sábado, 27 de abril de 2013

Anselmo viajero - IV Parte: Regreso a Tahití


Doce días más tarde y después de un excitante periplo por los archipiélagos Anselmo regresaba a Tahití; durante ese tiempo había estado en las islas más significadas de la Sociedad, se había paseado por los atolones de las Tuamotu y llegado a algunos rincones de ensueño en las Marquesas. Su viaje estaba tocando a su fin y quería exprimir las dos jornadas que aún le quedaban antes de partir rumbo a casa.
Por uno de los conserjes del hotel, Anselmo supo de la existencia de una pequeña compañía de helicópteros que hacían viajes turísticos entre las islas, la compañía tenía su base de operaciones en unas pistas junto a la dársena norte del puerto mercante; ofrecían una serie de itinerarios regulares pero también organizaban desplazamientos privados a destinos concretos fuera de las rutas habituales. Anselmo que tenía interés por ver cosas fuera de la oferta convencional que se daba a los visitantes a la isla, quiso recurrir a sus servicios privados así que sin deshacer las maletas y confiando en llegar antes de que cerraran, se dirigió al extremo más alejado del puerto y allí se presentó en las oficinas de Air Paradise exponiendo sus deseos; tras una breve negociación y acordado el precio de su particular excursión, cerraron el trato quedando para la mañana siguiente a primera hora.
El día amaneció despejado, cuando llegó al helipuerto aun no eran las ocho y Francoise, el piloto, ya tenía revisada y lista la pequeña aeronave, con los tanques llenos y cargada de pertrechos, tan solo esperaba su llegada para despegar; el destino, un pequeño atolón a 42 kilómetros al norte de Papeete. Tetiaroa, que así se llamaba la isla y cuyo nombre en polinesio significa “lo que se diferencia”, era un atolón formado por trece pequeños islotes o motu unidos entre si por barreras de corales que hacían las aguas entre ellos innavegables y por tanto lo convertía en un reducto de difícil acceso.
Hasta principios del siglo XX la isla fue residencia vacacional de los Ari (jefes principales y reyes polinesios) pero en 1904 la familia gobernante la cedió a el doctor Johnston Walter Willians, único dentista de Polinesia, comenzando de ese modo la historia de Tetiaroa como isla privada. Años más tarde, durante la búsqueda de exteriores para el rodaje de “Rebelión a bordo (1962)”, el actor Marlon Brando se enamoró de aquellas aguas y sus islas; Brando vio Tetiaroa por primera vez desde una colina de Tahití y quedó hipnotizado, en su autobiografía cuenta la impresión que le produjo la laguna “La laguna presenta más tonos de azul de los que jamás imaginé: turquesa, índigo, azul oscuro, azul claro, cobalto…Era mágico”. A partir de aquel día intentó comprar ese pequeño paraíso a toda costa y tras varias tentativas fallidas, al final consiguió de su dueño un acuerdo por el que se la cedía por un periodo de 99 años, adquiriendo así en 1965 un refugio donde evadirse de la caótica vida holliwoodiense.


