martes, 30 de septiembre de 2014

LAS MAÑANAS DE WI-FI

Era la tónica del verano, había llegado a convertirse en rutina y con ella llenábamos nuestras mañanas estivales. Tres eran los elementos que conformaban esta rutina veraniega; paseo marítimo con su correspondiente sofoquina tanto a la ida como a la vuelta, puesto de baño adaptado donde airearnos y departir con el personal, terraza del Pistacho en la que hidratarnos y reponer fuerzas.

La actividad se iniciaba un poco antes del mediodía, tampoco había que abusar de nuestros cuerpos, junto a la palmera H nos reuníamos a la hora D, y allí empezaba nuestro peregrinaje bajo un sol de justicia no atemperado por la escasa brisa de la bahía. Nuestro destino el chamizo que junto al mar daba sombra a una plataforma de tablas en la cual estaba instalado el punto de baño adaptado, nosotros éramos de secano pero nos gustaba ir allí y conversar con los compañeros y monitores.

Mientras charlábamos esperábamos a que salieran del agua, o los sacaran, los más amiguetes que siempre estaban a remojo cuando llegábamos, poco a poco iban apareciendo de entre las aguas arrastrados en las sillas anfibias por Javi o Nadia, Fernando, la reinona María de Navas, Concha y Carlos, todos con una sonrisa en los labios y directos a las duchas donde a modo de un tren de lavado,  les daban una pasada con agua dulce.

Una vez ya sentados en sus respectivas sillas y secos, la conversación daba sus últimos coletazos mientras continuaba el trasiego de carne humana hacia el mar o desde este al puesto de baño, era un ir  y venir continuo el de las sillas anfibias que con sus flotadores amarillos surcaban las olas adentrándose en las aguas de la bahía. Nosotros concluíamos la segunda etapa y nos disponíamos a culminar la mañana trasladándonos a la terraza del Pistacho, nuestra oficina veraniega.

Teníamos nuestra mesa, era nuestro lugar de trabajo, ya cuando nos veían llegar apartaban las sillas y encendían el gran ventilador que lanzando una nube de agua vaporizada nos refrescaba el ambiente. Las mañanas de trabajo en la terraza del Pistacho eran amenas, se notaba el entorno wi-fi pues allá donde miraras veías gente en las mesas con sus tabletas o portátiles poniéndose al día en sus redes sociales; era curioso ver en una misma mesa a tres o cuatro personas sin hablarse cada una enfrascada en su dispositivo, el aislamiento social e interpersonal al que nos han llevado las nuevas tecnologías era evidente.

Lydia era nuestra camarera personal, siempre sabía lo que queríamos y sus compañeras sabían que nuestra mesa era suya; tomando nuestros granizados y cafés del tiempo actualizábamos nuestros iPads y móviles, siempre había algún programa que descargar, algún detalle que aprender, algún dato que buscar. Entre descarga y descarga comentábamos el transcurrir del verano, los próximos proyectos o las batallitas pasadas, llenábamos el tiempo de aquellas mañanas con charlas desenfadadas y silencios relajantes.

Las mañanas de wi-fi eran un momento señalado en cada jornada, allí veíamos el trasiego de clientes y personal que sobre todo en fines de semana, echaban horas para aburrir pues aquel templo del helado apagaba las luces a las tres de la madrugada. Nosotros nos retirábamos a la hora de comer pero en más de una ocasión hacíamos doblete volviendo por la tarde  o noche, tomar una pizza tras unas picadas previas y rematar con un contundente batido de chocolate era todo un ritual.


El recuerdo de las mañanas en la terraza del Pistacho, su ritmo pausado y tranquilo, la calidez de su personal y los momentos allí pasados, nos acompañarían durante los largos meses de invierno en nuestros respectivos lugares de residencia habitual. Los primeros días de septiembre marcarían el declive de una nueva temporada y pronto toda aquella franja costera pasaría de la ebullición al olvido convirtiéndose un año más en una ciudad fantasma.

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