Ludópata y borrachín, Bartolo era de armas tomar; había
tomado los hábitos en Sigüenza y desde entonces rompía un voto tras otro
amparándose en su flojedad de espíritu, no sin el propósito de enmendar su
carácter disoluto a través de la penitencia. Tenía acobardado a su prior el
cual veía en Bartolo, a un alma descarriada de su rebaño que necesitaba ser
conducida por el buen camino; era voluntarioso pero inconstante donde los haya,
simpático hasta la saciedad aportaba la chispa de alegría que le faltaba a
aquel pequeño monasterio.
El joven monje era despistado y raro el amanecer en el que no
se le pegaban las sábanas saliendo a medio vestir de su celda para no llegar
tarde al rezo de maitines; sabido era de todos que Bartolo tenía un canto fino,
su voz aflautada no había cambiado con la pubertad y esto lo hacía pieza clave en el coro que entonando sus
cánticos gregorianos, se había hecho famoso recorriendo todo el país. Aquellos
viajes le gustaban a Bartolo, era muy de mirar por las ventanillas y
acostumbrado como estaba, al claustro y las cuatro dependencias de su viejo
monasterio, sus ojos se abrían como platos cuando cruzaban campiñas y ciudades.
Era asiduo a rondar las cocinas, muy dado a sisar de la
despensa al menor descuido del hermano cocinero el cual rabiaba cada vez que
veía una falta en sus alacenas, sabedor de quien había sido el causante del
hueco creado; Bartolo era el benjamín del priorato aunque ya había cumplido los
veinte, todos esperaban el día en que asentara las madejas que andaban sueltas
dentro de su cabeza y su comportamiento diera un giro radical acorde con la
vida que entre aquellos muros se llevaba, pero aquel día no llegaba.
Bartolo nunca había visto el mar, nacido en un pequeño pueblo
manchego solo salió de él para ir a Sigüenza y de ahí al monasterio con escasos
quince años; una mañana todos los monjes andaban un tanto revolucionados
haciendo pequeños corrillos por pasillos y alrededor del claustro. A Bartolo la
noticia le llegó el último pues por algo él era siempre el último en llegar a
todo; al coro le había salido un bolo en la ciudad costera de Benidorm y todos
andaban como locos ante la expectativa del viaje a un lugar del que tanto se
hablaba desde principios de los 70. Con el hábito a medio poner y el cordón que
hacía las veces de cinturón mal ajustado, salió de su celda con las sandalias
en la mano y su característica sonrisa bobalicona en los labios.
─ ¿Qué pasa, que acontece hermanos en esta mañana del señor?
Preguntaba a todo quien se cruzaba en su camino.
─ Designios divinos Bartolo, nos vamos a Benidorm. Le
contestaban unos y otros exultantes de alegría.
Bartolo, sin perder la sonrisa matutina, no acababa de
ajustar la idea en su cabeza, había visto algunas fotos de esa ciudad en
revistas que a veces dejaban en las cocinas quienes venían a abastecer la
despensa, su mente se llenó con imágenes de sol, playas y biquinis, cientos,
miles de biquinis sobre pieles sonrosadas y a medio quemar que pronto le dieron
picazón por todo el cuerpo. El coro actuaría en el auditorio de Benidorm y él
era su voz más significada, todas las miradas estarían puestas en su humilde
figura y eso empezó a angustiarle.
Pasaron las semanas y llegó el gran día, el autobús esperaba
en la puerta del monasterio a primera hora de la mañana, como era costumbre
cuando salían de gira; el ánimo estaba por las nubes en aquel grupo de monjes
que a medida subían y ocupaban sus asientos, se sentían eufóricos y
emocionados, el ambiente era distinto al de otros viajes. El coro lo formaban
quince voces y un hermano director entrado en años que exigía lo mejor de cada
uno, siendo el artífice de que el grupo sonara como lo hacía; el autobús partió
con las primeras luces de la mañana, cruzando los campos de España en dirección
a la costa mediterránea donde en unas horas volverían a encontrar la gloria.
A media tarde llegaban a las afueras de Benidorm, desde mucho
antes de llegar vieron el perfil inconfundible del skyline de la ciudad, sus
rascacielos imposibles jugaban con las nubes mientras a sus pies una alfombra
de cemento y vida, abrazaba las dos grandes bahías; entraron por la Avenida
Alfonso Puchades y todo a su alrededor vibraba actividad, llegaron a la Avenida
Rey Jaime I con los ojos desorbitados por tanto bullicio, acostumbrados a la
soledad de su claustro no salían de su asombro, cada vez más cerca de su
destino.
El grupo de monjes tenía reservadas habitaciones en un
pequeño hostal del casco urbano próximo al gran parque donde se ubicaba el
Auditorio Julio Iglesias, lugar del recital, acostumbrados a la austeridad
cualquier pequeño lujo era toda una novedad, en sus giras por provincias solían
alojarse en conventos o residencias religiosas más acordes a su estilo de vida
pero esta vez, el establecimiento adjudicado era ajeno a credos y dioses.
Entrar o salir implicaba verse rodeado por una vorágine desinhibida de pieles
morenas y generosas que mostrando su desnudez, a veces de forma impúdica,
sacaban los colores a la pequeña congregación de santurrones venidos de tierra
adentro. Bartolo era feliz y ya no sabía a donde mirar, estaba en edad de
desear y por mucho que flagelara sus partes íntimas, no conseguía apartar de su
cabeza aquellas sugerentes curvas que abundaban por doquier; labios, pechos,
nalgas, muslos y caderas, todo atormentaba la mente de Bartolo desde el mismo
momento en que sus sandalias pisaron el suelo de Benidorm.
El concierto era a las nueve y debían estar allí un par de
horas antes para un ensayo de sonido, tras unas oraciones en la sala que tenían
adjunta a sus habitaciones, el coro estuvo listo para partir. Cuando llegaron
ya había gente en las inmediaciones del auditorio, mucha más de la que
esperaban, eso les sorprendió y a Bartolo se le hizo un nudo en el estómago, su
momento se acercaba y el hábito no le tocaba el cuerpo, sus manos nerviosas no
dejaban de manosear el cordón que anudaba su cintura en cuyo extremo bailaba un
tosco crucifijo de madera muy desgastado, herencia del hermano Simón, fallecido
la primavera anterior. Era costumbre enterrarlos con el hábito y su crucifijo,
estos lo habían intercambiado poco antes de la muerte del primero en señal de
amistad eterna, durante el largo viaje al paraíso cada uno llevaría el
crucifijo del otro.
Llegó la hora, el escenario los esperaba y tras anunciarlos
un gran aplauso surgió de las miles de almas que se agolpaban en sus asientos,
ansiosas por escucharlos; las gargantas coreaban sus nombres pues a pesar de su
misticismo y aislamiento, eran más conocidos de lo que pensaban. Aquel grupo de
monjes benedictinos nunca lograba superar el miedo escénico y Bartolo era el
que peor lo llevaba de todos; el silencio inundó aquel auditorio y un coro de
voces tomó el protagonismo del lugar, su canto gregoriano se dejó sentir
llegando a lo más profundo de aquellas miles de almas que, atónitas por sus
acordes y ritmo monótono pero profundo, habían sido hipnotizadas. La voz de
pajarillo triguero de Bartolo, destacó en la entrada de un canto sacro muy
particular y todo el auditorio se vino abajo con sus aplausos al concluir, lo
habían vuelto a conseguir y esta vez en una tierra donde el demonio y las
tentaciones campaban a sus anchas sin medida ni control.
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