sábado, 2 de marzo de 2013

Anselmo y los Mares del Sur


“Hubo un tiempo en el que la oscuridad lo invadía todo, la tierra firme estaba cubierta por brumas perpetuas y la gente vivía de espaldas al mar; hubo un tiempo en el que los campos de cultivo eran yermos y las hambrunas asolaban al mundo conocido, eran tiempos de privaciones y peligros, de guerras y miseria, de avaricia y brujería. Aquel tiempo y las gentes que los vivieron, hace mucho que quedaron en el olvido pero su semilla ha perdurado hasta nuestros días.” Anselmo leía su acostumbrado capitulo antes de dormir, últimamente le rondaba por la cabeza una de sus grandes pasiones, un paraíso lejano tan solo recreado a través de la lectura o mediante imágenes vistas en la televisión.

Al otro lado del mundo, a miles de kilómetros de donde Anselmo vivía, existía un vasto océano poblado por cientos de islas, eran meras agujas en un enorme pajar de aguas cristalinas, las cuales habían permanecido a salvo de los cambios que había experimentado el mundo, gracias a su aislamiento y a las largas distancias que las separaban de los continentes. Aquel vasto imperio de  minúsculos paraísos, eran objeto de deseo para muchos que al igual que Anselmo, anhelaban pisar sus orillas de arenas blancas; en aquel recóndito edén la naturaleza cobraba todo su esplendor y los afortunados que allí vivían, se integraban con el paisaje como una pieza más del paradisíaco puzzle.



Las diminutas porciones de tierra firme, en su mayoría de origen volcánico, habían visto como a lo largo de los siglos sus cráteres fueron hundiéndose en la profundidad de un océano rico en vida, dando lugar a exóticos atolones de formas diversas y caprichosas; los bordes de los originales islotes tras el hundimiento de la parte central de los mismos, quedaron aislados del núcleo principal de la nueva isla, a veces a considerable distancia, originándose un espacio que tras ser invadido por las aguas formó una laguna interior de mar en calma y aguas transparentes. Fuera del anillo, las olas se batirían con el arrecife,  ajenas al paraíso formado pocos metros más adentro donde el mundo submarino y las especies que allí habitaban, permanecían a salvo de los grandes depredadores asiduos del mar abierto, profundo y misterioso.

Aquello era otro mundo, un verdadero edén tan solo reservado para unos pocos y Anselmo quería ser uno de ellos, él no estaba dispuesto a pasar por la vida sin ver con sus propios ojos aquellas tierras lejanas. Prefería el calor al frío por tanto en los climas tropicales se sentía a gusto; era de broncear su piel en cuanto llegaba el verano no obstante, mantenía un ligero color el resto del año a base de acudir a cabinas de sol artificial a las que era aficionado, todo por lucir bien. Si sabido es que en casa gustaba de batas anchas y sueltas, al llegar la época estival era muy de llevar pareos y chanclas de goma siempre que acudía a piscinas o zonas costeras, tenía muchos con los estampados más variados y los más exclusivos tejidos, había leído sobre los pareos polinesios y sabía que eran los mejores, en aquellas tierras y sobre todo entre las mujeres, había un verdadero culto por aquella liviana prenda de vestir.

La cultura del pareo estaba muy arraigada en tierras polinesias, era la parte más conocida y llamativa de las vestimentas de Tahití y sus islas satélites; tradicionalmente el tejido con el que se confeccionaban llamado tapa, se obtenía a base de golpear cortezas de diferentes árboles hasta dejarlas tan finas como el papel; habitualmente los estampados seguían patrones florales o de fauna marina, los colores utilizados siempre eran brillantes y llamativos. Si había algo curioso a la hora de utilizar un pareo eran sus muchas formas de hacerlo, se podía usar como vestido tipo strapless, anudado detrás del cuello, a modo de falda amarrado a la cintura, como vestido corto… eran frecuentes las demostraciones en hoteles y salas de fiestas de las 56 formas diferentes que había para atarse un pareo. Junto al surf y los tatuajes, los pareos polinesios eran la tercera cosa que aquellas islas habían sabido exportar al mundo, haciéndolas famosas en todo el planeta; Anselmo quería un pareo tahitiano.

Los renombrados Mares del Sur habían sido fuente de inspiración para cientos de libros y películas, aquel océano tan lejano para nosotros estaba fijado en la mente de Anselmo como uno de los lugares a visitar a corto o medio plazo  pero por el momento, tan solo se limitaba a hacer planes en su cabeza organizándose un futurible y exótico viaje transoceánico. Solía decir que lo mejor de los viajes era el periodo de tiempo que pasas organizándolos, aprendiendo lugares, seleccionando rutas, haciendo la lista de sitios a visitar, indagando sobre su gastronomía y costumbres, luego una vez lo inicias, entras en una rápida espiral de acontecimientos e imágenes fugaces que tan solo se sosiegan y adquieren perspectiva al regreso.

En un armario de su despacho guardaba infinidad de mapas y cartas de navegación, las estudiaba con detalle reteniendo en su cabeza nombres, contornos, ensenadas y barreras de coral. Google Earth se había convertido en un fiel aliado y gracias a él podía acercarse hasta casi tocar aquellas arenas blancas custodiadas por ejércitos de espigadas palmeras. Su campo de acción incluía los cinco archipiélagos que constituían Polinesia Francesa; Tuamotu, Sociedad, Marquesas, Australes y Gambier. Cada uno diferente y exclusivo, con peculiaridades propias y una marcada identidad.

