Jugaban sin preocuparse por la hora en una calurosa tarde
de julio, aquellos niños tenían todo el verano por delante y nada les acuciaba;
ensimismados en sus juegos de guerra ellos eran los protagonistas de grande
batallas, el escenario un jardín de fina arena alrededor de una casa centenaria
junto al mar. Esta, afincada sobre sólidos cimientos, los miraba desde las
alturas con un mutismo cómplice; cada tarde se repetía la escena, unas veces
ganaba uno y otras el otro pero siempre la lucha era encarnizada dejando muchas
víctimas por el camino. Allí sobre la arena montaban sus ejércitos, caballería
en un flanco, infantería en el otro, los cañones en vanguardia, las reservas a
retaguardia… y empezaban las escaramuzas; unos avanzaban, otros retrocedían, en
ocasiones un movimiento envolvente hacía prisioneros pero la batalla continuaba
hasta media tarde.
Un grito requiriendo su presencia los devolvía a la
realidad sacándolos de su ensimismamiento, era la hora de merendar y arreglarse,
ponerse "mudaos" como solían decirles. Siempre a regañadientes, tenían que recoger sus ejércitos dejando la guerra
para otro momento, todos aquellos cientos de soldaditos de plástico volvían a
sus botes redondos de detergente que hacían las veces de improvisados
cuarteles, una vez todo recogido un rincón en el garaje les serviría de techo.
Tras el correspondiente bocadillo de pan con chocolate a la ducha, fuera arena
y otras inmundicias recogidas por el jardín, una vez bien perfumados y con ropa
limpia de nuevo a jugar, pero esta vez en la calle, de manera más sosegada y
formal.
Una noche a la semana sesión de cine al aire libre,
los cines de verano han ido desapareciendo de nuestras costas y pueblos de
interior pero aquellas sesiones eran todo un acontecimiento para los pequeños,
allí chillaban, se tapaban la cara o abrían los ojos como platos según la trama
mostrada; en ocasiones llevaban la cena y con una bebida adquirida en el
pequeño bar, estaban listos para dejarse seducir por unos personajes que nunca
los dejaban indiferentes. Las mañanas al sol eran otro de los momentos
esperados de la jornada, con sus toallas, parasoles y coloridos flotadores,
salían de casa y a escasos metros montaban su campamento junto al mar; la playa
formada por cientos de miles de guijarros y rocas, algunas de mole imponente,
dejaba escapar un murmullo ensordecedor al ser acariciada por las olas.
Allí tomaron sus primeros baños y allí aprendieron a
nadar bajo la atenta mirada de sus padres, siempre vigilantes; entre aquellas
olas desarrollaron sus juegos de agua, flotaron en mullidas colchonetas y
exploraron un fondo marino desconocido para ellos. Tras las comidas llegaba el
momento más esperado por aquellos niños, el de las batallas o los juegos de
pillar no antes de pasar por una obligada siesta en la que ninguno dormía,
probablemente tal imposición obedecía a un intento por encontrar un rato de
silencio en el que los mayores pudieran dar una cabezadita sin ser molestados,
tras la misma, todos salían escopeteados hacia el jardín ansiosos por reanudar
sus juegos y aventuras.
Pasaron los años y aquellos niños crecieron y se
hicieron adultos, sus caminos se separaron a pesar de sus lazos de sangre, los
contactos fueron espaciándose en el tiempo hasta casi desaparecer; ambos
dedicados a la sanación del cuerpo llevaron trayectorias muy diferentes y
raramente coincidían, algún acto social y poco más, aunque la cordialidad y los
recuerdos mutuos siempre existieron.
Las familias de uno y otro crecieron distanciadas
por el olvido, sin saber los unos de la existencia de los otros, cada una de
ellas siguió derroteros diferentes por caminos ajenos y distantes; no hubo
navidades, onomásticas ni fiestas significadas en las que tuvieran un encuentro
aunque fuera breve, apenas había llamadas… y así fue pasándoles la vida a
aquellos niños grandes que perdieron su infancia en un jardín lejano rodeados
de eucaliptos, tamarindos y un tapiz de geranios, sus dunas de arenas rodeando
a la gran casa junto al mar, ahora permanecían en silencio y solo el eco de sus
batallas infantiles flotaba alrededor de la vieja construcción.
No solemos pensar en ella sin embargo convivimos a
su alrededor, un día una sombra con mal agüero tocó a su puerta y su vida
cambió a partir de ese momento, la alegría de una existencia desahogada y feliz
se marchitó de un plumazo y negros nubarrones oscurecieron su horizonte; a
partir de ese día comenzó una lucha sin cuartel contra el resto de su vida, iba
a contrareloj y cada jornada ganada al tiempo era un tesoro, pero el fin de los días se
aproximaba y él lo sabía.
Estaba llegando al punto de partida de su último
viaje, el más largo, el más evitado, el más incierto; una tarde sonó el teléfono
con la noticia, todo había acabado y el viajero emprendía su aventura estelar,
solo y sin equipaje. Fue un buen compañero de juegos en la infancia con el que
debimos convivir más, ahora solo me
queda desearle que las estrellas le sean propicias allá donde vaya.
A tu memoria Gabi.
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