LA CHICA DE LOS JEANS
Últimamente venía más maquillada que de costumbre, sombra de
ojos, labios perfilados, algo de colorete en las mejillas… su indumentaria no
había cambiado sin embargo tenía otro aire, estaba más atractiva, algo en ella
era distinto pero no acertaba a dar con qué.
Las mañanas se sucedían una tras otra, él la oía entrar en
casa desde su cama, dirigiéndose a la cocina donde iniciaba su ritual: zapatillas,
delantal, el pelo recogido en un moño o coleta, guantes de látex… siempre
enfundada en unos jeans ajustados que resaltaban su espléndida figura; no
tardaba en asomarse a su habitación y con el saludo matutino sus vidas entraban
en un bucle como ocurría en el film El
día de la marmota.
Silenciosa como una gata iba y venía por la casa plumero en
mano eliminando cualquier atisbo de injuria higiénica, injuria que por otro
lado solo ella veía; a él le gustaba verla moverse y ella hacía tiempo que lo
sabía, porque esas cosas se notan y ella no era tonta de manera que sabiéndose
observada, ella se movía para él.
Aquella mañana era especialmente calurosa, la noche, una más,
había sido tórrida haciendo difícil conciliar el sueño, él llevaba muchas horas
despierto cuando ella llegó; tumbado sobre la cama con las sábanas revueltas,
esta ardía como un horno calentando toda su piel, ansiaba darse una ducha pero
no podía moverse. Ella entró en la habitación dándole los buenos días al tiempo
que se anudaba la coleta, él le pidió que se la soltara por un momento y agitara
la cabeza, le encantaba verla con el pelo suelto y algo revuelto, ella rio ante
su petición y procedió a soltar la goma que sujetaba su largo cabello, agitó la
cabeza liberándolo y este quedó libre
sobre sus hombros cubriéndole parcialmente el rostro.
Accionó el interruptor y la persiana inició su ascenso convirtiendo
las sombras en claridad; pudo verla con total nitidez, allí plantada ante él
con los brazos en jarras, el pelo suelto y una mueca burlona en sus labios lo
conminaba a levantarse bajo la amenaza de tirar de sus sábanas (todos los días
igual). Sabía que solía dormir desnudo y él que ella lo sabía pero no le
importaba que llegara a cumplir su amenaza, quizás lo deseaba para poder ver su
reacción.
Ella siempre tenía calor, cualquier prenda a poco que se
moviera la agobiaba no tardando en subirse las mangas a la altura de los codos;
con la llegada del buen tiempo solía
llevar camisetas, muchas veces sin mangas mostrando sus hombros y dejando al
descubierto sus largos brazos, era cuando más cómoda iba; aquella mujer iba
sobrada de energías aunque también, por qué no decirlo, era un poco exagerada
en sus impresiones térmicas. Tenía un punto de pícara arrogancia y siempre lo
estaba probando con retos y medias palabras, a él le divertía aquel juego de
veladas insinuaciones que ya se había convertido en costumbre entre ellos,
ambos se lo decían todo sin necesidad de decirse nada.
Esa mañana de viernes era distinta, algo iba a cambiar entre
ellos pero aún no lo sabían; ante las pocas ganas que él parecía mostrar por
levantarse y dado que precisaba de cierta ayuda a causa de su movilidad
reducida, ella se acercó hasta el borde de su cama con intención de ejecutar su
amenaza pero él sonrío al verla acercarse. Levantó su mano acercándola a ella y
esta lo imitó hasta que sus dedos entraron en contacto entrelazándose, entonces
y de forma intuitiva tiro de ella hacia él convencido de que ella aflojaría su
presión soltándose pero no fue así.
Se aproximó sin soltarse y se sentó en el borde de la cama
junto a él, sus manos seguían unidas y la presión se convirtió en caricia
mientras se miraban; un “buenos días” salió de la boca de él mientras se
acomodaba contra la almohada al tiempo que la sábana resbalaba sobre su pecho.
Ella respiró hondo elevando la mirada hacia el techo, su larga melena se meció
acariciando su espalda hasta que con un delicado movimiento de su cuello volvió
a posarse sobre sus hombros, lo miró con la cabeza ladeada y una sonrisa afloró en sus labios.
¿No vas a darme un beso de buenos días? ―le preguntó él con
tono burlón. Ella soltó su mano y tras llevársela a los labios posó dos dedos sobre
los de él diciéndole ―date por besado―; acto seguido se levantó y sin darle la
espalda fue alejándose hasta salir de la habitación. Él vio cómo se marchaba
quedando con una sensación agridulce, aun sentía sus dedos sobre los labios y
una última mirada le hizo volver a disfrutar de aquella figura que tanto le
gustaba y que apenas hacía unos instantes había tenido tan cerca.
Aquella historia que él elucubraba en su cabeza era imposible
y sobre todo no conveniente, principalmente para ella dadas sus circunstancias
maritales, por tanto él tendría que conformarse con verla moverse por casa
aquellas dos mañanas a la semana disfrutando de sus sonrisas y sus breves
conversaciones pero sobre todo, de la visión de aquel cuerpo espigado enfundado
en unos ajustados jeans que se movía
con una agilidad felina excitando todos sus sentidos.
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