Uno sabe que no sabe nada o en el mejor de los casos sabe muy
poco de casi todo; sabedor de su ignorancia intenta ocultarla a los ajenos aun
sabiendo que puede ser pillado en un renuncio. Así pues, partiendo de una
precaria posesión de conocimientos y estableciendo como norma la ocultación de
dicha escasez, nos movemos muchas veces fingiendo ser quienes no somos ni nunca
llegaremos a ser.
Instalado en una cómoda y privada introspección, vemos a
través de las ventanas de nuestros ojos un mundo al que creemos tener engañado,
nada puede hacernos sospechar de que nuestra verdad es conocida y de hecho
puede pasar desapercibido no obstante, en ocasiones creemos haber sido
descubiertos y esa sensación nos angustia y avergüenza.
Las palabras no pronunciadas a veces duelen como puñales
desgarrándonos las entrañas, los sentimientos que van unidos a esas palabras
cautivas en nuestro interior se pudren agriándonos el carácter; algunas frases
quedan huérfanas de destinatarios al no ser emitidas o plasmadas en un soporte,
cuando eso ocurre la historia puede tomar un derrotero inesperado y/o
equivocado.
Cuando se oculta la verdad mostrando una falsa imagen, al
principio hay que mantener la comedia prestando atención a los detalles que
puedan delatarnos, con el tiempo y una vez metido en el papel que hayamos
elegido, la actuación es automática, como si fuera una segunda piel que vive
una vida paralela. Con nuestro atuendo camaleónico sabemos que no sabemos casi
nada pero ese detalle queda tan oculto al exterior, que podemos movernos en
determinados círculos sin levantar sospechas.
La ignorancia del ser obliga a desplegar estrategias para
evitar quedar al descubierto, si lo conseguimos podremos llevar una vida falsa
con la que deslumbrar a propios y extraños, solo nosotros en nuestro interior
sabremos que somos una farsa con la que a la larga, nos acostumbraremos a
convivir y en ocasiones esa farsa se convertirá en un lastre del que no
conseguiremos desprendernos.
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