Cuando lo que sobra es tiempo y
el cupo de obligaciones no es muy elevado, que manera mejor de emplearlo que
pasarlo con los amigos y la gente querida; si a esto añadimos un clima
privilegiado y una bonita ciudad donde perderse, la macedonia de buenas
circunstancias está servida y lista para comerse. Adentrarse por la red de
callejuelas siempre es una aventura durante la cual raro es el día en el que no
descubrimos algo nuevo; acostumbrados a una visión lineal y en nuestro caso, a
baja altura, el mero hecho de elevar nuestra mirada puede hacernos vislumbrar
tesoros insospechados, lugares por los que estamos cansados de pasar y que
somos capaces de visualizar en nuestra cabeza, nos tienen reservados fragmentos
de una historia lejana a poco que variemos nuestro ángulo de visión. Balcones,
vidrieras, enrejados y fachadas salpicadas de pequeños detalles arquitectónicos
que hasta ahora habían pasado desapercibidos, aparecen ante nuestros ojos
sorprendiéndonos y deleitando nuestros sentidos preguntándonos como no lo
habíamos visto antes.
Ir de plaza en plaza,
moviéndote entre la gente y visitando los lugares más emblemáticos del casco
antiguo, es todo un placer que nunca te
deja indiferente a pesar de haberlo hecho una y otra vez; los foráneos de
allende de nuestras fronteras, cámara en mano, solos o en grupo, crean un
ambiente cosmopolita e internacional que atrae las miradas de los viandantes
más discretos, haciendo frotarse las manos a hosteleros y demás comerciantes
ante los visos de un posible negocio. Y uno no deja de moverse entre los
tenderetes, sorteando a una masa humana venida de fuera que por momentos queda
encajonada en la estrechez de los infinitos callejones, los aromas del viejo
barrio lo impregnan todo y en sus bajos infinidad de locales abren sus puertas
ofreciendo su mercancía.
Rincones y ensanches
insospechados aparecen al doblar una esquina, su espacio robado a las calles es
invadido por grupos de mesitas esperando a comensales bajo un cielo de
sombrillas erguidas en solemne formación; el rumor de fuentes cercanas atempera
el calor de un próximo estío y sobre sus aguas efervescentes, se aventuran
tímidamente con andares oscilantes palomas huérfanas de afecto buscando saciar
su sed. El pulso de la ciudad fluye en esas calles a otro ritmo, el caótico
estrés de un tráfico no muy lejano allí da paso a amplias zonas peatonales
donde las gentes deambulan sin prisa saboreando el recorrido, recreándose en
los detalles, absorbiendo la historia de las paredes que las miran buscando
sorprenderse a cada paso.
A ese entorno único e íntimo,
de pasado glorioso y presente embriagador, trasladamos nuestros pasos ahora que
la benevolencia climatológica hace del rodar por sus calles un placer
inigualable, cada semana un trayecto, cada una de las mañanas elegidas un
regalo para los sentidos, cada plaza visitada un lugar para quedarse por qué lo
nuestro son las plazas, cada una singular y única, unas grandes y luminosas,
otras pequeñas y sombreadas, abiertas o cerradas, concurridas u olvidadas pero
todas especiales y llenas de matices que les dan personalidad propia. En esas
tesituras de elegir cual visitar la próxima semana estábamos mi amigo Pepe y
yo, pues hace poco decidimos trasladar la oficina de la vida que intentamos
gestionar desde hace ya un tiempo a lugares más relajados y dado que los
cuerpos que arrastramos por este mundo incierto, cada día despiertan con algún
achaque nuevo, no era cuestión de iniciarnos en aventuras imberbes que en
nuestro caso acabarían en pueril fracaso.
