Como cada año llegó el día del
traslado, los cambios de residencia siempre son un trastorno que implica no
pocas tensiones entre el núcleo humano que lo realiza; lo imprescindible para
unos es supérfluo y prescindible para otros, lo necesario se convierte en
innecesario y al final siempre se acaban olvidando cosas. Los bultos se
acumulan esperando ser subidos al vehículo y una buena estiba se convierte en
un arte de ingeniería del que dependerá cuanto podemos meter en tan limitado
cubículo.
La llegada al destino es otro de
los momentos traumáticos del ansiado traslado, uno llega cansado del viaje, del
calor y del tráfico, solo quiere saltar a la arena y dejar que su vista se
pierda en la infinidad del mar pero el coche está lleno de bultos que precisan
ser organizados. El apartamento tras meses cerrado, requiere airearse y empezar
a cobrar vida; desde las alturas vemos como el paseo marítimo es un hervidero
de humanidad recién llegada, ansiamos incorporarnos a esa marea humana y dejar
los arreglos para más tarde.
Una vez ubicados, organizados y
ligeramente descansados, iniciamos nuestras vacaciones largamente esperadas,
uno no sabe por dónde empezar pero quiere alargar el tiempo lo máximo posible,
hacer el mayor número de cosas y empieza a programarse, luego las cosas salen
como salen pero al menos uno lo intenta.
Tras unos primeros enfrentamientos
por la actividad que cada uno realiza a la llegada y ya con los nervios más
calmados, bajamos al paseo marítimo dispuestos a tener nuestro primer contacto
con el ambiente costero. Primeras horas de un primer fin de semana veraniego y
el paseo es un agobio de personal, terrazas a reventar sin una mesa libre donde
sentarse, gentío allí donde miraras entorpeciendo el paso y la libre
circulación, abuelas arrastrándose con sus andadores, niños jugando con su
pelota, corrillos de gente plantados en medio de la vía entorpeciendo nuestro
camino y así una gran variedad de escenas repetidas año tras año.
Un paseo a lo largo de la bahía nos
ayuda a desentumecer los músculos agarrotados durante el viaje, llegamos hasta
el hotel del espigón y de vuelta a casa; esa noche pasaremos calor a pesar de
abrir las ventanas, tantos meses la casa cerrada tiene el calor adherido a los
muebles, a las paredes y techos, al mismo suelo. Yo dormiré con el ventilador
del techo encendido agitando sus aspas sobre mi cabeza, las cortinas se dejarán
llevar por la tenue brisa de la noche y nuestros cuerpos cansados se
desconectarán hasta un nuevo amanecer.
Y sale el sol, primer día de playa;
sobre el mar en calma de la bahía, unas coloridas construcciones hinchables
flotan como naos a la deriva, son la atracción acuática de esta temporada,
castillos hinchables trasladados a considerable distancia de la orilla. Hasta
allí se desplazan cientos de bañistas para trepar a sus cumbres y después
lanzarse en torpes piruetas sobre un mar traicionero, más de uno saldrá
malparado de tan original diversión, mientras unos disfrutarán otros quizás se
rompan el cuello pero son cosas de la vida y el verano sigue.
Tras las comidas llegará la ansiada
siesta cervecera, todo el zumo de cebada ingerido por la mañana será fermentado
entre ronquidos y ventosidades sobre una desvencijada tumbona mientras en la
arena, multitud de cuerpos pondrán sus carnes a tostar cubiertas de aceites y
cremas bronceadoras. Más tarde entraremos en un bucle veraniego de paseo,
batidos, cenas en terrazas y de nuevo otro amanecer tras el cual, volverán los
baños de mar, las comidas y las siestas cerveceras.
Poco a poco iremos consumiendo los
días de asueto y casi sin darnos cuenta
estaremos contando las fechas que nos faltan para regresar a vida en la
city con sus ruidos y su estrés, con sus humos y cemento, con su tráfico y sus
férreos horarios. El verano habrá acabado y con él diremos adiós a las
vacaciones quedando a la espera de un nuevo año para el que faltarán doce
largos meses.
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