Anselmo conocía la historia, ahora quería ver aquel lugar mágico con sus propios ojos y hacia él se dirigía en compañía de Francoise; supo por este que todas las semanas un paquebote aprovisionaba de suministros a la isla que durante muchos años tan solo estuvo habitada por Tehiotu Brando, hijo tahitiano del difunto actor y su familia que regentaron el Tetiaroa Village, un pequeño hotel para mochileros de alto poder adquisitivo, hasta que cerró. El acuerdo de propiedad firmado en su día por Brando incluía, impuesto por el gobierno de Tahití, el respeto y conservación del ecosistema de la isla por lo cual todo lo allí construido, que era muy poco, y la actividad desarrollada en el atolón, no debía afectar a los recursos naturales de los islotes y su laguna interior. La isla había estado casi desierta en los últimos años recibiendo esporádicas visitas, por lo que era un verdadero edén, una joya natural en uno de cuyos motu habían anidado infinidad de colonias de aves marinas por lo que se le conocía como la isla de los Pájaros. Visitar el atolón de Tetiaroa era un lujo que no estaba al alcance de todos, Anselmo iba a entrar en el pequeño grupo de afortunados que lo hicieran y llegaba  dispuesto a dejarse embelesar por la belleza de aquellas islas y los azules cambiantes de su laguna.
Tras salir de unas nubes Tetiaroa apareció en el horizonte como pequeños puntos verdes emergiendo de las aguas y poco a poco fue aumentando de tamaño, desde su asiento Anselmo ya veía perfectamente perfilada la isla con sus motu, sus pasillos de aguas turquesas y la laguna interior de un azul mucho más oscuro que revelaba la profundidad de sus fondos. Una de las islas tenía una pequeña pista de aterrizaje en la que tan solo aterrizaban algunos vuelos privados, el resto de la misma era un tapiz de palmeras mecidas por los vientos cuyo perímetro de arenas blancas, era lamido por aquellas aguas cristalinas.
Sobrevolaron todo el atolón por espacio de diez minutos, desde las alturas todo aquel pequeño mundo resultaba espectacular, la gama de colores que se extendía bajo los pies de Anselmo insuflaba vida de muchos quilates y por momentos su excitación iba en aumento, ya deseaba poner los pies en tierra. Tomaron tierra en una zona marcada por un gran círculo próxima a un pequeño cobertizo con techo de palmas en el motu de mayor tamaño; una vez Anselmo pisó aquella isla inspiró profundamente el aire limpio de aquel lugar, Tetiaroa era la verdadera esencia de Polinesia, a salvo del turismo masivo había podido conservarse para los robinsones modernos y Anselmo allí y ahora lo sería por unas horas.


Las instalaciones del antiguo Tetiaroa Village habían dado paso a un nuevo proyecto, The Brando, un hotel ecológico de cinco estrellas al puro estilo polinesio cuya construcción se hallaba detenida desde hacía tiempo, no obstante mimetizado con el entorno y apenas apreciable desde el  aire, una instalación de aspecto liviano pero muy agradable a la vista proporcionaba servicios de hostelería y descanso aunque no alojamiento en aquella isla que era la única que mantenía levantada alguna construcción. La vida en el atolón llevaba otro ritmo muy diferente a su vecina Tahití, allí el tiempo parecía detenerse dando paso al estímulo de los sentidos, el mayor interés de la isla estaba en su fantástico paisaje, sus paradisíacas playas y su característica flora y fauna; explorar el extenso palmeral, nadar en la laguna y recrear la vista disfrutando del entorno ocuparían las próximas horas de Anselmo antes de regresar a Tahití y afrontar su último día en el archipiélago.


De nuevo en el hotel Tiare Tahití, Anselmo hizo un receso después de su excitante y fructífero día en el hermoso atolón; su cabeza estaba llena de bellas imágenes captadas en las últimas semanas, su cámara digital también rebosaba de capturas que una vez en casa, le llevaría semanas organizar,  pero esto era uno de sus hobbys favoritos y le permitiría volver a recrear el  fantástico viaje realizado. Por el momento se daría una ducha y meditaría sobre lo vivido los últimos días sentado en la terraza de su habitación con una Coca-Cola bien fría entre las manos, más tarde saldría a disfrutar de su penúltima cena en la isla.
Eran poco más de las ocho de la tarde cuando Anselmo pisaba de nuevo la calle en busca del famoso restaurante Uru Tahití, esa noche cerraría la jornada deleitándose con un poco del arte costumbrista de las islas asistiendo a una típica cena-espectáculo tahitiana. Al llegar fue recibido con un ponche al tiempo que colgaban de su cuello el tradicional collar de flores, el sonido de guitarras y ukeleles creaba un agradable ambiente en toda la sala mientras una sonriente muchacha lo acompañaba hasta su mesa muy cerca del escenario. La cena a base de cocina tradicional incluía Fei (plátanos cocidos), Uru (fruto del árbol del pan), Taro (verduras), Fafa (espinacas con pollo), Pua (cochinillo asado), Poe (fruta cocida con leche de coco) y un Buffet de carnes y pescados a la brasa, todo regado con buenos vinos,  para terminar suculentos postres variados daban un toque gastronómico de alto nivel en el que Anselmo a pesar de su buen comer, no pudo con todo; toda la cena estuvo amenizada por un grupo de danza, ya en la sobremesa y acompañando a los cafés y licores, los asistentes quedaron admirados con un pareo-show presentado por vahine y tane (mujeres y hombres), nunca nadie de los allí presentes habría llegado a imaginar que se pudiera usar de tantas maneras, una prenda tan liviana que a la postre era un icono de Polinesia.


