lunes, 22 de septiembre de 2014

PEPE Y PANCHO

Los PP se movían junto a la franja costera en su habitual paseo diario, Pepe hacía de liebre a los mandos de su handbike, artilugio adaptado a su silla de ruedas muy de moda en los últimos tiempos dentro del colectivo, Pancho y el resto seguían su paso en un afán por mantener la forma y quemar el exceso de calorías impuestas por el verano, pues ya se sabe que las heladerías y pizzerías acaban pasando su factura. Tenían el recorrido marcado en sus mentes así como el tiempo empleado en recorrerlo; cada día se repetía y cada día se proponían cambiar el trayecto pero allí seguían, fieles al paseo marítimo, a sus palmeras, a sus terrazas y a la infinidad de tenderetes esparcidos por doquier.

El ritmo de la marcha solía ser bueno, a veces algo excesivo para los andares de Pancho cuya velocidad a todos nos sorprendía pero él le echaba arrojo y nunca perdía el paso; Pepe controlaba el velocímetro para no salir lanzado y dejar al grupo atrás, todos le seguían como un pelotón de infantería. La jungla humana que muchas veces tenían que sortear les suponía un hándicap que a veces ponía en peligro la integridad de sus cuerpos o de quienes les rodeaban, aun así ellos se abrían paso con habilidad entre el muro de cuerpos que los asediaban y dificultaban su avance.

Los top manta eran otro inconveniente, campaban a sus anchas con total impunidad creando cuellos de botella en donde la gente se atascaba creando un tapón de carne húmeda y pegajosa aromatizada por una miscelánea de perfumes variados; los PP avanzaban y tras su estela como los vagones del tren turístico, los seguían Teresa, Rosa, Carlos y el perrito Milú que tras ser abandonado por Tintín se había unido al grupo. Aquello cada tarde se convertía en una expedición en toda regla y los expedicionarios, curtidos en mil batallas playeras, siempre alcanzaban su objetivo con éxito.

Tal esfuerzo tenía su recompensa y dejarse caer por el local de Lorenzo al caer la tarde era el premio; el lugar tenía sus inconvenientes, la terraza limitada por un pintoresco vallado de entrada única era el primero, allí dentro los clientes parecían aves de corral en sus ponederos, apiñados alrededor de mesitas circulares esperaban sus comandas; a medida que te acercabas al local no solo debía preocuparte que hubiera mesa libre, también que esta estuviera cerca de la entrada y como no, que la entrada no estuviera bloqueada por algún vehículo. Ir a Lorenzo era todo un acto de fidelidad y aventura pero una vez allí, si podías entrar y encontrar mesa libre, sus delicatesen compensaban toda la incertidumbre pasada.

Los batidos con bola de otra especie eran los preferidos por Pancho, jugar a hundir la bola con la pajita era su distracción entre sorbo y sorbo; Pepe prefería el granizado de yogurt aunque a veces se aventuraba con otros sabores, el granizado de chocolate había sido un descubrimiento de última hora y por él se inclinaba Carlos el cual encontraba el batido flojo y muy diluido. Cada uno tenía su sabor y su formato, Lorenzo ya los conocía y tan solo quedaba por decidir el tamaño de los mismos a la hora de hacer el pedido.

Un verano en la playa sin baños de mar era como bailar sin música y Pancho los practicaba, era asiduo al baño tempranero; sin el exceso de quienes bajan a clavar la sombrilla al despuntar el sol, él se dejaba caer por  la arena pasadas las nueve. La playa a esas horas aún conserva su placidez, el agua lame suavemente la orilla sin apenas levantar espuma y los tumultos humanos aún están por llegar. Los baños de mar a esas horas de la mañana eran el momento mágico de la jornada para Pancho aunque algunas veces le tocaba lidiar con las viscosas medusas a las que repelía eficazmente a base de bastonazos, luego en la orilla se recuperaba de la batalla marina y listo para volver a empezar.

Pepe era más de secano y conversación prolongada, su lugar estaba en el puesto de baño adaptado; cada día al llegar se apuntaba al turno de baño, a veces mañana y tarde, pero todos sabían que a lo sumo tan solo se quitaría la camiseta para que le diera el aire en su hercúleo torso. Allí le daba a la húmeda manteniendo animadas charlas con propios y extraños, hacía propaganda de la asociación si se terciaba captando algún socio nuevo mientras agotaba el contenido de su inseparable lata de Coca Cola Light.

Y así iba transcurriendo el verano entre baños de mar, largas caminatas por  el paseo marítimo, sentadas en el local de Lorenzo y alguna que otra cena en el Mare Nostrum, el Eliana Albiach o el Rincón del Faro; con la premisa de padecer lo mínimo, Pepe, Pancho y el resto del grupo sin olvidar al perrito Milú que había sido abandonado por Tintín, agotaban sus días de asueto en el litoral Mediterráneo.

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