sábado, 29 de noviembre de 2014

EL BARRIO DE LA LUZ

El pasado es todo lo que le quedaba, perderse en sus cientos de vericuetos le ayudaba a seguir viviendo y afrontar con un mínimo de aplomo cada nueva jornada, los problemas se acumulaban y él necesitaba desconectar. Sumergido en la bañera de agua tibia intentaba relajarse después de una semana para olvidar, con la cabeza apoyada en el borde y los ojos cerrados,  respiraba tranquilo dejando que el agua lamiera su piel dormida; a esas horas de la mañana el edificio parecía tranquilo y apenas se oía tráfico en la calle.

Aquel apartamento era su refugio y a él acudía siempre que podía para huir del caos del centro donde tenía su residencia habitual, esa mañana era uno de esos días en los que necesitaba cambiar de aires y despejar la mente, allí era más fácil. La luz entraba por la ventana de la habitación inundando con sus rayos hasta el último rincón de la estancia, él desde la bañera con la puerta del baño abierta, veía el edificio de enfrente, su jardín y la piscina comunitaria; era un buen barrio, tranquilo, moderno y con mucha luz.

Como barrio emergente que era, aún quedaba mucho por hacer aunque por otro lado eso le daba la tranquilidad que él buscaba cuando adquirió el apartamento; pasear por sus jardines o sentarse en alguna de sus terrazas le hacía creer estar en otra ciudad, en otro espacio, muy distinto al habitual por donde se movía a diario. Era su burbuja de paz, su lugar de olvido, en el cargaba sus baterías orgánicas y mentales, hacía planes o volaba con la imaginación a tierras lejanas.


Allí seguía sumergido en sus tres cuartas partes, refugiado dentro de una placenta de porcelana, su piel absorbía la calidez del fluido y lo relajaba mientras su mente organizaba  las actividades del día que tenía por delante. En la calle el ambiente olía a hierba fresca, la abundancia de jardines recién regados a primeras horas de la mañana daban al entorno un aroma silvestre;  los vivos colores en vallas, setos y parques eran una explosión de color para la vista que activaba el resto de los sentidos, él lo sabía y visionaba en su cabeza cada recorrido por aquel que era su barrio.

Como una lanzadera para viajes estelares, aquel apartamento era su rampa de lanzamiento y desde el proyectaba sus anhelados viajes transoceánicos; el espacio de aquellos poco más de cien metros cuadrados estaba dividido en tres habitaciones de las cuales tan solo una estaba amueblada y que le servía de dormitorio, un par de baños, la cocina apenas utilizada ya que nunca comía en casa y un salón comedor en el que la protagonista era su última adquisición, un enorme televisor de 55 pulgadas de pantalla curva, una delicatesen tecnológica de reciente aparición en los mercados y por la que había pagado un buen dinero, frente a ella un gran sofá de tres cuerpos con diseño italiano completaba todo el mobiliario de la estancia, no necesitaba más.

En aquel barrio se escuchaba el silencio, el tráfico rodado quedaba en otra dimensión, a poco que te adentraras en el gran jardín lineal que cruzaba la ciudad, las grandes vías quedaban por encima de tú cabeza perdiendo todo su protagonismo y sus malas influencias; era como estar en otro lugar, a mucha distancia de donde realmente estabas y todo a un salto de mata de su casa. Aquel entorno era un ente recuperador, recuperador del alma, recuperador de los sentidos, recuperador espiritual; allí podías olvidarte de todo, alejarte de todo…

Y mientras la espuma jugaba con su piel dormida en aquella cálida vasija, el barrio despertaba a una nueva jornada, los comercios levantaban sus persianas preparándose para recibir a sus clientes, los vecinos iban desfilando por sus zaguanes encaminándose a sus diversas tareas y actividades, niños con cara de sueño eran arrastrados por sus madres en busca de la parada del autobús escolar… Él pronto emergería de su balsámico baño y se incorporaría a esa masa humana que poco a poco se ponía en movimiento un día más.

A poco más de trescientos kilómetros de su barrio, en la capital del reino, la ciudad engalanada recibía al nuevo monarca Felipe VI con las calle llenas de gente agitando miles de banderas patrias; tras la jura del cargo en el Palacio del Congreso y una vez coronado, los nuevos Reyes eran aclamados por su pueblo en un colorido recorrido por las calles de Madrid camino del Palacio Real donde harían el tradicional saludo desde el balcón. Todo aquello quedaba lejos de su calle, de su zaguán, de su casa, pero todos los medios se hacían eco del evento en riguroso directo por lo que desde su bañera él no se sentía ajeno a aquel día histórico cuyos sonidos le llegaban desde el televisor.

Una vez en la calle, respiró profundamente e hinchó sus pulmones captando los aromas de aquel entorno en el que solía refugiarse; la luz lo inundaba todo y la mirada podía perderse en la lejanía gracias a los amplios espacios que configuraban aquella zona de la ciudad. Echó a andar con paso relajado, no tenía un destino concreto tan solo se dejaba invadir por la luminosidad y el colorido de aquellos jardines, paseos y avenidas. Todo era nuevo cada vez que pisaba la calle y a la vez familiar, cotidiano, amigable; por mucho que estuviera en aquellas calles, el barrio siempre le sorprendía recibiéndole como el primer día que llegó.


La vida continuaría, los problemas que le acuciaban se irían resolviendo siendo sustituidos por otros igual de acuciantes, el tiempo iría pasando y el seguiría yendo a aquel barrio donde desconectaba de todo, donde se renovaba dejando parte del lastre que arrastraba, donde sus sentido se relajaban dejándose  llevar por los estímulos que aquel entorno producía en su yo más profundo. El barrio era su  talismán, su isla salvadora, su refugio urbano dentro del caos de una ciudad milenaria y allí buscaría el aire que le faltaba siempre que lo necesitara, allí sabía que tenía su burbuja de paz esperándole y allí volvería una y otra vez el resto de sus días.

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