Tras el curioso show, el espectáculo continuó con más danzas, estas más de fijarse por los movimientos de sus cuerpos; como luego supo Anselmo tras las explicaciones que allí les dieron previas a los bailes, la danza tahitiana contempla dos estilos bien diferenciados, la Aparima y la Otea. Aparima es una palabra compuesta por apa (beso) y rima (mano), en todas estas danzas se representa una  simbología expresada por manos y brazos a través de la cual se hace referencia a historias de la vida tahitiana, acontecimientos  cotidianos cobraban vida con estos bailes; las danzas (otea) son realizadas por mujeres (otea vahine), hombres (otea tane) o ambos (otea mixta) y en ellas son muy característicos los movimientos, rápidos unas veces o delicados otras, de las caderas acompañados por música de percusión. Aquellos cuerpos tocados por grandes penachos o coloridas coronas de flores, agitando sus faldas de rafia natural (more) sobre sus bronceadas pieles, eran un deleite para la vista de un público entregado. Con aquel sonido y colorido en la cabeza, Anselmo abandonaba el Uru Tahití  satisfecho y cansado tras un día de fuertes emociones.
Ese domingo amaneció apenas despuntado el sol, sus tres semanas en los Mares del Sur acababan pero se iba de allí con un sueño cumplido cosa que muchos otros no podían decir; aún tenía todo un día por delante antes de regresar a España así que se propuso disfrutarlo al máximo y regalar a sus sentidos con un poco más de la belleza de aquellas islas. Tras un desayuno rápido, estaba listo para afrontar una nueva jornada de emociones y sorpresas, el plan para ese día incluía un recorrido alrededor de la isla, adentrándose en su interior en algunos puntos de especial interés, la excursión estaba organizada por el hotel por lo que el restaurante y hall del mismo presentaban gran actividad entre los huéspedes que esperaban el microbús.
A las nueve en punto abandonaban el hotel en dirección al norte de la isla para desde allí bajar por la costa este antes de encaminarse hacia el interior, la isla tenía una única carretera principal de circunvalación de unos 114 kilómetros la cual conectaba el este con el oeste de Tahití Nui, ambas costas eran muy diferentes pues mientras las del este eran más de origen volcánico, rocosas  y salvajes, con playas de arenas negras, las del oeste eran de origen coralino, tranquilas, con playas serenas de arena blanca y lagunas de aguas turquesas y transparentes.
Cruzar Papeete era meterse en un tumulto de tráfico y gentes circulando por todas partes, desde luego nada parecido a la imagen idílica que podría tenerse de un lugar a priori paradisíaco, la polución, el ruido y la anarquía de la multitud de ciclomotores que a todas horas inundaban las calles, contrastaba con el paraíso que se extendía a pocos kilómetros fuera de la ciudad. La zona este de Papeete se conoce como Pirae y está salpicada de playas de arena negra, en el lado montañoso se metieron por el camino de Fare Rau Hape ascendiendo el monte Belvedere, a 600 metros de altitud se detuvieron en un mirador desde el que se tenía una vista inmejorable de la capital y sus alrededores con la isla de Moorea al fondo. Tras extasiarse con aquella panorámica el pequeño microbús continuó su viaje rumbo a la población vecina de Mähina en donde se acercaron a la playa de la punta de Venus, lugar más al norte de Tahití, allí visitaron el famoso faro construido en 1867 por los mangarevianos para reafirmar la vocación marítima de la bahía de Matavai, a la cual llegaron la mayoría de exploradores en la segunda mitad del siglo XVIII; el faro de planta cuadrangular único en la isla, poseía seis pisos y una terraza por encima de la cual se elevaba la dependencia con el sistema de iluminación; la construcción pintada de blanco era visible en la distancia y desde su posición dominaba una bellísima y extensa paya de arena negra.


