Y uno mira para sus adentros y solo encuentra miserias; así
empezaba las mañanas el doncel Pelayo quien siempre tenía una tecla u otra,
manioso con sus ruidos orgánicos siempre encontraba la sospecha de un mal en
cualquier gesto, era melindroso hasta límites enfermizos y su hipocondría
acababa por contagiarse a propios y extraños. Era selectivo con las cosas del
gaznate y no comía cualquier cosa, todo debía pasar un riguroso análisis antes
de llegar a su mesa y ese era uno de los motivos por los que tenía acobardado
al servicio, harto de sus extravagancias en todos sus quehaceres.
En el fondo Pelayo se sentía solo y aquella batería de manías tan solo eran un reclamo para llamar la
atención de quien lo rodeara; sin familia conocida y ya entrado en años, el
doncel disfrutaba de una posición acomodada que podía ser la envidia de muchos
pero a la que él no sabía sacarle
partido, era huidizo socialmente hablando y de poco compartir aunque no tacaño,
tan solo evitaba intimar. Pelayo de joven había sido bien parecido y de hecho
las mujeres le hacían ojitos a su paso no obstante él ya miraba entonces para
otros intereses por lo que no se le conoció novia alguna, tampoco novio.
La lectura, el control de sus propiedades y los sudokus eran
sus ocupaciones junto claro está, atender sus continuas indisposiciones
buscando el origen del mal de turno. Era asiduo de las visitas al doctor, lo
conocían en todas las especialidades pues aquel cuerpo era una macedonia de
achaques ficticios o reales; con él habían utilizado todo tipo de placebos con
resultados variados, apenas mejoraba de una dolencia una incipiente molestia
surgía en otro sitio por lo cual Pelayo y su entorno estaban hastiados con
aquel organismo de salud tan supuestamente precaria.
El doncel tenía la voz gruesa dando la impresión de vivir un
continuo enojo, categórico en sus peticiones era de poco esperar y la tardanza
lo exasperaba torciéndole el rostro en un gesto arisco; con los años su cabeza
y manos habían adquirido unas dimensiones desproporcionadas, una frente ancha
de cejas pobladas coronaban un apéndice nasal amplio y alargado, la mandíbula
cuadrada albergaba una boca de labios gruesos tras los cuales dos hileras de
dientes separados y amarillentos acechaban cualquier bocado susceptible de ser
echado al coleto. Aquel rostro hermoso de juventud se había transformado con
los años convirtiéndose en una grotesca máscara que a nadie dejaba indiferente,
Pelayo eludía los espejos y de hecho no los había en su casa.
Se sentía solo, vivía su soledad de forma privada y veía su
fin a la vuelta de la esquina, hacía balance de su vida y la despreciaba no
encontrando en ella un momento que salvar; los jodidos males lastraban sus
jornadas y robaban su tiempo a manos llenas pero sin ellos aún se encontraría
más solo, más abandonado, pues en el fondo sentía que ellos le hacían estar
alerta y relacionarse con otros semejantes
aunque tan solo fuera en ambientes hospitalarios.
El doncel Pelayo disfrutaba de unas buenas rentas aunque
quizás disfrutar, lo que se entiende por disfrutar, no era lo que hacía,
dejémoslo en que ingresaba buenas rentas; el dinero iba acumulándosele en la
cuenta pero de ahí solo salía lo imprescindible para cubrir sus gastos diarios pues
hacía mucho que no se daba un capricho. Pelayo era de los de mirar para adentro
sin apreciar lo que le rodeaba, elucubrar miserias venideras sin disfrutar del
momento, imaginar catástrofes inminentes sin gozar de lo que tenía al alcance
de la mano… así era la vida del doncel, un hombre venido a menos que teniéndolo
todo no supo sacarle provecho a nada.
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