Anselmo era muy de ir en
bata por casa, le gustaba ir cómodo y suelto; tenía varias chilabas traídas de
un viaje a Estambul y gustaba de llevarlas, también era de comprar camisolas
largas, de esas sin botones que se ponen por la cabeza y llegan más allá de las
rodillas, con ellas deambulaba por sus dependencias sintiendo el placer de
llevar sueltos sus atributos, nada presionaba aquel sexo privilegiado durante
esos momentos de soledad y recogimiento. Bata, chanclas y libertad corporal,
Anselmo era de sentirse libre y sin presiones.
También era de
entretenerse en su aseo corporal, maniático de un cutis limpio, tenía toda una
batería de pequeñas herramientas con las que deforestar cualquier impureza de
su piel; pinzas, espátulas, tijeras y tenacillas varias componían su arsenal de
batalla sin olvidar los bastoncillos para las orejas, las esponjillas de
colores y los tónicos, muchos tónicos, pues sabido era que una piel bien
lubricada y flexible era más resistente a las agresiones climatológicas. Las
cremas también jugaban un papel importante en el aspecto de Anselmo y las tenía
muy variadas, hidratantes, reafirmantes, revitalizantes, protectoras y las de
oler por qué Anselmo era muy de aromas
atrayentes.
Sus sesiones exfoliantes
eran de lo más entretenidas, sobre una toalla de pequeñas dimensiones extendía
todo su pequeño arsenal de utensilios metálicos, correctamente alineados como
sí de instrumental quirúrgico se tratara; un paquete de toallitas húmedas junto
a unos cuantos tisúes eran imprescindibles para una limpieza total. El espejo
de aumento a dos caras bien posicionado sobre el banco completaba la
parafernalia necesaria para iniciar cada proceso de restauración; la sesión
podía ser corta pero en ocasiones pasaba más de una hora limpiando recovecos o eliminando
descamación adherida en los rincones más recónditos de su facies. Cejas,
orejas, nariz... iban sacando su lustre a medida que el ejército de elementos
de limpieza pasaba una y otra vez por cada centímetro cuadrado de su piel.
Era hombre de cantar en
la ducha y en soledad, practicaba la rima obscena, era muy de componer letras
guarras que luego aderezaba con tonadillas pegadizas; estaba orgulloso de su
"oda a las aguas bajas" así como del "canto de la infusión"
que rezaba “no me orines en la boca, tengo
sarro ya lo sé, tus orinas malolientes, dejan poso como el té…”, siempre
tenía entre los labios alguna de sus estrofas y en los momentos iluminados,
seguía añadiendo perlas a aquel collar ya de por sí bien confeccionado. Anselmo
era cantarín y compositor versátil.
Cuidaba su pedicura con
detalle pues era de andares delicados, unos buenos zapatos debían acoplarle
como un guante no dando opción a rozaduras ni presiones; hombre de paso firme,
hacia honor a ello luciendo siempre calzado con estilo, su zapatero tenía en él
un magnífico escaparate y buena prueba de ello, eran los constantes clientes
que remitidos por Anselmo, le llegaban. Siempre estaba a la última y el lustre
con que brillaban sus zapatos, cautivaba hasta a las miradas más curiosas; unos
cimientos bien elaborados eran la base para toda la estructura que,
impecablemente vestida, se elevaba 185 centímetros por encima de la superficie
que pisaba.
Era hombre de
fragancias, ¿su colonia preferida? Fahrenheit 32 de Cristian Dior, le encantaba
que su aroma aún se intuyera a media tarde o cuando abandonaba una habitación;
el abanico de opciones dentro de un mismo nombre de perfume era extenso y eso a
veces mareaba a la hora de decidirse, él había probado toda la gama de
Fahrenheit: agua, colonia, fragancia... y las tenía para las diferentes
ocasiones aunque la botella blanca Nº 32
era su preferida, el agua de colonia la dejaba para el verano, mucho más fresca
pero de aroma más efímero.
También era amante de
jabones y geles de baño, de esos que hacen mucha espuma, recrearse en la ducha
mientras se enjabonaba detenidamente era uno de sus caprichos, nunca había
prisas para su aseo personal pues era limpio y meticuloso hasta límites
obsesivos. Los desodorantes eran su otro campo, había probado infinidad de
ellos pues Anselmo era de experimentar con todo y los olores eran una de sus
debilidades; le fastidiaban en gran medida los anuncios de estos productos en
los medios, pues consideraba que hacer creer a la gente que usar uno u otro
desodorante podía ser la base de triunfar con las mujeres, era infravalorar la
inteligencia de su género.
La brocha y el jabón de
afeitar tanto en barra como en espuma, eran sus armas para mantener despejado
su rostro de cualquier atisbo de barba, nunca la había llevado como tal pero en
ocasiones, si una incipiente sombra facial que avisaba de la fortaleza de su
vello; ese aspecto desaliñado cuidadosamente estudiado, se acompañaba de camisa
montañera a cuadros y unos jeans envejecidos de marca, por qué Anselmo no era
de llevar cualquier cosa.
Así pues perfumado y
limpio por dentro, y bien vestido por fuera, Anselmo iniciaba cada una de sus
jornadas listo para afrontar cualquier reto; tras tomar su regular desayuno en
Le Parissien y leída la prensa más entendida, salía a resolver sus asuntos, que
no eran pocos, con la mente despejada. Era rápido en el resolver pues su cabeza
gozaba de una agilidad mental digna de envidia, no era de perder el tiempo en
negocios ni de alargar los asuntos más allá de su justa medida, por eso a
Anselmo se le consideraba una persona eficaz, motivo por el que era requerido
continuamente su consejo.
Amigo de comer fuera de
casa, frecuentaba un sinfín de restaurantes pero tenía sus preferidos, sabido
es que era de gustos selectos y sentirse como en casa en aquellos
establecimientos, era fundamental para su bienestar y relajo por tanto, los
lugares de frecuentar a diario no eran tantos en su agenda. No era mucho de
invitar y quizás ese fuera uno de sus pocos defectos no obstante, era conocido
su buen pagar, no escatimando yantares de alto postín y paladar entendido.
Servilletas perfumadas
cuando comía mariscó, no debían faltar junto a su plato pues era muy de
entretenerse en la limpieza de sus dedos tras cada engullida; en un viaje al
Maresme descubrió los calçots y quienes hallan comido ese tipo de producto
saben muy bien lo pringoso que pueden quedar manos y boca tras ingerir cada uno
de aquellos babosos tubérculos. Protegido como el resto de comensales, detrás
de un amplio babero blanco inmaculado con el nombre bordado del conocido
restaurante Ca’Telmo, Anselmo atacó una teja de calçots bien asados que iba
introduciendo en un cuenco repleto de salsa incierta, una vez bien untados se
estiraba el cuello echando hacia atrás la cabeza para alinear boca y esófago,
dentro de los cuales y sin tocar pared, iban entrando los pueriles cebollinos
hasta desaparecer a la altura del mustio plumero, era como dar pescado fresco a
una foca....el mismito gesto.
Anselmo era de probarlo
todo en el comer, al igual que en las artes amatorias en las que era un experto
doncel, pero tanto en uno como otro campo siempre desplegaba sus normas
higiénicas, lavados de manos y buenos aromas eran un ceremonial previo a sus
placeres mundanos y esa sensación de limpieza le llevaba al éxito. Anselmo era
de modales limpios.
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