Todo aquel mundo exótico giraba en torno a su capital Papeete, situada en Tahití, la isla más grande de aquellos pequeños paraísos, perteneciente a las islas de la Sociedad, el archipiélago más famoso. Era una isla curiosa formada por dos porciones de tierra más o menos circulares unidas por un istmo el cual divide Tahití Nui o gran Tahití de Tahití Iti o pequeña Tahití, destacando en el centro de la primera el monte Orohena, punto más alto de la isla.

Siempre le cautivaron las construcciones palafíticas sobre las que muchos resorts ubicaban gran parte de sus instalaciones hoteleras, aquellas cabañas con encanto instaladas sobre plataformas flotantes de madera, estaban sustentadas por  gruesos troncos que emergían del fondo de la laguna creando un marco idílico; un entramado de pasarelas elevadas sobre las aguas turquesas comunicaba a unas con otras y a todas ellas con tierra firme, donde normalmente estaban las instalaciones principales del hotel.

Eran muy apreciadas sus perlas, Polinesia también era conocida por el cultivo de su famosa perla negra cuyas exclusivas exportaciones inundaban los mercados de Japón, Europa y los Estados Unidos, siendo estas una baza importante de su economía. Los principales centros de producción de este tesoro marino se encontraban en el archipiélago de las Tuamotu y asistir a una visita guiada por uno de estos centros, estaba entre las prioridades de Anselmo cuando llevara a cabo su esperado viaje a los Mares del Sur.

Sabía del proceso llevado a cabo para la obtención de las tan preciadas perlas pero deseaba verlo in situ; conocía el origen de esta actividad basado en una ostra abundante en sus lagunas, la Pictada Margaritífera; así mismo había leído sobre la destreza de los perlicultores en la introducción, una vez alcanzada la madurez de la ostra, del núcleo esférico sobre el que por un proceso natural de autodefensa, la ostra iría acumulando capas de nácar a un ritmo de milímetro por año. Todo eso y mucho más lo sabía Anselmo pero una cosa era saberlo, haberlo leído o visto en televisión y otra muy distinta experimentarlo en primera persona.

El  atolón de Fakarava en las Tuamotu, a 450 kilómetros noroeste de Tahití, constaba entre los lugares a visitar una vez llegara a Polinesia Francesa; constituido por una barrera de coral inmensa, encerraba en su anillo una laguna de dimensiones enormes, 60 kilómetros de larga por 25 de ancha, presentando dos aberturas. En su extremo norte esta se abría al océano por un ancho canal, el mayor de Polinesia, de 1600 metros llamado Garuae, su nombre así como sus espectaculares dimensiones, hicieron ubicarse en sus alrededores a un reconocido centro de buceo, el cual tiene en el canal su base de operaciones.

Anselmo ya se veía paseando con su pareo de colores exóticos y un buen ejemplar de perla negra engarzado a su esclavina de oro, con las chanclas de goma en la mano sus pies disfrutarían del suave tacto de las arenas rosadas que rodeaban las lagunas interiores de estos curiosos anillos coralinos. Las aguas turquesas de sus playas vírgenes le darían los buenos días con cada amanecer, dejando perderse su vista en el horizonte azul del vasto océano. Anselmo era hombre de espacios libres, de lugares con encanto, de momentos especiales, y allí, a orillas del océano Pacífico, sabía que iba a vivir muchos de esos momentos.

Y si de perlas hablamos no podemos dejar de lado la más valiosa, aquella por la que muchos llegaron a Polinesia; Bora Bora, considerada la perla del Pacífico, no dejaba a nadie indiferente, era un paraíso dentro de un paraíso aún mayor. Situada a 256 kilómetros al noroeste de Tahití e incluida en el archipiélago de la Sociedad, estaba formada por un volcán extinto y al igual que otros muchos atolones, rodeada por una laguna separada del mar por una barrera de coral; formando parte de esta o en sus proximidades, numerosos motus o pequeños islotes alargados con vegetación, sirven para el esparcimiento y la aventura, en algunos de ellos se han instalado complejos hoteleros que explotando el sistema over the water (sobre el agua) originario de la isla, han sabido crear la imagen típica de estas islas que ha dado la vuelta al mundo y por las que se las reconoce al primer golpe de vista.

Anselmo dormiría en uno de esos bungalows y desde su cama vería la fauna marina que a pocos metros bajo sus pies, vivía indiferente a sus orígenes lejanos. Pero no solo haría turismo de playa, también tenía pensado subir al monte Otemanu, punto más alto de la isla con sus 727 metros y desde allí observar el esplendor de aquel lugar paradisíaco. Dado que la isla carecía de trasporte público y en principio no pensaba recurrir al alquiler de coche, optaría por el que había leído era el más extendido medio de transporte en la isla, la bicicleta. Así pues con su pareo de colores, su perla al cuello y a lomos de bicicleta, aquel hidalgo español redescubriría un reino lejano en la distancia pero muy próximo en su cabeza y en su corazón.

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