Un tórrido día de julio del año del señor de 1814, andábame
yo con la mente llena de ideas notables por los jardines del Real cuando a mi
alrededor, cientos de chicuelos piojosos y malnutridos asediaban mi calesa de
maderas nobles y repujados principales; mis corceles inquietos se abrían paso
entre lo peor de la plebe con pasos cortos y nerviosos, el griterío era
ensordecedor y aquellas caras sucias de ojos saltones estaban por todas partes.
Yo seguía ensimismado en mis elucubraciones mientras mi
cochero lidiaba con la masa humana que nos rodeaba, ajeno al entorno organizaba
en mi cabeza las próximas fechorías. Segismundo Dos Hoces y Viceversa, o sea
yo, tenía una doble vida que nadie parecía percibir, su personalidad se
desdoblaba con total naturalidad y nada hacía pensar que las acciones de ambas
correspondían a una misma persona. Podía ser cruel y despiadado, receloso y
déspota, disfrutando del tormento y la desgracia ajena o por el contrario
comportarse como el más piadoso de los mortales, fiel devoto de San Isaías el
ajusticiado, amigo de ayudar al prójimo y siempre con las puertas de su casa
abiertas a quien lo necesitara.
Esa mañana no estaba claro cuál de las dos personalidades
vestía Segismundo, estaba muy callado desde primeras horas de la mañana, algo
rondaba por su cabeza y no estaba muy claro si era bueno o malo. El carruaje
seguía avanzando por las estrechas callejuelas con precaución pero sin freno,
si alguien se cruzaba en su camino quedaría atrás arrollado y maltrecho; era lo
que tenía la alcurnia, no respetaba a las clases más humildes y desfavorecidas.
Era su intención ejecutar el desahucio a un par de vecinos
que no estaban al corriente con sus rentas pero se recreaba en los plazos
acrecentando la angustia e incertidumbre de sus deudores; calculaba cual sería
la mejor hora para presentarse en sus propiedades con la autoridad y llevar a
cabo el desalojo, en cual infligiría más dolor y desconcierto… era su vena
malvada. Como si se cerrara una puerta, cambiaba el hilo de sus pensamientos aflorando su parte más
benévola y solidaria, su mente volaba a causas más mundanas e intrascendentes,
se preocupaba por la marcha de las cosechas ajenas, se interesaba por el
funcionamiento de los distintos gremios, prestaba ayuda desinteresada cuando
menos se esperaba y a quien menos lo esperaba. Así era Segismundo, bipolar de
pura cepa.
Esa mañana se había levantado con el morro torcido, las cosas
no le salían como hubiera querido y se encaminaba a su fábrica de hielo a tomar
medidas drásticas en algunos asuntos; no
estaba contento con el sistema de distribución, algunos carreteros se recreaban
y tardaban demasiado en hacer sus entregas, todos ellos dejarían de trabajar
para él en las próximas horas y además estaba decidido a recortarles los
salarios a quienes continuaran. No tenía competencia alguna y era dueño de casi
todas las tierras y comercios del burgo en que vivía así pues no tenía por qué
preocuparse, hacía y deshacía a su antojo. La ciudad dependía de Segismundo.
Cuando llegaron a la fábrica encontraron el almacén donde se
guardaban los bloques de hielo, con las puertas abiertas y nadie a la vista,
todo estaba desierto y la montaña de hielo se derretía con el calor del estío; se
acercaron a la fábrica en cuya entrada se amontonaban sin orden una docena de
carromatos y más de lo mismo, ni un alma viviente hasta donde alcanzaba la
vista. Segismundo empezó a inquietarse al pensar en el montón de dinero que le
iba a costar aquella situación y cayó en la cuenta de que a lo largo del
camino, tampoco había visto a nadie trabajando sus tierras.
Estaba solo con su cochero viendo aquel desierto de
humanidad, ni rastro de sus peones, ni de sus carreteros, ni de sus braceros…
todos se habían esfumado como por arte de magia y él no daba crédito a aquel
hecho; tras un par de horas revisando los alrededores en busca de vida decidió
regresar a la ciudad. Sin prestar atención subió a su carruaje y esperó a que
este se pusiera en marcha cosa que no ocurrió, Segismundo empezó a darle voces
a su cochero pero aquello no arrancaba por lo que tuvo que bajar para
enfrentarse a él cara a cara; ni rastro del cochero, aquello era el colmo de lo
increíble.
A duras penas se subió al pescante y consiguió que los
caballos le obedecieran pero al final logró llegar a la ciudad; los chicuelos
de cara sucia y ojos saltones no salieron a recibirle, a diferencia del
griterío con el que abandonó la ciudad, las calles permanecían en silencio,
puertas abiertas, enseres abandonados allá donde miraras y por encima de todo
un silencio inquietante. De pronto Segismundo Dos Hoces y Viceversa se sintió
infinitamente solo y eso lo asustó, era como si de repente todo el mundo hubiera
huido del lugar dejando atrás sus cosas, sus casas y sus vidas.
Segismundo no lo sabía pero había muerto camino de su fábrica
de hielo tras un infarto masivo y ahora
su alma deambulaba por un mundo de tinieblas donde recogía lo que sembró
en vida, no tenía amigos ni familia que
lloraran su pérdida, sus vecinos nunca lo quisieron por el trato que solía dispensarles ya que puestas en una
balanza las dos facetas de su personalidad, siempre prevaleció la déspota, la cruel, la avara y
despiadada.
Ahora estaría condenado a deambular solo por las tierras que
dominó y le pertenecieron, sus riquezas quedaban a la vista pero ahora eran
inaccesibles a su alma condenada al olvido y vería impotente, cómo eran
ultrajadas y dilapidadas por el pueblo al que él subyugó. Su codicia sería
vengada por las gentes a las que exprimió en vida y el malogrado espíritu de
Segismundo se retorcería en su tumba por toda la eternidad.
MORALEJA: Ser buenos
aquí que luego allí, quien sabe si nos lo harán pagar.
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