El siguiente alto en el camino tuvo lugar al llegar a Papenoo, lugar famoso por sus playas para practicar surf, se decía entre los entendidos que sus olas eran de las mejores del mundo y vista la gran afluencia de gente enfundada en sus trajes de neopreno así como la cantidad de tiendas dedicadas a este deporte en todos los rincones de la pequeña población, algo de cierto debía haber. Un poco más adelante se encontraron con la desembocadura del río Papenoo, el más largo de Tahití, que serpenteando desde el corazón de la selva encontraba allí al océano; en el kilómetro 22 se sorprendieron con una curiosidad de la naturaleza famosa en toda la isla, en aquel punto las aguas del océano pasaban por debajo de la carretera volviendo a salir por el otro lado en forma de aire y vapor espumoso a través de agujeros en la roca, de ahí el nombre Trou du Soulffleur (agujero del soplido).
Continuaron su camino bordeando la isla y dejando atrás, un centenar de  metros mar adentro, un hermoso motu cubierto de palmeras y vegetación a cuyos pies se adivinaba una franja de arena blanca lamida por las aguas turquesa de la laguna; circular por aquella carretera bien asfaltada junto al mar y con las montañas ascendiendo a su derecha, era un derroche de contrastes que las pupilas de los ocupantes del pequeño vehículo absorbían con deleite; llegaron a una pequeña bahía cuyas playas eran de arena oscura, allí se desviaron hacia el interior buscando la población de Haapupuni, el paisaje cambió radicalmente pues a medida que te adentrabas en la isla te veías inmerso en otro mundo muy distinto a la costa, como la isla era de origen volcánico el interior estaba deshabitado y el entorno era alucinante, muy montañoso y la exuberante vegetación formaba una verdadera selva tropical. Llegaron a un claro de la selva donde acababa el camino y desde allí hicieron una excursión a pie para ver el parque de las tres cascadas Faarumai, un paraje hermosísimo que a todos dejó satisfechos; la primera de ellas estaba a tan solo cinco minuto de caminata, las otras dos a poco menos de media hora, eran cascadas enormes, sobre todo la primera, que cayendo desde la cima de una pared cubierta de verde vegetación, formaba  un pequeño lago a partir de cual las aguas discurrían colina abajo buscando el mar; si algo enturbió aquella idílica excursión fue la gran cantidad de mosquitos que inundaban aquel pequeño paraíso y que dejaron su huella sobre las pieles de todo el grupo. De regreso a la carretera principal pasearon por un curioso y espectacular bosque de bambú cuyas altas copas creaban un techo verde intenso a través de cuyas hojas se filtraban tenues rayos de sol.


