Anselmo no era muy de
creer, de hecho prácticamente no creía, pero le gustaba el folclore a rabiar y
por eso cada mes de abril, se desplazaba al sur del país para disfrutar de las
procesiones; la Semana Santa andaluza lo transformaba, era otro hombre durante
aquellos días en los que apenas dormía un par de horas cada jornada.
En un tiempo fue miembro
de una hermandad, vestía su túnica y su capirote con desparpajo y aplomo; capa
y blusón con delantal, guantes altos y cabeza cubierta por máscara de duelo
tocada en lo alto con el clásico capirote ¿colores? Blanco roto para capa y
blusón con cruz púrpura en pecho, delantal y guantes, el tocado al igual que la
máscara, blanco roto en sintonía con el principal del atuendo.
Vestir aquellas insignes
telas era todo un privilegio para el que lo hacía, no era fácil acceder y ser
aceptado en una de aquellas hermandades pues eran pequeñas sociedades muy
cerradas al forastero, muchas con un cupo establecido de miembros cuya plaza se
transmitía de padres a hijos. ¿Qué cómo consiguió Anselmo colarse entre
aquellas gentes de cara cubierta y mucho rezar? No estaba muy claro pero
corrían rumores diversos en los mentideros.
Se decía que no hacía
mucho había donado una buena suma de dinero para la restauración del paso que
la hermandad sacaba en las procesiones, un Cristo Redentor siendo azotado por
legionarios romanos mientras su madre desolada, lloraba junto a otras mujeres a
su lado; se decía también que algunos miembros le debían favores por asuntos
turbios ajenos a las cosas del rezar; incluso se llegaba a afirmar que Anselmo
tenía influencia sobre el núcleo duro de aquellas gentes devotas del Cristo Redentor.
Sea como fuere el caso es que Anselmo se introdujo en aquel grupo y repetía año
tras año en sus celebraciones religiosas de la Semana Santa andaluza.
Sabía lucir su
vestimenta pues su planta era un regalo para aquella túnica, de cuerpo esbelto
y bien proporcionado, toda aquella indumentaria le sentaba como las sedas a un
príncipe; era de gustos refinados pero llegado el caso, también sabía vestir de
batalla. Ahora, en aquellas tierras, era un moderno templario, devoto del
Cristo Redentor y con la fuerza de sus hombros, aunaba esfuerzos para tan digno
desfile.
Anselmo era de servir en
causas nobles y por ello no dudaba a la hora de prestar su figura para eventos
desinteresados, era muy desprendido él; como no era de llorar, si el acto lo
requería por su infundía y profundo sentir, se administraba una buena dosis de
colirios y entonces sí, de sus ojos brotaban lagrimones y sentimiento a
raudales. Anselmo sabía interpretar su papel, por comprometido que este fuera.
Si algo gustaba a
Anselmo de toda la parafernalia que implicaba desfilar en las procesiones, eso
era el olor a cera quemada desprendida de los gruesos velones que portaban,
algunos curiosamente elaborados, Anselmo era muy de velón, y lo llevaba con
pulso firme. Se los hacía fabricar en una cerería con mucha tradición y llevaba
sus iniciales grabadas en una vitola dorada junto al mango, el velón de Anselmo
era especial y atraía las miradas.
No era hombre de saetas,
estas le llovían desde los balcones bajo los que pasaban; en una de aquellas
procesiones una de estas coplas lastimeras fue dedicada a su persona que en un
ambiente solemne y silencioso, sorprendió hasta al propio Anselmo. Todos los
sufridos costaleros miraron el rostro de la sufrida garganta que, con lágrimas
en los ojos y la facies desencajada, soltaba su sentimiento con versos
profundos y resignados. El personal que asistía a la procesión, guardaba un
respetuoso silencio tan sólo roto por suspiros entrecortados y quejumbrosos.
En otra ocasión una
clavaría le hacía ojitos y se le insinuaba con gestos de la cabeza para que la
siguiera a lo largo del recorrido; él, muy solemne, al principio no le hacía
caso e iba a lo suyo, a desfilar con entereza y recogimiento, centrado en no
perder el paso de su hermandad. Ella lo seguía entre el público sin perderlo de
vista y cada vez que sus miradas se cruzaban seguía haciéndole ojitos; más
tarde de los ojitos pasó a lanzarle besos subliminales frunciendo ligeramente
sus carnosos labios, eso a él empezó a molestarle y lo que al principio se tomó
como un juego pasó a tocarle el orgullo, llegó un momento en el que durante uno
de los solemnes parones del desfile, ella se lanzó a la calle arrodillándose
ante él y entonando una de esas profundas y tristes saetas cantó...
Ese hombre que nos mira desde lo alto,
Ese cuerpo que sufre y sangra;
De rostro hermoso y de cuerpo recio,
De manos fuertes y de piernas largas;
Yo aquí a tus pies te ofrezco,
Mi alma y mi vida entera;
Yo aquí postrada ante vos os digo,
Hacerme vuestra esclava, vuestra esposa, vuestra amiga.
El público expectante
creía que iba dirigida al Cristo Redentor que, erguido sobre su anda engalanada
a espaldas de Anselmo, miraba al tendido con un rictus de dolor y sufrimiento,
pero él veía esos ojitos encendidos en pasión no religiosa, veía esos labios
carnosos y sonrosados pidiendo ser mordidos y besados, veía esos abultados
pechos empujando una blusa entretenida y tensa deseando ser rasgada, veía y
veía mientras todo a su alrededor se colmaba de rezos y llantos fingidos.
Con ímprobos esfuerzos,
Anselmo se mantuvo impasible ignorando
los ruegos de aquella espontanea que, arrodillada a sus pies y mirando hacia lo
alto, clamaba por sus atenciones y sentimientos; el público expectante a su
alrededor, contenía la respiración
esperando un desenlace a todas luces incierto. La copla acabó mientras
aquel pecho henchido del que había salido tan lastimero ruego, seguía
agitándose por el esfuerzo realizado o tal vez por la pasión contenida; como
agua de mayo al rescate de los campos yermos, se reanudó la música y los
costaleros iniciaron de nuevo su cansino paso dejando tras de ellos a una mujer
desolada, que no había conseguido recibir la atención de tan galán
protagonista.
Anselmo era de sentir
aquellos desfiles, aquel silencio rasgado por músicas solemnes y gargantas
desgarradas, aquellos andares lentos y firmes portando a hombros escenas y personajes
de otras épocas, de otras gentes que aún de estirpe humilde, escribieron una
parte de la historia. Aquellas ciudades inmersas en actos lúdico-religiosos
habían aceptado a Anselmo como a uno más de ellos, mostrándole todo su cariño y
admiración cada vez que este, engalanado con la túnica sacra, paseaba su
hombría por las calles andaluzas.
Anselmo era espectáculo
puro y levantaba la curiosidad allá donde iba, las miradas se postraban sobre él
en cuanto hacia acto de presencia pues él destacaba y como se sabe, creaba
estilo; consciente del valor añadido de su presencia en cualquier acto, él lo
llevaba con dignidad y soltura, sabía llevar sobre sus hombros la
responsabilidad que se le asignaba y por tanto, la hermandad en la que militaba
y su paso con el Cristo Redentor a la cabeza, era de las más esperadas, motivó
por el cual siempre cerraba las procesiones más significadas.
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