sábado, 3 de junio de 2017

LA INVASIÓN DE LAS CARNES

Media semana llevaba aquel hombre a base de caldos y pan tostado, el hambre ya se hacía notar y contaba las horas para acabar con aquel calvario al que se había visto abocado tras meses de dolores y desarreglos intestinales. La fecha indicada se aproximaba y esos últimos días se le estaban haciendo cuesta arriba al tiempo que pensar en la noche previa, le sumía en una espesa ansiedad que convulsionaba todo su maltrecho organismo.

Leía una y otra vez las instrucciones recibidas desde el centro hospitalario, allí le describían que podía y que no podía tomar en los días previos a la prueba así como el horario para la toma del producto que le habían suministrado; debía acudir limpio por fuera… y por dentro. Ya sabía lo que le esperaba pues hacía unos años ya había pasado por aquel calvario pero desde entonces, tanto él como su entorno próximo estaban mucho más mermados.

Y mientras la fecha señalada llegaba él seguía con sus caldos y escasa ingesta, los ruidos abdominales aumentaban por momentos como el llanto de un niño pidiendo el pecho materno y sin encontrar consuelo, cada vez faltaba menos para el desenlace. En su  cabeza visionaba manjares exquisitos que acababan por hacerlo salivar, el hambre se cernía sobre él y no conseguía mitigarlo en manera alguna, los bostezos eran continuos.

Contaba las horas, las noches se le hacían eternas esperando un nuevo amanecer y por fin llegó la víspera del gran día, ese en el que la abstinencia debía incrementarse aún más; la dieta líquida iba a ser la tónica de aquella jornada finalizándola al caer la tarde con la ingesta de los sobres proporcionados por el hospital y cuyo objetivo era acabar de exprimir aquel cuerpo debilitado y flojo.

Caldo filtrado y poco más, como mucho un zumo para endulzar el paladar y ayudar a llenar el estómago en un intento por mitigar sus demandas de condumio. Ya estaba en la recta final y por experiencia sabía que en unas horas, sus carnes serían invadidas por un gusano óptico que exploraría cada rincón de su tubo de escape; impotente vería en el pequeño monitor cada recoveco de sus mancilladas tripas y en el peor de los casos se toparía con lo que no debía haber, con lo no deseado.

Como si sus tripas intuyeran el asalto al que iban a ser sometidas, empezaron a quejarse en forma de retortijones, por momentos parecía que una gran mano se cerrara en torno a ellas provocando un colapso en vísceras, vasos y epiplones; el desasosiego llegó para quedarse y no encontraba postura alguna en la que este disminuyera o cesara. Era la antesala de lo que estaba por llegar.

Entre calores y malsanas punzadas de tripa, llegó aquel hombre al hospital a la hora prevista. El apremio se notaba en su cara tras una noche de evacuaciones interminables, la peste nauseabunda de sus deshechos orgánicos a medio digerir aun inundaba sus fosas nasales y un sabor dulzón a materia descompuesta impregnaba su boca dándole un aliento fétido. Estaba muriendo en vida.


Con solemne resignación se dejó llevar por una enfermera flacucha de pelo mal tintado, una vez dentro del gabinete y rodeado por máquinas, vitrinas y una desvencijada camilla, dio comienzo lo que intuía iba a ser el principio del fin.  Una vez despojado de pantalones y ropa interior, con sus vergüenzas a la vista de todos y con sus posaderas listas para recibir la infame exploración, cerró los ojos resignado a su destino; su suerte estaba echada.

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