sábado, 30 de julio de 2016

EL ROSTRO HERIDO

Aquel rostro hervía por sus cuatro costados, apenas llevaba una semana en el pueblo costero al que solía acudir cada verano y los estigmas dérmicos ya se cebaban con su cuerpo, cada año era peor y el sol fusilaba su piel sin piedad dejándola seca como un papiro egipcio. Su mente no estaba mucho mejor pues el ánimo en los últimos tiempos andaba plagado de brechas como un campo de batalla surcado de trincheras, cadáveres y bruma.

Las noches las pasaba buscando una parcela de frescor sobre sus sábanas recalentadas, el ir y venir de un extremo a otro no cesaba y ya entrado el amanecer de un nuevo día, su cuerpo estaba roto por tanto ejercicio nocturno. La ola de calor duraba ya varias semanas y las gentes no acostumbradas a ello, reventaban sus aparatos de aire acondicionado abusando de su potencia; salir a la calle era todo un acto de fe, buscar la arena y tumbarse al sol un suicidio dérmico.

Con el rostro descompuesto, la piel tirante como la de una pandereta y acuciado por un prurito inconsolable, cualquier gesto era una proeza plena de esfuerzo y sufrimiento, aquella facies estaba detenida en el tiempo como la de una figura de cera y una expresión imperturbable se había instalado en aquel hombre de mirada triste.

Era su particular suplicio y con el intentaba purgar su desperdiciada existencia, aquel corazón amaba lo inamable pero durante años no lo supo, ahora aquel amor quedó como una anécdota de su juventud marchita. Aquellos resecos surcos en la piel de su cara, se habían convertido en el cauce de sus lágrimas las cuales regaban profusamente aquel desierto dérmico carente de expresión.

La mirada triste bajo aquellos párpados caídos era el peaje de una vida llena de hechos indeseados, de un trayecto tortuoso lleno de limitaciones y deseos inalcanzables; los escasos momentos de luz e ilusión fueron eclipsados por las brumas de la realidad, una realidad en la que su vida se fue consumiendo como un cigarrillo mal apagado. La mirada perdida de aquel rostro herido, veía imágenes muy lejanas a su entorno próximo, los azules turquesa de aquellos lugares contrastaban con los grises y negros del espacio físico que lo rodeaba.

Escapar a aquellas tierras lejanas aunque tan solo fuera con la imaginación, le inyectaba un soplo de aire fresco y le ayudaba a mantener la cordura; la visión de la laguna de aguas cristalinas a través del palmeral mecido por la brisa de ultramar, le confería nuevas fuerzas para aguantar un día más, quizás el último. Cerraba los ojos y era capaz de saltar los tres mares posando sus pies sobre las finas arenas de una isla coralina perdida en mitad del Pacífico, allí el tiempo tenía otro ritmo y el transcurrir de cada jornada venía marcado por los astros.

Entre sorbo y sorbo de ese paraíso inalcanzable, su rostro herido se relajaba dejándose llevar por las idílicas imágenes atrapadas en su cabeza; pronto estas desaparecerían y una vez más la congestión, la tirantez y el prurito volverían a hacerse patentes devolviéndolo a su triste y agónica realidad. El contraste entre la luz de aquellas tierras y la oscuridad de su existencia lo llevaba a deambular intentando huir de su mundo convertido en los últimos tiempos en prisión inexpugnable; detenerse cada mañana delante de los mismos muros le recordaba quien fue y le martirizaba al ver en quien se había convertido.

Con la caída del sol volvía a casa tras una jornada más carente de sentido, unas horas vacías de contenido, un tiempo robado al resto de su existencia; el rostro herido sufría en silencio lo físico y lo anímico sin hallar consuelo en un mañana que se prometía de lo más incierto. Aquel rostro de ojos hundidos y tristes había vivido las grandezas y limitaciones de la vida, su memoria almacenaba miles de imágenes perdidas en el recuerdo, lugares lejanos, amores prohibidos, negocios fallidos, encuentros inesperados, amistades olvidadas… todo ello formaba su línea vital y ahora, a punto de concluirla, nada de todo aquello tenía sentido.


Rascaba aquella piel encendida sin encontrar el consuelo, la comezón lo consumía las veinticuatro horas del día y solo la aplicación reiterada de ungüentos, aliviaba por unos minutos su desazón. Aquel estigma dérmico marcaba sus rutinas, sus relaciones y su descanso; toda su vida giraba en torno a aquella cubierta reseca y congestionada que envolvía su rostro, aquel rostro herido había venido al mundo para sufrir.

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