sábado, 16 de mayo de 2015

LA HORA DE LOS CUCHILLOS LARGOS

Los tambores se oían en la distancia, pronto las persianas vibrarían bajo el estruendo de una masa enardecida, la hora esperada había llegado y el desenlace final estaba a punto de iniciarse. Los guerreros llevaban tiempo afilando sus largos cuchillos y estaban listos para la inminente masacre, el olor a sangre ya se palpaba en el ambiente y los rostros mostraban el rictus de la tensión acumulada durante las últimas semanas. Aquellos grupos antaño aliados, estaban a punto de batirse en un combate mortal, nadie en la ciudad recordaba un enfrentamiento como aquel en los últimos cuatro años; las disputas se les habían ido de las manos y el asunto ya no tenía vuelta atrás aun a sabiendas de que ambos bandos tenían mucho que perder.

La razón y el sentido común se había eclipsado hacía mucho y ahora tan solo los instintos más turbios dominaban la mente de aquellos gladiadores contemporáneos; el arsenal de armas blancas era cuantioso: machetes de mil formas y tamaños, navajas y exóticas gumias, sables y espadas de todo tipo, picas, lanzas… las armas de fuego estaban prohibidas en la contienda, querían matarse mirándose a los ojos. Solo el más fuerte o más hábil tenía posibilidades de sobrevivir y aun con ello no lo tenía asegurado pues todo podía ocurrir una vez se cruzaran los aceros.


La adrenalina hervía en la sangre acelerando pulsos y corazones cuyos latidos golpeaban con fuerza los pechos acorazados; el ruido de los tambores se fue incrementando a medida que las falanges urbanas del bando opuesto recortaban distancias, pronto estarían frente a sus puertas y el estallido sería total. Los últimos ajustes en las protecciones corporales eran realizados por una tropa que apretaba sus petos, vendaba sus manos y cubría cualquier punto expuesto de su piel con láminas de cuero, placas metálicas o lo más novedoso en protecciones de kevlar.

La suerte estaba echada, el nuevo día solo amanecería para uno de los bandos y aun este, estaría muy mermado tras la batalla. El sol declinaba en el horizonte cuando los que iban a morir salieron a la calle, frente a ellos un grupo de ejército bien pertrechado iniciaba una carga en su dirección, no había tiempo para organizarse pues en cuestión de segundos los tendrían encima. Unos y otros blandían sus armas al tiempo que un grito ensordecedor salía de sus gargantas invadiendo el entorno, todos corrían contra todos y el choque fue brutal.

Los primeros golpes de mandoble no tardaron en llegar, los aceros soltaban chispas en su macabro destino, unos y otros buscaban los cuerpos ajenos intentando cercenar sus vidas; la lucha cuerpo a cuerpo se extendió entre las filas de los fieros guerreros todos ellos ansiosos por ver la sangre del contrario. Los afilados aceros rasgaban las corazas penetrando en la carne, fracturando huesos y destrozando vísceras, pronto el suelo empezó a enfangarse con la sangre y otros fluidos de los contendientes, aquel barrizal orgánico les hacía resbalar cayendo al suelo una y otra vez, momento que el contrario aprovechaba para dar su golpe mortal.


La lucha se prolongaba ya bien entrada la noche, las filas muy mermadas empezaban a notar la fatiga del combate, nadie podía descuidarse pues en cualquier momento y desde cualquier dirección podía llegar el acero que acabara con sus vidas, había que procurar cubrirse las espaldas con un compañero pero no siempre esto era posible. Moverse era complicado dada la cantidad de cuerpos caídos, tropezar era fácil quedando desprotegidos por un instante que de llegar, podía ser el último.

Tras cuatro horas de contienda ya eran muchos los caídos, los lamentos de los heridos se mezclaban con sonidos metálicos procedentes de las armas, vientres abiertos mostraban sus tripas espumeantes y de brillos sanguinolentos esparcidas por un suelo sucio y pestilente; miembros cercenados se veían aquí y allá mientras los cuerpos mutilados de donde procedían, se retorcían de dolor o guardaban un silencio de muerte.

Con las primeras luces del amanecer el ruido de la lucha se fue apagando sin un claro vencedor, en realidad todos habían perdido y el suelo plagado de cadáveres era buena muestra de ello. Los pocos que sobrevivieron acabaron teniendo que pactar unas normas de convivencia, debían corregir lo que no había funcionado en el pasado y mejorar en lo posible aquello que si lo había hecho; cuatro años más se abrían ante ellos y en ese tiempo debían hacer que los caídos no lo hubieran hecho en vano, debían cumplir y hacer cumplir aquello que prometieron a su pueblo con el único fin de que tanto su ciudad como otras muchas, fueran mejores, estuvieran mejor gestionadas, dejando un país mejor para sus hijos del que ellos encontraron.

Con la sangre derramada aquel día debía ser el primero de un tiempo nuevo, las espadas a modo de urnas habían decidido el resultado, mantener los acuerdos ya solo de ellos dependía. Aquel fue un día de votaciones marcado por los aceros y estos, bañados por la sangre de los caídos, permanecerían imperturbables para la historia.

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