El mar era su mundo, las
profundidades su reino natural, aquella sirena mitad pez, mitad mujer era una
diosa en aquel medio y la naturaleza había querido dotarla de una belleza fuera
de lo común; surcaba las aguas con movimientos delicados, sus giros imprevistos
demostraban una gran agilidad y verla avanzar en sus paseos submarinos era todo
un regalo para la vista. Su mitad humana era una delicia para los sentidos,
tocada con una larga cabellera rubia, esta era mecida por las corrientes a
medida que evolucionaba a través de las aguas mientras que una diminuta
estrella de mar, adornaba un lateral de su cabeza; su rostro era una proeza de
los dioses, unos labios finos perfilaban una boca cuya sonrisa hechizaba a todo
aquel afortunado que tenía ocasión de verla y sobre esta, una nariz tallada en
mármol acompañaba al tesoro más valorado, sus ojos; verdes como las esmeraldas,
brillaban en la distancia y con su brillo iluminaban todo a su alrededor, era
de mirada profunda y limpia y cuando su vista se posaba en otros seres vivos,
aceleraba el latido de sus corazones.
Aquel rostro de belleza
infinita, coronaba un exquisito cuerpo de formas bien proporcionadas, un
delicado cuello se fundía marcando el límite entre dos hombros anchos y de
formas atléticas esculpidos a lo largo de una vida vivida en las profundidades;
sus brazos finos y a la vez adecuadamente musculados, eran la prolongación de
su alma, con ellos nadaba, cambiaba la dirección de su avance o manipulaba
sobre los fondos marinos a través de unas manos delicadas con largos y fuertes
dedos. Su tronco dotado de una espalda vigorosa pero armónica acababa en una
estrecha cintura en medio de la cual resaltaba un ombligo mágico, redondo,
encantador; un poco más arriba aquel cuerpo de dimensiones perfectas mostraba
unos pechos redondos, firmes, de formas maestras en medio de los cuales
dos areolas sonrosadas y duras,
desafiaban al medio en que se movía.
Su mitad animal la
completaba una vigorosa cola plateada que unía ambas piernas siendo el motor de
aquel ser de ensueño, miles de pequeñas escamas formaban una coraza resistente
y flexible a la vez, en cuyo extremo caudal destacaba una gran aleta que a modo
de abanico batía el agua lanzándola hacia delante a velocidades de vértigo.
Unas discretas aletas laterales aseguraban una buena estabilización en su
progresión, abriendo las aguas como una
reina que atravesara las filas de sus ejércitos.
La unión de sus dos
mitades lucía una cadena de oro anclada sobre sus bien formadas caderas y de
esta, pequeñas conchas marinas colgaban a modo de amuletos encantados. Todo el
conjunto era una proeza con la que la naturaleza había tenido a bien regalar a
los océanos, estos en agradecimiento a tan preciado don la cuidaban y mimaban
con celo, siendo los mares el patio de su casa y sus fondos marinos su jardín
del edén particular.
Todos los seres de aquel
mundo fantástico la respetaban y querían, ella los visitaba con cada una de sus
incursiones submarinas; anémonas y corales, rosas de mar y praderas de
posidonia, caracolas y estrellas de mar, peces de colores y grandes
depredadores, todos le rendían pleitesía y la admiraban por qué ella era su
reina y como a tal, todos adoraban. Era frecuente verla posada sobre una roca
dejándose acariciar por los tibios rayos de sol, en otras ocasiones era la luna
quien con mirada curiosa seguía todas sus evoluciones en un mar caprichoso.
Gustaba de mantenerse
erguida sobre su cola apoyando la aleta caudal en el fondo marino, con sus
delicadas manos cogía una caracola que llevaba a su oreja oyendo el rumor de
las profundidades, era una forma de comunicarse y estar al tanto de todo lo que
ocurría en su reino; siempre vigilante y presta a actuar, nuestra sirena
recorría los mares acompañada de una legión de pequeños peces plateados que a
modo de guardia personal, la custodiaban y seguían; todo aquel cardumen con ella a la cabeza, revisaban palmo a palmo
extensos territorios manteniendo el orden de aquel medio en el que todos vivían
en equilibrio y de cuya pureza dependía su existencia.
Las cosas no andaban bien
últimamente, los vertidos incontrolados eran el pan nuestro de cada día,
existiendo zonas verdaderamente amenazadas; aceites, petróleo, plásticos y un
sinfín de materias difíciles de enumerar, surcaban los océanos contaminándolo
todo a su paso, a la vista de tales despropósitos cabría pensar en gentes
convencidas de que si la porquería no llegaba a las costas no pasaba nada pero
el sentido común nos hace ver el craso
error de tal aseveración.
Mientras el hombre
envenenaba sus mares aquella sirena de perfiles esculturales y su abnegada
corte se desplazaban buscando aguas cristalinas, fondos sin profanar, especies
por conocer… el mar abierto era su autopista, las barreras de coral sus áreas de descanso y en ellas se congregaban
múltiples ejemplares procedentes de todos los confines de los océanos para
verla y aclamarla; ella respondía agradecida con su canto melodioso el cual
llegaba a muchas millas de distancia. Tras el deleite de su congregación seguía
viaje visitando a otras comunidades repartidas por todos los mares del planeta,
en estos era recibida como una diosa y con su presencia la leyenda de su ser
iba creciendo.
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