Nuestra primera experiencia
rozó el éxito, descubriéndonos placeres para el paladar y por qué no decirlo,
también para la vista, en forma de espumosos
cafés con leche estilo cappuccino,
el lugar elegido una agradable terraza en una de las plazas emblemáticas de la
ciudad cuyo regio nombre imprime
carácter al entorno donde se ubicaba; con la vieja Universidad cerrando
uno de sus flancos, la Plaza del Colegio del Patriarca se abre silenciosa a un espacio peatonal
salpicado de naranjos cuyas verdes copas regalan una agradecida sombra al
viandante que por ella circula. Adosada a la fachada exterior del docto
edificio se encuentra una fuente construida en 1964 obra de Javier Goerlich
sobre la que descansan ocupando unas hornacinas, las estatuas de Vicente Blasco
García antiguo rector de la Universidad, el papa Alejandro VI y los Reyes Católicos, en el centro, tallada en mármol
blanco y destacando de las anteriores, una figura femenina desnuda representa a
la Sabiduría, todo el conjunto es obra del escultor valenciano Octavio Vicent.
Detenerse junto a ella y
dejarse acariciar por el murmullo de sus aguas
puede hacer detenerse al tiempo, allí encuentras la tranquilidad y el
sosiego que muchas veces el alma precisa, sus silenciosos y pétreos ocupantes, acompañan con su mirada vacía al latido de
nuestros corazones mientras nuestras mentes, viajan a mundos mágicos donde los
problemas se solucionan sin el más mínimo esfuerzo. Allí iniciamos nuestro particular
periplo urbano y desde allí proyectaríamos nuestras mañanas al sol en un futuro
próximo pero mientras eso ocurría y a pocos metros de distancia, saboreábamos
en la Terraza del Patriarca un frugal y delicioso desayuno rodeados de gente
anónima que a la vista de sus caras, disfrutaban tanto o más que nosotros. Es
lo que tiene estar libre de horarios encorsetados, con las obligaciones justas
y libremente adquiridas, eres en cierto modo dueño de tú tiempo y puedes
emplearlo en vivirlo y no solo ocuparlo en acciones impuestas por otros; con
esa política de itinerarios urbanos en la mente seguimos cubriendo etapas por
las calles y plazas de nuestra ciudad.
Nuestro periplo urbano nos
llevaría en otra de nuestras mañanas al sol a un lugar con encanto, reclamo
ineludible para el visitante, el autentico corazón de la ciudad vieja; tras el
recorrido habitual desde el punto de partida llagamos a los aledaños de la
calle de la Paz, allí realizamos unas gestiones y continuamos nuestro rodar
imparable entrando en la Plaza de la Reina la cual nos recibió con su
característica luminosidad y colorido; punto de partida para el visitante
curioso, de allí salían los pintorescos autobuses de dos pisos cubriendo los
distintos itinerarios turísticos por toda la ciudad; la plaza hablaba múltiples
lenguas pues en ella encontrabas gentes de los puntos más remotos del planeta,
aquella masa itinerante de lenguas varias formaba parte de la idiosincrasia de
la plaza pues toda aquella zona y sus alrededores, eran un verdadero tesoro
para los venidos de fuera. Seguimos rodando por aceras repletas de mesitas en
las cuales gentes de rostros relajados y animada charla, disfrutaban de
atractivos refrigerios pues si algo abundaba en la plaza, eran una multitud de
negocios de hostelería los cuales proyectaban sobre las aceras sus terrazas a
la sombra de las palmeras, todo el perímetro de la plaza estaba lleno de bares,
cafeterías y restaurantes dando una imagen activa y lúdica de la zona incitando
a tomarse un receso.
El extremo noble de la plaza lo
formaba el complejo catedralicio con la majestuosa torre del Micalet, campanario
de la catedral, dominando los cielos en esta parte de la ciudad; hacia él nos
dirigimos sorteando grupos de viandantes que en tropel, llevaban nuestra misma
dirección siguiendo a un improvisado guía que brazo en alto, intentaba no
perder al típico rezagado de turno. En busca de nuestro destino nos adentramos
por la calle Barchilla que rodeando a la catedral por uno de sus lados nos
llevaría hasta la Plaza de L’Arquebisbe, allí junto a sus fuentes protegidos
bajo la sombra de unos arbolillos, nos deleitamos con el recuerdo de una buena
comida ingerida tiempo atrás en L’Abadia de Espí, restaurante muy recomendable
ubicado en esa pequeña plaza. Volviendo sobre nuestros pasos y dejando a un
lado el Palacio Arzobispal, recorrimos un escaso centenar de metros rodeados
por siglos de historia hasta salir a la Plaza de la Virgen, destino final de
esa mañana al sol.
