Cuando la vida nos pone a prueba y la adversidad se cruza en nuestro
camino, no nos queda otra que levantarnos y seguir adelante.
El reloj del campanario daba
las tres de la madrugada en una calurosa noche de verano, el lugar, un pueblo
cualquiera de la costa mediterránea; la música y el humo se habían adueñado del entorno en un ambiente cargado
de adrenalina y alcohol sin freno; salí del local buscando un soplo de aire
fresco que despejara mi mente cansado del exceso de decibelios y con los ojos
irritados. No era tarde y aun quedaba mucha noche por delante pero estaba
cansado, quería irme a casa y dormir, tumbarme sobre las frescas sábanas de mi
cama y dejarme llevar por las brumas de la noche hasta que un nuevo día me
diera la bienvenida no antes de la hora de comer.
No entrando de nuevo en el
local evité tener que despedirme de los pocos que me conocían y ya que por
quien fui hasta allí, no había acudido esa noche, decidí subirme al coche y
salir de aquel pueblo dejando atrás sus luces y sus calles, deseando tan solo
llegar a casa y dar por terminada aquella jornada tan aciaga. La chica rubia de
largos cabellos y busto generoso, cuyas caderas daban un toque de exquisitez a
un delicado cuerpo muy bien proporcionado, había echado por tierra mi noche con
su ausencia y yo tan solo quería escapar de allí. La cabeza me dolía, los ojos
me picaban y por momentos mis párpados
pesaban como losas precisando de un enorme esfuerzo para mantenerse abiertos.
La carretera por la que
circulaba serpenteaba entre la masa forestal como una serpiente ágil y
ondulada, conducía a demasiada velocidad pero no era consciente de ello ofuscado
y desilusionado por el fallido encuentro de esa noche tan largamente esperado;
una tras otra entraba y salía de aquellas curvas traicioneras aventurándome por
momentos en los límites de su asfalto, cada vez más cerca de mi destino.
Los kilómetros iban
desapareciendo uno tras otro bajo las ruedas de mi vehículo y aquella lengua
oscura sobre la que me deslizaba, brillaba bajo la luz de una luna llena ajena
a los inminentes acontecimientos; sin apenas darme cuenta mi pie aumentaba la
presión sobre el pedal del acelerador y el ingenio mecánico sobre el que iba
montado poco a poco comenzó a volverse
ingobernable aun así, yo me dejaba llevar de manera temeraria por aquel
carrusel de negro asfalto ante la impasible mirada de unos árboles centenarios.
Curva tras curva seguía zigzagueando a gran velocidad; fue en la siguiente pero
podría haber sido en cualquier otra, allí estaba agazapada, acechando a la
espera de la víctima propicia con la que cubrir su cupo de ese verano.
Un gran silencio inundaba el
lugar, ningún sonido era perceptible y se diría que una calma total reinaba en
la vaguada aquella noche de verano, abrí los ojos y tan solo alcancé a ver un
cielo estrellado y una luna llena que desde las alturas me miraba inexpresiva y
curiosa, intenté moverme y noté con angustia que mi cuerpo no respondía, no era
capaz de levantar la cabeza, mis brazos y mis piernas inmóviles quedaban fuera
de mi campo de visión y no podía ver si estaban heridos o si tan solo seguían
unidos a mi cuerpo pero lo peor era aquella ausencia de estímulos, no notaba mi
cuerpo. Pronto comprendí lo que ocurría pues tenía nociones previas al
respecto, me había roto el cuello y dañado mi médula espinal; un bombardeo de
sensaciones martilleaba mi cabeza allí tirado en el fondo de una vaguada oscura
y silenciosa; transcurrido un tiempo que me pareció eterno, empecé a oír voces
por encima de mi cabeza con una procedencia incierta, aparecieron las primeras
luces en lo que debía ser la carretera por la que circulaba momentos antes y al
poco, guiadas por mi voz, se oyeron las primeras pisadas acercándose hasta el
lugar en el que estaba tirado e inmóvil pero yo ya no estaría consciente cuando
llegaron junto a mi.
