Hay mañanas en
que uno sale de casa con el cuerpo vigilante, atento a cualquier amago fuera de
lo normal; en esos días se nos nota en la cara la tensión ante lo imprevisto,
ante lo que pudiera suceder que de suceder, seguro ocurre en el momento más
inoportuno. Caminamos alerta, nos movemos con cuidado y al sentarnos, lo
hacemos buscando puntos de apoyo extras; un cuerpo de interior agitado no
ofrece confianza y sabedores de que escapa a nuestro control, intentamos no
forzarlo en lo más mínimo.
Muchas veces
sus gruñidos lo delatan; en otras, sordas molestias nos avisan de su presencia inquieta; uno nota que algo
no va bien y busca en su recuerdo la posible
causa del desasosiego que lo atenaza. Ruidos de tintes burbujeantes nos
sobresaltan de tanto en tanto y vemos impotentes, una amenaza inminente surgir
de nuestro interior; esperamos el momento de su eclosión pero la amenaza cede y
todo parece volver a la normalidad dejándonos en una situación de indefensión.
Intentamos
olvidarlo y nos convencemos de que ha sido un mal pasajero, un desajuste
transitorio que ya quedó atrás, volvemos a nuestras tareas pero con precaución
y la jornada en la que nos hallamos inmersos sigue descontando sus minutos; nuestros
movimientos siguen desarrollándose a cámara lenta no forzando ángulos que
pudieran ponernos en un compromiso. El monstruo sigue latente y en cualquier
momento puede lanzar su zarpazo arruinando todo nuestro esfuerzo de contención,
en el fondo de nuestra alma sabemos que estamos a su merced y de manera
inconsciente apretamos el culo queriendo reforzar el último bastión de nuestra precaria
defensa.
Ese día todo
nuestro mundo gira en torno a ese murmullo visceral que amaga por convertirse
en desastre, nada tiene importancia a nuestro alrededor, los cinco sentidos en
posición de guardia escrutan cada pequeña sensación, cada pulso vital de un
organismo que fluctúa indeciso entre el decoro o la humillación; conseguimos
llegar al mediodía con un falso dominio de nuestras vísceras, creyendo poder
controlar la amenaza subliminal que nos acompaña desde primeras horas de la
mañana pero cuando más confiados estamos, cuando hemos sido llamados a retreta
o a punto de iniciar esa reunión ineludible largamente esperada, ocurre lo inevitable. La fétida pedorreta escapa
entre nuestras nalgas, un sudor frío hace su aparición sobre nuestra pálida
piel y un sabor amargo inunda nuestra boca que de golpe empieza a llenarse con
una saliva espesa difícil de tragar.
La hemos
cagado o mejor dicho, nos hemos cagado; todo nuestro esfuerzo echado a perder,
todo nuestro porte encogido por la humillación, todo nuestro pudor mancillado
en público. Hundidos en la miseria intentamos disimular el trance por el que
estamos pasando pero un olor malsano impregna todo a nuestro alrededor; notamos
como las miradas se posan de soslayo sobre nuestra figura y pensamos para
nuestros adentros “tierra trágame” pero allí seguimos, expuestos al escarnio
público. Estamos clavados, nos da miedo movernos, pues lo que ha sido escape
incipiente puede volverse un volcán descontrolado y con su lava fétida inundar
contenido y continente.
En esos
momentos echamos de menos no tener a mano un obturador anal, de esos similares
a los tampones chupa-reglas, estamos vencidos y la evidencia nos delata. Esa
pedorreta amarga que nos pilla a contrapié en el momento más inoportuno, nos ha
arruinado el día y con ello ha puesto de manifiesto las miserias de nuestro
cuerpo, nos ha mostrado débiles y vulnerables ante un mundo en el que nos
sentíamos triunfadores y el estigma de cagón empieza a rondar en nuestra
cabeza.
Buscamos en
nuestra mente el camino más corto para llegar al excusado, nos movemos con
andares prudentes pues el roce del contenido vertido incomoda nuestra postura y
sospechamos que aún puede llegar más; poco a poco vamos retirándonos de la
escena buscado la privacidad sabiendo que, en cuanto desaparezcamos, seremos la
comidilla del lugar pues todos han notado nuestro fracaso esfintéreo, nuestra
derrota incontinente. Cuando volvemos lo hacemos con cara de circunstancias,
perfumados en exceso e intentando conversar de manera distraída como si nada
hubiera pasado, pero si ha pasado; TE HAS CAGADO y lo has hecho delante de
todos guarro/a.
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