Cuánta razón tenía el viejo refrán, estaba comprobado que en
cuanto caían unas gotas el local se quedaba vacío, la gente reacia a salir lo
hacía lo meramente indispensable dejando muchos compromisos para otros momentos más benévolos y así el negocio se
resentía. Tras una semana de fiestas también afectadas por el mal tiempo,
llegaban las verdaderas lluvias, nada de chirimiri, lluvia de verdad, la de
calar ropas y terrenos, la de inundar bajos y túneles, la de sacar ríos de sus
cauces…
El personal que solía acudir
al establecimiento era de desplazamiento difícil o al menos precario,
restringido podría decirse; eran de andar o rodar comprometido, estando muy
influido este por el estado de las infraestructuras, en estas circunstancias la
lluvia y el mal tiempo en general eran un hándicap añadido a su debilitada
existencia, motivo por el cual se cuidaban muy mucho de riesgos innecesarios.
En días de naturaleza
turbia como el que había amanecido, no quedaba otra que mirarse a las
caras esperando la irrupción del despistado de turno, el valiente o
inconsciente que había decidido hacer frente a los elementos, al que no le
preocupaban las inclemencias
climatológicas y que cuando llegaba te soltaba con una sonrisa el sainete de a mal tiempo buena cara; él era mi héroe,
un Lancelot rodante o de andar precario que se abría camino a través de un
entorno hostil luchando por su comanda.
La tienda solía estar vacía en días como ese, el miedo a
resbalar por parte de los potenciales clientes, era otro de los peligros a
evitar; los suelos mojados, los charcos, el viento y las nubes descargando el
contenido de sus vientres algodonosos eran mucho enemigo contra el que luchar,
mejor mantenerse a resguardo en la retaguardia de nuestro hogar y dejar pasar
la batalla climatológica. El resultado era un cajón vacío y seco que ya de por
si era difícil llenar, los tiempos no acompañaban y todo eran dificultades,
cada día una sorpresa a la que enfrentarse, un nuevo reto que superar.
Y la lluvia seguía cayendo, buen inicio del otoño, frío y chubascos
después de un verano atípico con temperaturas inusualmente irregulares;
anunciaban una estación cálida, demasiado cálida para lo acostumbrado pero a la
vista de cómo estaba el día nadie podía imaginárselo. Tan solo quedaba esperar
a que escampara pero la jornada ya estaba echada a perder pues cuando la calle
se mojaba, la economía se resentía y con esta todos los engranajes del sistema
productivo de aquel peculiar establecimiento y las gentes que lo hacían avanzar,
eran las malas jugadas de los hados que en su capricho diario marcaban la vida
y la muerte de unos peones predestinados al sufrimiento.
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