Ya no
recordaba la última vez que estuvo con una mujer, no habían dejado de gustarle
pero el territorio en el que se adentró hace muchos años hizo que estas pasaran
a ser un mero recuerdo, abandonando un puesto destacado entre sus prioridades.
Cobra, que así se hacía llamar, era un matador de almas a cuyo fin estas
llegaban tras sufrir el tormento de la carne; como la serpiente, su picadura
era mortal y el desdichado que la experimentaba, veía pasar su vida en segundos
entre convulsiones y pérdida de fluidos, así era su final.
Aquel ser
que una vez fue humano, no tenía escrúpulos y si algún día los tuvo, estos
desaparecieron a base de practicar la maldad; el terror era su biblia y en su
aplicación se esforzaba con todos los sentidos; como buen hijo del diablo
actuaba como su brazo ejecutor sesgando cualquier tipo de esperanza si se
detenía ante tú puerta. Cobra era de ideas nocivas, rebuscadas, poco
recomendables, por eso mejor no hallarse cerca de su radio de acción cuando las
ponía en práctica y eso ocurría con mucha frecuencia.
El odio al
semejante corría por sus venas y si algún día tuvo conciencia, esta se perdió
hace mucho; decía oír la llamada, voces extrañas llegaban a sus oídos y
ordenaban sus conductas, ellas mandaban y él obedecía. Ya de joven había sido
un ser huraño y poco sociable, no muy agraciado físicamente era blanco de bromas
y burlas, nadie hacía piña en torno a su persona por lo que desde siempre había
sido un solitario.
Su mente
retorcida ideaba los escenarios más macabros, las situaciones más funestas, las
acciones más crueles… se diría que su vida era una continua competición con la
Dama Negra por ver quién de los dos sesgaba más vidas en menos tiempo; marcado
por la semilla del mal el tal Cobra era veneno en estado puro y para él no
había antídoto conocido.
Y llegó un
nuevo otoño, odiaba esa época del año donde casi siempre los calores estivales que
tanto le gratificaban tan solo eran un recuerdo; había dejado atrás su
residencia de verano y eso ennegrecía aún más su carácter ya de por si oscuro. Todo
su ser le pedía un desahogo y esto solo podía llegar a través del dolor ajeno
por tanto, una vez más, Cobra debería poner en marcha su maquinaria de maldad.
Acuciado por
problemas de índole variado, su frustración e impotencia ante los
acontecimientos que se cernían sobre él, encontraban como válvula de escape la
práctica del mal en todas sus facetas; cuanto mayor era el dolor infringido,
mayor era el alivio encontrado pero este tan solo era un bálsamo pasajero por
lo que se veía obligado a perpetuar sus artes diabólicas. Cobra era una máquina
de crear sufrimiento y nadie estaba a salvo de su amenaza.
Se revelaba
ante las leyes y quienes las aplicaban, no reconocía autoridad alguna,
infravaloraba al semejante considerándolo despojo terrenal y ante el infortunio,
su crueldad crecía de forma desmesurada. Así era Cobra, un cabrón empedernido
con los instintos a la altura del betún.
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