista.
Anselmo dormiría en uno de esos bungalows y desde su
cama vería la fauna marina que a pocos metros bajo sus pies, vivía indiferente
a sus orígenes lejanos. Pero no solo haría turismo de playa, también tenía
pensado subir al monte Otemanu, punto más alto de la isla con sus 727 metros y
desde allí observar el esplendor de aquel lugar paradisíaco. Dado que la isla
carecía de trasporte público y en principio no pensaba recurrir al alquiler de
coche, optaría por el que había leído era el más extendido medio de transporte
en la isla, la bicicleta. Así pues con su pareo de colores, su perla al cuello
y a lomos de bicicleta, aquel hidalgo español redescubriría un reino lejano en
la distancia pero muy próximo en su cabeza y en su corazón.
Anselmo, tenemos que hacer ese viaje al Pacífico.
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