sábado, 1 de octubre de 2016

EL MONJE BARTOLO

Ludópata y borrachín, Bartolo era de armas tomar; había tomado los hábitos en Sigüenza y desde entonces rompía un voto tras otro amparándose en su flojedad de espíritu, no sin el propósito de enmendar su carácter disoluto a través de la penitencia. Tenía acobardado a su prior el cual veía en Bartolo, a un alma descarriada de su rebaño que necesitaba ser conducida por el buen camino; era voluntarioso pero inconstante donde los haya, simpático hasta la saciedad aportaba la chispa de alegría que le faltaba a aquel pequeño monasterio.

El joven monje era despistado y raro el amanecer en el que no se le pegaban las sábanas saliendo a medio vestir de su celda para no llegar tarde al rezo de maitines; sabido era de todos que Bartolo tenía un canto fino, su voz aflautada no había cambiado con la pubertad y esto lo hacía  pieza clave en el coro que entonando sus cánticos gregorianos, se había hecho famoso recorriendo todo el país. Aquellos viajes le gustaban a Bartolo, era muy de mirar por las ventanillas y acostumbrado como estaba, al claustro y las cuatro dependencias de su viejo monasterio, sus ojos se abrían como platos cuando cruzaban campiñas y ciudades.

Era asiduo a rondar las cocinas, muy dado a sisar de la despensa al menor descuido del hermano cocinero el cual rabiaba cada vez que veía una falta en sus alacenas, sabedor de quien había sido el causante del hueco creado; Bartolo era el benjamín del priorato aunque ya había cumplido los veinte, todos esperaban el día en que asentara las madejas que andaban sueltas dentro de su cabeza y su comportamiento diera un giro radical acorde con la vida que entre aquellos muros se llevaba, pero aquel día no llegaba.


Bartolo nunca había visto el mar, nacido en un pequeño pueblo manchego solo salió de él para ir a Sigüenza y de ahí al monasterio con escasos quince años; una mañana todos los monjes andaban un tanto revolucionados haciendo pequeños corrillos por pasillos y alrededor del claustro. A Bartolo la noticia le llegó el último pues por algo él era siempre el último en llegar a todo; al coro le había salido un bolo en la ciudad costera de Benidorm y todos andaban como locos ante la expectativa del viaje a un lugar del que tanto se hablaba desde principios de los 70. Con el hábito a medio poner y el cordón que hacía las veces de cinturón mal ajustado, salió de su celda con las sandalias en la mano y su característica sonrisa bobalicona en los labios.

─ ¿Qué pasa, que acontece hermanos en esta mañana del señor? Preguntaba a todo quien se cruzaba en su camino.
─ Designios divinos Bartolo, nos vamos a Benidorm. Le contestaban unos y otros exultantes de alegría.

Bartolo, sin perder la sonrisa matutina, no acababa de ajustar la idea en su cabeza, había visto algunas fotos de esa ciudad en revistas que a veces dejaban en las cocinas quienes venían a abastecer la despensa, su mente se llenó con imágenes de sol, playas y biquinis, cientos, miles de biquinis sobre pieles sonrosadas y a medio quemar que pronto le dieron picazón por todo el cuerpo. El coro actuaría en el auditorio de Benidorm y él era su voz más significada, todas las miradas estarían puestas en su humilde figura y eso empezó a angustiarle.


Pasaron las semanas y llegó el gran día, el autobús esperaba en la puerta del monasterio a primera hora de la mañana, como era costumbre cuando salían de gira; el ánimo estaba por las nubes en aquel grupo de monjes que a medida subían y ocupaban sus asientos, se sentían eufóricos y emocionados, el ambiente era distinto al de otros viajes. El coro lo formaban quince voces y un hermano director entrado en años que exigía lo mejor de cada uno, siendo el artífice de que el grupo sonara como lo hacía; el autobús partió con las primeras luces de la mañana, cruzando los campos de España en dirección a la costa mediterránea donde en unas horas volverían a encontrar la gloria.

A media tarde llegaban a las afueras de Benidorm, desde mucho antes de llegar vieron el perfil inconfundible del skyline de la ciudad, sus rascacielos imposibles jugaban con las nubes mientras a sus pies una alfombra de cemento y vida, abrazaba las dos grandes bahías; entraron por la Avenida Alfonso Puchades y todo a su alrededor vibraba actividad, llegaron a la Avenida Rey Jaime I con los ojos desorbitados por tanto bullicio, acostumbrados a la soledad de su claustro no salían de su asombro, cada vez más cerca de su destino.

El grupo de monjes tenía reservadas habitaciones en un pequeño hostal del casco urbano próximo al gran parque donde se ubicaba el Auditorio Julio Iglesias, lugar del recital, acostumbrados a la austeridad cualquier pequeño lujo era toda una novedad, en sus giras por provincias solían alojarse en conventos o residencias religiosas más acordes a su estilo de vida pero esta vez, el establecimiento adjudicado era ajeno a credos y dioses. Entrar o salir implicaba verse rodeado por una vorágine desinhibida de pieles morenas y generosas que mostrando su desnudez, a veces de forma impúdica, sacaban los colores a la pequeña congregación de santurrones venidos de tierra adentro. Bartolo era feliz y ya no sabía a donde mirar, estaba en edad de desear y por mucho que flagelara sus partes íntimas, no conseguía apartar de su cabeza aquellas sugerentes curvas que abundaban por doquier; labios, pechos, nalgas, muslos y caderas, todo atormentaba la mente de Bartolo desde el mismo momento en que sus sandalias pisaron el suelo de Benidorm.


El concierto era a las nueve y debían estar allí un par de horas antes para un ensayo de sonido, tras unas oraciones en la sala que tenían adjunta a sus habitaciones, el coro estuvo listo para partir. Cuando llegaron ya había gente en las inmediaciones del auditorio, mucha más de la que esperaban, eso les sorprendió y a Bartolo se le hizo un nudo en el estómago, su momento se acercaba y el hábito no le tocaba el cuerpo, sus manos nerviosas no dejaban de manosear el cordón que anudaba su cintura en cuyo extremo bailaba un tosco crucifijo de madera muy desgastado, herencia del hermano Simón, fallecido la primavera anterior. Era costumbre enterrarlos con el hábito y su crucifijo, estos lo habían intercambiado poco antes de la muerte del primero en señal de amistad eterna, durante el largo viaje al paraíso cada uno llevaría el crucifijo del otro.


Llegó la hora, el escenario los esperaba y tras anunciarlos un gran aplauso surgió de las miles de almas que se agolpaban en sus asientos, ansiosas por escucharlos; las gargantas coreaban sus nombres pues a pesar de su misticismo y aislamiento, eran más conocidos de lo que pensaban. Aquel grupo de monjes benedictinos nunca lograba superar el miedo escénico y Bartolo era el que peor lo llevaba de todos; el silencio inundó aquel auditorio y un coro de voces tomó el protagonismo del lugar, su canto gregoriano se dejó sentir llegando a lo más profundo de aquellas miles de almas que, atónitas por sus acordes y ritmo monótono pero profundo, habían sido hipnotizadas. La voz de pajarillo triguero de Bartolo, destacó en la entrada de un canto sacro muy particular y todo el auditorio se vino abajo con sus aplausos al concluir, lo habían vuelto a conseguir y esta vez en una tierra donde el demonio y las tentaciones campaban a sus anchas sin medida ni control.

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