Los primeros tiempos de
hospital fueron duros, ya de por si estar ingresado por la causa que sea suele
serlo, tras una lesión de este tipo el cambio experimentado es brusco y traumático
a todos los niveles, las noticias recibidas difíciles de asimilar; es curioso
como en cuestión de segundos puede cambiarte la vida y nadie está preparado para
afrontar lo que se te viene encima, por suerte lo vas descubriendo poco a poco,
con el transcurrir de los años en tú nueva vida. Semanas tumbado inerte en una
cama anónima, familiarizándote con un cuerpo ajeno a tú voluntad que no deja de
recordarte quien fuiste y que ahora va por libre; interminables sesiones de
rehabilitación que intentan sacar a flote lo que queda de ti y que contagiado
por la parte inmóvil de tú cuerpo, tienta por caer a los abismos; noches
eternas con la mirada fija en un techo oscuro e insensible al drama vivido
pocos metros más abajo. El verdadero impacto derivado de la nueva situación te
golpea con fuerza el primer día que dejas atrás el hospital, cuando te
enfrentas al entorno, al volver a casa y ver lo que dejaste allí muchos meses
antes. Es entonces cuando hay que demostrar la verdadera fortaleza de
superación que todo ser humano lleva dentro pues de no ser así, las
civilizaciones seguirían ancladas en el pasado y su evolución se habría
frustrado ya en sus orígenes.
Esperanza y tesón, dos palabras
cargadas de significado que en los momentos difíciles adquieren un valor
especial, pues de ellas depende la forma en como se afronten los retos que la
vida nos impone; no hay que perder la esperanza en las propias posibilidades
aunque al principio todo sea oscuridad, la lesión medular es una traba en el
camino, una dura prueba para la que nadie está preparado, una situación que nos
hará aprender a vivir de nuevo, en unas condiciones diferentes y únicas en cada
caso, pero no es el final del trayecto
aunque en ocasiones lleguemos a desearlo; es en esta nueva vida donde el tesón
debe ser férreo pues de él dependerá el que consigamos ir superando etapas,
alcanzando metas, obteniendo logros y de este modo lleguemos a realizarnos como
personas útiles, miembros de una sociedad fluida, en cuyo cauce debemos
aprender a desenvolvernos con los ajustes y ayudas necesarios en cada
individuo.
Hay que continuar, hemos de seguir
adelante, que remedio queda, seguir y hacerlo en las mejores condiciones
posibles, solo así afrontaremos el resto de nuestras vidas con ciertas
garantías ya no de éxito sino de alcanzar un nivel aceptable de calidad en
nuestro día a día ¿éxito? También, por que no, a nadie le está vetado. La mayor
o menor inmovilización, es una limitación a veces muy severa pero nuestra
verdadera fuerza está en nuestra cabeza, nuestro cerebro, él es el verdadero
motor de nuestras vidas, donde radica la verdadera esencia de todo ser humano,
el que lo hace a uno bueno, malo o regular, el
que se cultiva si lo cultivamos, el que agudiza nuestro ingenio en los
momentos de necesidad, donde radica la auténtica valía del ser humano, de
nuestro yo.
Volver a andar, la primera
noticia impactante que recibimos es cuando nos niegan esa posibilidad a los
pocos días del accidente, con el tiempo esa acción pasa a un segundo plano no
encabezando la lista de prioridades. Pensar en la curación, no es descartable
siempre que no vivamos nuestras vidas con la silla de ruedas instalada en
nuestras cabezas, su lugar está bajo nuestras posaderas y tan solo es la
herramienta para desplazarnos, obsesionarnos con la idea es un gran error del
que solo nos percatamos tras haber diluido nuestros mejores años en torno a él;
la ciencia sigue sus cauces como nosotros el nuestro, antes o después en algún
lugar incierto se encenderá una luz y darán con el ansiado remedio, la
regeneración neuronal y lo que es más importante, sin efectos secundarios
sobrevenidos. Neuronas creciendo, extendiéndose y creando puentes sobre el
tejido fibrosado o atravesándolo en busca de una conexión adecuada, estímulos
transmitidos a través de esos nuevos puentes dando lugar a efectos ya
olvidados, despertar de sensaciones adormecidas en el tiempo y de nuevo el
control de funciones perdidas largamente ajenas a nuestra voluntad. Tiempo, es
cuestión de tiempo que en algún lugar incierto se encienda una luz.
Mientras ese día llega hay que
seguir viviendo, luchando en la trinchera diaria de la vida, formándonos para
conseguir una integración plena, trabajando en el mejor de los casos, amando a
nuestros seres queridos, enamorándonos, compartiendo nuestros momentos de
felicidad, dejándonos acompañar en los malos ratos, sobreponiéndonos a la
adversidad cuando esta llegue plantándole cara y esperando que la tormenta
escampe. La lesión medular, es una traba en el camino pero el camino continua y
el sol sigue saliendo cada mañana, así pues no hay que rendirse e intentar
seguir rodando.
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