sábado, 9 de febrero de 2013

Anselmo y las procesiones


Anselmo no era muy de creer, de hecho prácticamente no creía, pero le gustaba el folclore a rabiar y por eso cada mes de abril, se desplazaba al sur del país para disfrutar de las procesiones; la Semana Santa andaluza lo transformaba, era otro hombre durante aquellos días en los que apenas dormía un par de horas cada jornada.
En un tiempo fue miembro de una hermandad, vestía su túnica y su capirote con desparpajo y aplomo; capa y blusón con delantal, guantes altos y cabeza cubierta por máscara de duelo tocada en lo alto con el clásico capirote ¿colores? Blanco roto para capa y blusón con cruz púrpura en pecho, delantal y guantes, el tocado al igual que la máscara, blanco roto en sintonía con el principal del atuendo.

Vestir aquellas insignes telas era todo un privilegio para el que lo hacía, no era fácil acceder y ser aceptado en una de aquellas hermandades pues eran pequeñas sociedades muy cerradas al forastero, muchas con un cupo establecido de miembros cuya plaza se transmitía de padres a hijos. ¿Qué cómo consiguió Anselmo colarse entre aquellas gentes de cara cubierta y mucho rezar? No estaba muy claro pero corrían rumores diversos en los mentideros.

Se decía que no hacía mucho había donado una buena suma de dinero para la restauración del paso que la hermandad sacaba en las procesiones, un Cristo Redentor siendo azotado por legionarios romanos mientras su madre desolada, lloraba junto a otras mujeres a su lado; se decía también que algunos miembros le debían favores por asuntos turbios ajenos a las cosas del rezar; incluso se llegaba a afirmar que Anselmo tenía influencia sobre el núcleo duro de aquellas gentes devotas del Cristo Redentor. Sea como fuere el caso es que Anselmo se introdujo en aquel grupo y repetía año tras año en sus celebraciones religiosas de la Semana Santa andaluza.

Sabía lucir su vestimenta pues su planta era un regalo para aquella túnica, de cuerpo esbelto y bien proporcionado, toda aquella indumentaria le sentaba como las sedas a un príncipe; era de gustos refinados pero llegado el caso, también sabía vestir de batalla. Ahora, en aquellas tierras, era un moderno templario, devoto del Cristo Redentor y con la fuerza de sus hombros, aunaba esfuerzos para tan digno desfile.

Anselmo era de servir en causas nobles y por ello no dudaba a la hora de prestar su figura para eventos desinteresados, era muy desprendido él; como no era de llorar, si el acto lo requería por su infundía y profundo sentir, se administraba una buena dosis de colirios y entonces sí, de sus ojos brotaban lagrimones y sentimiento a raudales. Anselmo sabía interpretar su papel, por comprometido que este fuera.

Si algo gustaba a Anselmo de toda la parafernalia que implicaba desfilar en las procesiones, eso era el olor a cera quemada desprendida de los gruesos velones que portaban, algunos curiosamente elaborados, Anselmo era muy de velón, y lo llevaba con pulso firme. Se los hacía fabricar en una cerería con mucha tradición y llevaba sus iniciales grabadas en una vitola dorada junto al mango, el velón de Anselmo era especial y atraía las miradas.

No era hombre de saetas, estas le llovían desde los balcones bajo los que pasaban; en una de aquellas procesiones una de estas coplas lastimeras fue dedicada a su persona que en un ambiente solemne y silencioso, sorprendió hasta al propio Anselmo. Todos los sufridos costaleros miraron el rostro de la sufrida garganta que, con lágrimas en los ojos y la facies desencajada, soltaba su sentimiento con versos profundos y resignados. El personal que asistía a la procesión, guardaba un respetuoso silencio tan sólo roto por suspiros entrecortados y quejumbrosos.

En otra ocasión una clavaría le hacía ojitos y se le insinuaba con gestos de la cabeza para que la siguiera a lo largo del recorrido; él, muy solemne, al principio no le hacía caso e iba a lo suyo, a desfilar con entereza y recogimiento, centrado en no perder el paso de su hermandad. Ella lo seguía entre el público sin perderlo de vista y cada vez que sus miradas se cruzaban seguía haciéndole ojitos; más tarde de los ojitos pasó a lanzarle besos subliminales frunciendo ligeramente sus carnosos labios, eso a él empezó a molestarle y lo que al principio se tomó como un juego pasó a tocarle el orgullo, llegó un momento en el que durante uno de los solemnes parones del desfile, ella se lanzó a la calle arrodillándose ante él y entonando una de esas profundas y tristes saetas cantó...

Ese hombre que nos mira desde lo alto,
Ese cuerpo que sufre y sangra;
De rostro hermoso y de cuerpo recio,
De manos fuertes y de piernas largas;
Yo aquí a tus pies te ofrezco,
Mi alma y mi vida entera;
Yo aquí postrada ante vos os digo,
Hacerme vuestra esclava, vuestra esposa, vuestra amiga.
 
El público expectante creía que iba dirigida al Cristo Redentor que, erguido sobre su anda engalanada a espaldas de Anselmo, miraba al tendido con un rictus de dolor y sufrimiento, pero él veía esos ojitos encendidos en pasión no religiosa, veía esos labios carnosos y sonrosados pidiendo ser mordidos y besados, veía esos abultados pechos empujando una blusa entretenida y tensa deseando ser rasgada, veía y veía mientras todo a su alrededor se colmaba de rezos y llantos fingidos.

Con ímprobos esfuerzos, Anselmo se mantuvo impasible  ignorando los ruegos de aquella espontanea que, arrodillada a sus pies y mirando hacia lo alto, clamaba por sus atenciones y sentimientos; el público expectante a su alrededor, contenía la respiración  esperando un desenlace a todas luces incierto. La copla acabó mientras aquel pecho henchido del que había salido tan lastimero ruego, seguía agitándose por el esfuerzo realizado o tal vez por la pasión contenida; como agua de mayo al rescate de los campos yermos, se reanudó la música y los costaleros iniciaron de nuevo su cansino paso dejando tras de ellos a una mujer desolada, que no había conseguido recibir la atención de tan galán protagonista.

Anselmo era de sentir aquellos desfiles, aquel silencio rasgado por músicas solemnes y gargantas desgarradas, aquellos andares lentos y firmes portando a hombros escenas y personajes de otras épocas, de otras gentes que aún de estirpe humilde, escribieron una parte de la historia. Aquellas ciudades inmersas en actos lúdico-religiosos habían aceptado a Anselmo como a uno más de ellos, mostrándole todo su cariño y admiración cada vez que este, engalanado con la túnica sacra, paseaba su hombría por las calles andaluzas.

Anselmo era espectáculo puro y levantaba la curiosidad allá donde iba, las miradas se postraban sobre él en cuanto hacia acto de presencia pues él destacaba y como se sabe, creaba estilo; consciente del valor añadido de su presencia en cualquier acto, él lo llevaba con dignidad y soltura, sabía llevar sobre sus hombros la responsabilidad que se le asignaba y por tanto, la hermandad en la que militaba y su paso con el Cristo Redentor a la cabeza, era de las más esperadas, motivó por el cual siempre cerraba las procesiones más significadas.

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