Como cada jornada la plaza
hervía de actividad, su gran foso enlosado era un ir y venir de gentes que
cámara en mano disparaban en todas direcciones, el lugar lo merecía, era
probablemente la más bonita de la ciudad; el espacio allí abierto de forma
irregular y totalmente peatonal, albergaba en sus márgenes tres de los
edificios más emblemáticos de la ciudad, al este la Basílica de la Virgen de
los Desamparados de la cual no cesaba de entrar y salir gente durante gran
parte del día, al oeste los jardines y el Palacio de la Generalidad sede del
gobierno regional y al sur la Catedral y la llamada Casa Vestuario donde se
reunía el Tribunal de las Aguas antes y después de sus sesiones en la Puerta de
Los Apóstoles de la Catedral, entre ambas una encantadora calle del Miguelete
unía a modo de cordón umbilical la plaza de la Virgen con la de la Reina.
Destacando en el fondo norte de
la plaza está la Fuente del Turia , lugar de fotografía obligada y como no
podía ser menos, allí nos inmortalizamos el amigo Pepe y yo dejando constancia poco
después de nuestra ardua jornada laboral en el facebook; la fuente inaugurada
en 1976 es obra del escultor Manuel Silvestre Montesinos, es una representación
alegórica en bronce del río Turia rodeado por ocho figuras femeninas, desnudas
y con tocado de labradoras valencianas,
que representan a las ocho acequias principales que irrigan la Vega de
Valencia. A través de la calle Navellos en el límite norte de la plaza y
una vez superado el Palacio de
Benicarló, sede de las Cortes Valencianas, esta se comunicaba con el viejo
cauce del río Turia convertido en la actualidad en el jardín lineal más largo
de Europa y verdadero pulmón verde de la ciudad.
Elegir un sitio en la plaza
donde quedarse era un dilema pues muchos eran los puntos desde donde se tenían
vistas inmejorables, nosotros estábamos necesitados del descanso del guerrero
así que optamos por la sombra de unas buenas sombrillas en el margen oeste de
la plaza, varias cafeterías allí ofrecían sus servicios de hostelería
aderezados por el rumor de la fuente cercana. Podíamos haber echado raíces en
aquel lugar viendo el ritmo de la plaza, el movimiento de gentes transitando
por ella arriba y abajo era de por si toda una distracción pero la tostada de
pan con aceite y sal del amigo Pepe se acabó y con ella los cafés con leche,
por lo que tras unos momentos asueto y charla desenfadada, nuestra mañana al
sol empezó a declinar y llegó la hora de partir por lo cual, tras pagar el
ligero ágape salimos de aquella paz sombreada, dispuestos a enfrentarnos una
vez más con la vorágine de la ciudad.
Como no hay dos sin tres,
pasados unos días llegó nuestra tercera mañana de trabajo urbano, una mañana al
sol más que añadir a nuestro anecdotario personal; nuestra primera misión de la
mañana resolver unas gestiones en un centro comercial cercano, aunque parezca
mentira tener que elegir cosas para otros cuando el presupuesto está ajustado y
a la vez intentar que el asunto quede digno no es tarea fácil…pero se
consiguió. Una vez resuelto el apremiante encargo y con la satisfacción de
haber acertado con la elección, continuamos ruta ya sin prisas ni corridas; de
nuevo las plazas insignes de nuestra ciudad eran el objetivo y a la búsqueda de
ellas nos dedicamos. El mejor lugar donde encontrarlas seguía siendo el casco
antiguo, allí se ocultaban las más pintorescas y atractivas para el visitante y
esa mañana nosotros éramos meros turistas en busca de rincones especiales donde
relajarnos.
