La desgana humana me asquea, ese desinterés por las cosas
bien hechas me hace hervir la sangre llegando ésta a mis sienes a un galope
desenfrenado; esa falta de cuidado en la actuación diaria que se repite con
cada jornada enciende mis instintos más malévolos y poco a poco el carácter se
me agria hasta límites insospechados. ¿Cómo se pueden abandonar a la desidia las cosas más
elementales, las más básicas, aquellas que uno hace una y mil veces a lo largo
de su vida? Tener que estar pendiente de la realización correcta de los actos
más simples enerva mis sentidos y a poco que bajes la guardia sabes que
malograrán la acción tantas veces repetida; todo es un suicidio a la voluntad,
una dejadez sublime al correcto hacer, una falta de interés en la aplicación
del sentido común.
Intento ser condescendiente pero llego a un límite, el error,
el fallo, la falta cometida por el abandono de una conducta sensata, crispa mis
nervios y trastoca mi genio que amenaza con vomitar sapos y culebras en el
momento más inoportuno. Tú, lector que me lees, debes intuir mi ira ante esos
seres apagados de hacer lento y desganado, de sangre espesa y ánimo incierto,
de verbo escaso y fluidez pastosa, esos que hacen mal hasta lo más simple pero
que a la hora de procrear saben inyectar su ínfima semilla en los vientres más
lerdos, aquellos cuya única misión es ser el receptáculo que alberge una nueva
vida de escaso interés, de poca valía, un lastre más que arrastrar por una
precaria existencia.
El ánimo espeso no ve la luz y en su viscoso deambular
engulle las almas torpes que encuentra en su camino, mezquinos personajes de
hacer indeciso, de lento reaccionar, de oblicua mirada perdida; te dices a ti
mismo —ha sido un desliz— pero no, el desliz se repite y ahí
tienes la prueba de su ineptitud, de su desgana y apatía ante un hacer simple y
reiterado. Y tú eres quien sufre las consecuencias de esos errores continuados,
tú quien debe subsanarlos con dispendios innecesarios y no previstos pues a la
postre, tú eres la víctima final.
El cáncer de la inutilidad ajena corroe tú alma y la bilis
ácida de la amargura inunda tú boca sin encontrar consuelo, tú mente va más
rápida que sus manos y viendo su lentitud en un hacer sencillo te desesperas;
intentas calmarte, te repites una y mil veces paciencia pero el rencor aumenta
y el corazón late con más fuerza queriendo salir de tú pecho oprimido por las
circunstancias. Es lo que hay y debes resignarte a la realidad, tú no puedes
hacer y para eso están ellos mal que te pese, tan solo seguir vigilante e
intentar digerir la agria bilis de la manera más benévola posible.
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