viernes, 25 de octubre de 2013

TARDES DE RISK Y ESCOLLERA

Eran tiempos de estudio y cervezas, aquel grupo de jóvenes universitarios hacía un curso puente que les permitiera entrar en la facultad soñada, la cual les había vetado sus puertas al no alcanzar la nota de acceso requerida, era la época en que empezaban a imponerse los números clausus y eso había generado no pocas revueltas y encierros como muestra de rechazo. Una vez amainada la tormenta, hubo que espabilar y encontrar plaza en alguna de las otras opciones existentes y allí se encontraron los seis. Ellas ya se conocían de antes y eran amigas pues procedían del mismo colegio, por su parte ellos eran completos desconocidos y no habían tenido ningún contacto previo; no sabría decir que los unió pero no tardaron en hacer piña común compartiendo horas de estudio y ocio.
El ritmo en el campus era muy diferente al de los colegios de los que procedían, en el ambiente flotaba una libertad que había que saber gestionar para no verse abocado al fracaso; allí, a diferencia de la vida académica vivida hasta el momento, nadie estaba pendiente de uno y cada cual debía ponerse las pilas por su cuenta si quería avanzar en ese nuevo mundo universitario. El campus era de reciente construcción y aún quedaba mucho por hacer pero para ellos aquello era otra vida, todo era nuevo y aunque su estancia allí fuera ser transitoria, esperaban sacarle todo el jugo posible y quién sabe si algo más.
Los meses fueron pasando y entre aquellos seis jóvenes se creó un fuerte vínculo de amistad; las horas de clases se veían alternadas por largas estancias en la cafetería del campus, sobre cuyas mesas escampaban montones de folios con sus apuntes que compartían y revisaban aliviados por refrescos y algún bocado. Aquel edificio era su válvula de escape dentro del horario lectivo, allí acudían y se explayaban cuando quedaba alguna hora libre entre clase y clase; con la llegada del buen tiempo también buscaron el asueto y diversión fuera del campus, estableciendo  una tarde a la semana para su particular excursión marinera, repartida esta entre los juegos de mesa llevados a cabo en un entorno privilegiado y las visitas de aventura al espigón norte del puerto.
Una de las chicas criada en un entorno militar, tenía un juego de Risk; en él se desarrollaban batallas con el objetivo de conquistar territorios y ya se sabe, quien al final de la partida había logrado arrebatar más terreno al adversario ganaba la guerra. Aquel juego de estrategia militar les ocupó muchas horas en sus tardes marineras, las partidas tenían lugar en el interior de un pequeño velero con poco más de diez metros de eslora propiedad del padre de uno de los chicos, amarrado en el club náutico de la ciudad.
Allí llegaban una tarde cada semana a principios de la primavera, cuando la piel ya empezaba a tener ganas de sol, sobre cubierta retozaban y se reían con las bromas que unos y otros se gastaban mientras sus rostros eran acariciados por una suave brisa; más tarde bajaban al gran camarote central que hacía las veces de comedor salón y tras desplegar el tablero del Risk sobre la mesa, empezaban una nueva partida por ver quien conquistaba el mundo. Siempre había quien ajeno al juego, se tumbaba sobre alguna de las literas o quedaba en cubierta disfrutando de los últimos rayos de sol; aquellas tardes de Risk robadas al estudio, eran esperadas por todos y en ellas los lazos que los unían fueron haciéndose más fuertes.
En otras ocasiones la escapada semanal los llevaba al puerto y en él, el punto elegido para su pequeña aventura era el extremo más alejado del espigón que cerraba la dársena por el norte; se podía llegar hasta él con los vehículos y al final un gran ensanche permitía aparcar sin dificultad. Una vez allí, trepar por los grandes bloques de piedra granítica que formaban la barrera artificial configurando esa parte del puerto, era su objetivo. Los bloques de piedra dejados caer unos sobre otros a lo largo de varios centenares de metros, formaban una muralla irregular apoyada sobre un gran muro de hormigón por cuyo extremo superior se prolongaba una improvisada pasarela para los viandantes; entre las grandes rocas, pasadizos y recovecos eran todo un reto exploratorio que en ocasiones se veía imposibilitado por las olas del mar, que en su vaivén interminable, entraban y salían entre la pétrea barrera.
Aquella chica de rubios cabellos y blusa blanca, siempre enfundada en sus característicos vaqueros de talle alto y largas botoneras frontales, cuya marca tenía nombre de golosina chiripitifláutica, trepaba por las enormes rocas buscando su cima; siempre tenía una sonrisa en los labios y nunca pasaba inadvertida entre la multitud, con la frente cubierta por finas perlas de un sudor incipiente provocado por el esfuerzo, fue avanzando en su ascenso mientras desde arriba uno de los chicos inmortalizaba el momento con su cámara fotográfica. Aquellas tardes de escollera merecían un registro gráfico que pasara a la posteridad aunque no todos estaban por la labor de salir en dicho registro, especialmente una de las chicas tenía verdadera aversión a salir en las fotos, de nombre angelical no había forma de sacarle un buen plano, siempre se movía en el último momento o buscaba las sombras de las imponentes piedras para ocultar su rostro.
Lo pasaban bien en aquel puzzle de formas imposibles, se retaban en habilidad y no siempre ganaba quien se esperaba, las risas y el buen humor reinaban en el grupo al que alguna vez se añadía algún invitado atraído por las habladurías que a sus oídos llegaban, normalmente en la cafetería del campus, de nuestras tardes de escollera. En alguna ocasión se apuntaba un chico de los entonces considerados progres, pelucón alborotado, gafas graduadas al estilo John Lennon, pañuelo palestino al cuello y un macuto al hombro con chapas sobre la paz y el amor libre, que sabría el tío de libertad con tan solo dieciocho años…

Aquel grupo de jóvenes siguió asistiendo a clases, compartiendo apuntes en la cafetería, jugando al Risk en el pequeño velero y trepando a las rocas del espigón hasta la llegada de los exámenes, tras estos y con el inicio del verano, cada uno tomó un camino diferente y a su vuelta, ya nada fue igual. Unos cambiaron de facultad, otros permanecieron en la antigua y alguno quedó en el camino diluyéndose en el recuerdo; aquel primer año universitario dejó muy buenos momentos en sus memorias, con sus luces y sus sombras fue un año de aprendizaje, de convivencia, de descubrimientos, algunos tuvieron amores fugaces, otros sufrieron pérdidas irreparables, pero todos crecieron como personas dispuestas a enfrentarse al mundo de los adultos al que habían pasado a formar parte.

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