Nuevamente nos encaminamos
hacia la luminosa Plaza de la Reina, como cada jornada esta explotaba de
actividad, tráfico en las calzadas, gentes en las aceras, tiendas de recuerdos,
cafeterías, objetos religiosos en pugna con un mercadillo artesanal… Llegado a
un punto camino de la calle del Micalet, desaparecemos por un discreto pasaje
cuyo frescor se agradece a esas horas de la mañana; escasos cincuenta metros
nos bastan para salir a la Plaza Miracle del Mocadoret y allí encontramos
nuestro primer rincón mágico en forma de mesitas al resguardo de media docena
de sombrillas blancas como una luna llena, todo el entorno de la diminuta plaza
está lleno de tiendas de antigüedades, exóticas
librerías con volúmenes únicos y negocios donde la artesanía de la
ciudad se muestra esperando sorprender al viandante; desde allí zigzagueamos
por un laberinto de callejuelas donde por momentos los rancios efluvios del
subsuelo nos recordaban los tiempos del “agua
va…” así que aligerando el paso llegamos a otra de la clásicas, en este
caso a la Plaza Lope de Vega donde un nuevo ejercito de sombrillas en perfecto
estado de revista nos dio la bienvenida, por la hora sus mesas cubiertas de
incólumes manteles blancos no tardarían en empezar a llenarse de variados
personajes ansiosos por degustar los placeres de nuestra rica gastronomía.
El barrio estaba animado,
siempre lo está, pues ese trocito de la Ciutat
Vella es de indispensable visita para el turista amante de las
curiosidades, allí encontrábamos uno de los rincones que justificaban por si
solo el arduo recorrido, la Plaza Redonda; recibe su nombre debido a su diseño
circular situada en el interior de una manzana de viviendas con accesos por las
calles Derechos, Pescaderías y Sombrerería. Desde siempre en ella se ubicó un
mercado artesanal, el origen de la plaza se remonta a 1840 año en el que fue
construida por Salvador Escrig; consta de una planta baja destinada
originalmente a comercios textiles y cerámicos, sobre estos se elevan tres
pisos de viviendas con ventanas al patio central en el cual en 1850 se añadió
una fuente, rodeando a esta y formando un vistoso anillo interior se
distribuían tenderetes con objetos domésticos y alimenticios completando la oferta comercial: en la actualidad algunos
locales habían sido sustituidos por tiendas souvenirs y cafeterías.
Tras curiosear un rato por los
diferentes puestos allí montados, seguimos nuestro recorrido callejero,
dispuestos a terminar esa tercera mañana al sol visitando otra plaza de pequeñas dimensiones en la que se
respira un ambiente de paz y rumores sosegados. La Plaza de Rodrigo Botet,
también conocida como plaza del Astoria debido a que allí se ubica el famoso
hotel, es un rincón en el centro de la ciudad en el cual olvidas el caos que te
rodea, su fuente de los patos a la sombra de frondosos árboles invitan a
detenerse y disfrutar del susurro de las hojas acompasado por los surtidores de
agua que te trasladan a bucólicas campiñas. La plaza eminentemente peatonal aun
con escaso tráfico rodado, ofrece al viandante los placeres de poder sentarse
en una de las terrazas que los establecimientos ponen a disposición de los
clientes o bien ocupar un banco junto a la fuente, dejando transcurrir el
tiempo sin prisa; es un buen lugar para trasladar nuestra meditación y allí,
aislados de lo que nos rodea, dar rienda suelta al deleite de nuestros
sentidos.
Allí acabamos nuestra andanza y desde allí, empezaríamos a pensar en
una próxima mañana al sol en la que exploraríamos nuevos lugares olvidados, siguiendo
los caminos que antes que nosotros, otros recorrieron.
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