Media semana llevaba aquel hombre a base de caldos y pan
tostado, el hambre ya se hacía notar y contaba las horas para acabar con aquel
calvario al que se había visto abocado tras meses de dolores y desarreglos
intestinales. La fecha indicada se aproximaba y esos últimos días se le estaban
haciendo cuesta arriba al tiempo que pensar en la noche previa, le sumía en una
espesa ansiedad que convulsionaba todo su maltrecho organismo.
Leía una y otra vez las instrucciones recibidas desde el
centro hospitalario, allí le describían que podía y que no podía tomar en los
días previos a la prueba así como el horario para la toma del producto que le
habían suministrado; debía acudir limpio por fuera… y por dentro. Ya sabía lo
que le esperaba pues hacía unos años ya había pasado por aquel calvario pero
desde entonces, tanto él como su entorno próximo estaban mucho más mermados.
Y mientras la fecha señalada llegaba él seguía con sus caldos
y escasa ingesta, los ruidos abdominales aumentaban por momentos como el llanto
de un niño pidiendo el pecho materno y sin encontrar consuelo, cada vez faltaba
menos para el desenlace. En su cabeza
visionaba manjares exquisitos que acababan por hacerlo salivar, el hambre se
cernía sobre él y no conseguía mitigarlo en manera alguna, los bostezos eran
continuos.
Contaba las horas, las noches se le hacían eternas esperando
un nuevo amanecer y por fin llegó la víspera del gran día, ese en el que la abstinencia
debía incrementarse aún más; la dieta líquida iba a ser la tónica de aquella
jornada finalizándola al caer la tarde con la ingesta de los sobres
proporcionados por el hospital y cuyo objetivo era acabar de exprimir aquel
cuerpo debilitado y flojo.
Caldo filtrado y poco más, como mucho un zumo para endulzar
el paladar y ayudar a llenar el estómago en un intento por mitigar sus demandas
de condumio. Ya estaba en la recta final y por experiencia sabía que en unas
horas, sus carnes serían invadidas por un gusano óptico que exploraría cada
rincón de su tubo de escape; impotente vería en el pequeño monitor cada
recoveco de sus mancilladas tripas y en el peor de los casos se toparía con lo
que no debía haber, con lo no deseado.
Como si sus tripas intuyeran el asalto al que iban a ser
sometidas, empezaron a quejarse en forma de retortijones, por momentos parecía
que una gran mano se cerrara en torno a ellas provocando un colapso en
vísceras, vasos y epiplones; el desasosiego llegó para quedarse y no encontraba
postura alguna en la que este disminuyera o cesara. Era la antesala de lo que
estaba por llegar.
Entre calores y malsanas punzadas de tripa, llegó aquel
hombre al hospital a la hora prevista. El apremio se notaba en su cara tras una
noche de evacuaciones interminables, la peste nauseabunda de sus deshechos
orgánicos a medio digerir aun inundaba sus fosas nasales y un sabor dulzón a
materia descompuesta impregnaba su boca dándole un aliento fétido. Estaba
muriendo en vida.
Con solemne resignación se dejó llevar por una enfermera
flacucha de pelo mal tintado, una vez dentro del gabinete y rodeado por
máquinas, vitrinas y una desvencijada camilla, dio comienzo lo que intuía iba a
ser el principio del fin. Una vez
despojado de pantalones y ropa interior, con sus vergüenzas a la vista de todos
y con sus posaderas listas para recibir la infame exploración, cerró los ojos resignado
a su destino; su suerte estaba echada.
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