sábado, 2 de febrero de 2013

Anselmo y el aseo personal


Anselmo era muy de ir en bata por casa, le gustaba ir cómodo y suelto; tenía varias chilabas traídas de un viaje a Estambul y gustaba de llevarlas, también era de comprar camisolas largas, de esas sin botones que se ponen por la cabeza y llegan más allá de las rodillas, con ellas deambulaba por sus dependencias sintiendo el placer de llevar sueltos sus atributos, nada presionaba aquel sexo privilegiado durante esos momentos de soledad y recogimiento. Bata, chanclas y libertad corporal, Anselmo era de sentirse libre y sin presiones.

También era de entretenerse en su aseo corporal, maniático de un cutis limpio, tenía toda una batería de pequeñas herramientas con las que deforestar cualquier impureza de su piel; pinzas, espátulas, tijeras y tenacillas varias componían su arsenal de batalla sin olvidar los bastoncillos para las orejas, las esponjillas de colores y los tónicos, muchos tónicos, pues sabido era que una piel bien lubricada y flexible era más resistente a las agresiones climatológicas. Las cremas también jugaban un papel importante en el aspecto de Anselmo y las tenía muy variadas, hidratantes, reafirmantes, revitalizantes, protectoras y las de oler por qué  Anselmo era muy de aromas atrayentes.

Sus sesiones exfoliantes eran de lo más entretenidas, sobre una toalla de pequeñas dimensiones extendía todo su pequeño arsenal de utensilios metálicos, correctamente alineados como sí de instrumental quirúrgico se tratara; un paquete de toallitas húmedas junto a unos cuantos tisúes eran imprescindibles para una limpieza total. El espejo de aumento a dos caras bien posicionado sobre el banco completaba la parafernalia necesaria para iniciar cada proceso de restauración; la sesión podía ser corta pero en ocasiones pasaba más de una hora limpiando recovecos o eliminando descamación adherida en los rincones más recónditos de su facies. Cejas, orejas, nariz... iban sacando su lustre a medida que el ejército de elementos de limpieza pasaba una y otra vez por cada centímetro cuadrado de su piel.

Era hombre de cantar en la ducha y en soledad, practicaba la rima obscena, era muy de componer letras guarras que luego aderezaba con tonadillas pegadizas; estaba orgulloso de su "oda a las aguas bajas" así como del "canto de la infusión" que rezaba “no me orines en la boca, tengo sarro ya lo sé, tus orinas malolientes, dejan poso como el té…”, siempre tenía entre los labios alguna de sus estrofas y en los momentos iluminados, seguía añadiendo perlas a aquel collar ya de por sí bien confeccionado. Anselmo era cantarín y compositor versátil.

Cuidaba su pedicura con detalle pues era de andares delicados, unos buenos zapatos debían acoplarle como un guante no dando opción a rozaduras ni presiones; hombre de paso firme, hacia honor a ello luciendo siempre calzado con estilo, su zapatero tenía en él un magnífico escaparate y buena prueba de ello, eran los constantes clientes que remitidos por Anselmo, le llegaban. Siempre estaba a la última y el lustre con que brillaban sus zapatos, cautivaba hasta a las miradas más curiosas; unos cimientos bien elaborados eran la base para toda la estructura que, impecablemente vestida, se elevaba 185 centímetros por encima de la superficie que pisaba.

Era hombre de fragancias, ¿su colonia preferida? Fahrenheit 32 de Cristian Dior, le encantaba que su aroma aún se intuyera a media tarde o cuando abandonaba una habitación; el abanico de opciones dentro de un mismo nombre de perfume era extenso y eso a veces mareaba a la hora de decidirse, él había probado toda la gama de Fahrenheit: agua, colonia, fragancia... y las tenía para las diferentes ocasiones aunque la botella blanca Nº  32 era su preferida, el agua de colonia la dejaba para el verano, mucho más fresca pero de aroma más efímero.

También era amante de jabones y geles de baño, de esos que hacen mucha espuma, recrearse en la ducha mientras se enjabonaba detenidamente era uno de sus caprichos, nunca había prisas para su aseo personal pues era limpio y meticuloso hasta límites obsesivos. Los desodorantes eran su otro campo, había probado infinidad de ellos pues Anselmo era de experimentar con todo y los olores eran una de sus debilidades; le fastidiaban en gran medida los anuncios de estos productos en los medios, pues consideraba que hacer creer a la gente que usar uno u otro desodorante podía ser la base de triunfar con las mujeres, era infravalorar la inteligencia de su género.

La brocha y el jabón de afeitar tanto en barra como en espuma, eran sus armas para mantener despejado su rostro de cualquier atisbo de barba, nunca la había llevado como tal pero en ocasiones, si una incipiente sombra facial que avisaba de la fortaleza de su vello; ese aspecto desaliñado cuidadosamente estudiado, se acompañaba de camisa montañera a cuadros y unos jeans envejecidos de marca, por qué Anselmo no era de llevar cualquier cosa.

Así pues perfumado y limpio por dentro, y bien vestido por fuera, Anselmo iniciaba cada una de sus jornadas listo para afrontar cualquier reto; tras tomar su regular desayuno en Le Parissien y leída la prensa más entendida, salía a resolver sus asuntos, que no eran pocos, con la mente despejada. Era rápido en el resolver pues su cabeza gozaba de una agilidad mental digna de envidia, no era de perder el tiempo en negocios ni de alargar los asuntos más allá de su justa medida, por eso a Anselmo se le consideraba una persona eficaz, motivo por el que era requerido continuamente su consejo.

Amigo de comer fuera de casa, frecuentaba un sinfín de restaurantes pero tenía sus preferidos, sabido es que era de gustos selectos y sentirse como en casa en aquellos establecimientos, era fundamental para su bienestar y relajo por tanto, los lugares de frecuentar a diario no eran tantos en su agenda. No era mucho de invitar y quizás ese fuera uno de sus pocos defectos no obstante, era conocido su buen pagar, no escatimando yantares de alto postín y paladar entendido.

Servilletas perfumadas cuando comía mariscó, no debían faltar junto a su plato pues era muy de entretenerse en la limpieza de sus dedos tras cada engullida; en un viaje al Maresme descubrió los calçots y quienes hallan comido ese tipo de producto saben muy bien lo pringoso que pueden quedar manos y boca tras ingerir cada uno de aquellos babosos tubérculos. Protegido como el resto de comensales, detrás de un amplio babero blanco inmaculado con el nombre bordado del conocido restaurante Ca’Telmo, Anselmo atacó una teja de calçots bien asados que iba introduciendo en un cuenco repleto de salsa incierta, una vez bien untados se estiraba el cuello echando hacia atrás la cabeza para alinear boca y esófago, dentro de los cuales y sin tocar pared, iban entrando los pueriles cebollinos hasta desaparecer a la altura del mustio plumero, era como dar pescado fresco a una foca....el mismito gesto.

Anselmo era de probarlo todo en el comer, al igual que en las artes amatorias en las que era un experto doncel, pero tanto en uno como otro campo siempre desplegaba sus normas higiénicas, lavados de manos y buenos aromas eran un ceremonial previo a sus placeres mundanos y esa sensación de limpieza le llevaba al éxito. Anselmo era de modales limpios.

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