El recorrido circular a la isla grande continuó y las siguientes poblaciones, Mahaena y Hitiaa, no levantaron grandes pasiones entre el grupo aunque si les permitió imaginar la tradicional vida polinesia, sin grandes panorámicas en sus alrededores si conservaban cierto encanto pues todo allí dejaba buen sabor de boca; una vez cruzado el río Fa’atautia se desviaron por un sendero abrupto donde volvieron a bajar del microbús para continuar andando, atravesaron una montaña y llegaron a los Lavatubes, una serie de grutas naturales labradas en la roca volcánica por las aguas del río, en realidad eran tubos de lava anegados ahora por las aguas cristalinas del río, allí pudieron caminar o  nadar a través de un laberinto de conductos llenos de grutas, cascadas, arroyos y cuevas. Tras una hora de diversión en aquel parque acuático natural, regresaron al microbús dispuestos a continuar con su emocionante excursión.
Ya casi acabando el recorrido de la costa este llegaron a otra espectacular cascada cuyo salto de agua les regaló la vista sin moverse de sus asientos, la laguna formada a sus pies hervía levantando una gran nube de vapor y los invitaba a sumergirse en ella pero no había tiempo, debían continuar. Por fin llegaron al istmo de Taravao, allí acababa Tahití Nui y se iniciaba la pequeña península de Tahití Iti, desde allí partían dos carreteras que por este y oeste recorrían parte del perímetro de esta porción de terreno mucho más salvaje y agreste que la isla grande y también mucho menos habitada.
Entre las poblaciones de Papeari y Mataiea, situadas ya en la costa oeste, se detuvieron en un espléndido jardín botánico integrado en la propia selva, allí había espectaculares ejemplares de Tamanu, árboles utilizados por las tribus indígenas para la construcción de canoas o totems rituales, el árbol sagrado Ati al que se le reconocen numerosos poderes curativos, árboles del Pan que aseguraban el sustento alimenticio de los polinesios, Nonis desarrollados sobre ricos suelos volcánicos a lo largo de las corrientes de lava y considerados como la aspirina de la antigüedad por sus  poderes terapéuticos; de allí todos salieron con una lección de botánica bien recibida y todos los sentidos embriagados por aromas y colores de lo más variados.
El viaje continuó hacia al norte, ya en dirección a Papeete, aún tuvieron tiempo de detenerse en alguna playa que esta vez si eran de arena blanca con la característica laguna de aguas turquesas, aquellas aguas eran de puro cuento y su transparencia no dejaba de sorprender a Anselmo, todo aquello era un maravilloso e inmenso acuario natural al que por desgracia estaba a punto de abandonar. Habían sido tres semanas de ensueño en las que todo su ser había estado continuamente bombardeado por miles de estímulos positivos, en cada jardín, en cada playa, en cada calle o colina, cada hotel fue distinto, cada persona diferente, cada rincón sorprendente y cada isla… que decir de las islas, en su conjunto fantásticas, por separado preciosas y muy interesantes; cada archipiélago guardaba su identidad siendo muy distintos los unos de los otros, si las islas de la Sociedad conservaban la historia y el pasado polinesio con sus núcleos arqueológicos, sus altas cumbres y profundos valles, sus playas de origen volcánico lidiando en belleza con las de arena blanca y calmadas lagunas, la Tuamotu formaban un paisaje curioso y único, con sus atolones formando anillos de coral cubiertos de palmeras en cuyo interior encerraban lagunas de aguas tranquilas repletas de vida, por su parte las Marquesas alejadas y mal comunicadas conservaban, islas volcánicas, unas áridas y otras selváticas pero todas coronadas por picos agrestes que morían en acantilados cortados a pico que se perdían en la profundidad del mar.


La mañana del día 20 en las islas, Anselmo salía temprano del Tiare Tahití en dirección al aeropuerto de Fa’aa, hora y media más tarde embarcaría rumbo a Los Ángeles y de allí a París, su aventura en los Mares del Sur acababa pero volvía a su España querida convencido de que no sería esa la última vez que pisaría aquellas tierras pues allí dejaba parte de su corazón y algún día volvería para recuperarlo.

1 comentario:

  1. Carlos, perfecto y laborioso trabajo has hecho. Ya tengo el gusanillo metido dentro y no veo el día en que pueda pisar esas maravillosas islas del Pacífico. Graias Carlos, gracias Anselmo.

    ResponderEliminar