sábado, 13 de abril de 2013

Anselmo viajero - II Parte: Islas de la Sociedad


El archipiélago de la Sociedad era el más conocido y visitado de la toda la Polinesia Francesa, Papeete, su capital, era el centro neurálgico del comercio entre las islas, también la puerta de entrada o salida entre el archipiélago y el mundo exterior. Anselmo llevaba ya un par de días moviéndose por Tahití, por fin había hecho su sueño realidad viajando a los lejanos Mares del Sur y todo lo que estaba experimentando superaba con creces las aspiraciones creadas antes de partir desde España.
Una vez visitados el mercado municipal y el museo de la perla, su segunda jornada en la isla la había dedicado a seguir explorando la ciudad y sus alrededores. El nombre de Papeete significa “cesto de agua” y en cierto modo toda la ciudad estaba volcada con el mar siendo el Paseo Marítimo una de sus arterias principales; yendo por él en dirección al centro llegó a la gran plaza To’ata, lugar de encuentro para múltiples manifestaciones, allí disfrutó de las actuaciones de músicos y grupos de danza que asiduamente se congregaban para ensayar aprovechando las instalaciones y sonorización del lugar.


Un poco más adelante pasó por la playa Sigogne, lugar clave para la piragua tradicional, raro era el momento del día en el que no había embarcaciones entrenándose en la laguna. Igualmente integrada en el paseo marítimo estaba la plaza Vaiete, antiguo centro de los espectáculos de canto o danza durante las fiestas de Heiva, junto con la vecina To’ata formaban un centro lúdico cultural muy visitado por las familias en los atardeceres tahitianos. El muelle de los ferry y el puerto mercante con la base de la marina ponían fin a la zona turística del paseo, más allá la zona portuaria e instalaciones aduaneras ocupaban un antiguo motu que en su día fue residencia real, hoy unido a tierra firme por un puente que atraviesa la laguna y desemboca en un gran dique, desde el final de este la vista de la bahía de Papeete, la ciudad y la montaña como fondo, era impresionante.
La mañana del cuarto día cogía un ferry y se trasladaba a la vecina isla de Moorea separada tan solo por 17 kilómetros de Tahití, empezaba así su tour por los archipiélagos. Moorea por su proximidad con Tahití también es  llamada la isla hermana, su nombre significa “dragón dorado” y cuenta una leyenda que un dragón gigante partió con su cola las dos bahías existentes al norte de la isla, estas bahías son la de Opunohu y la de Cook o Paopao y ambas estaban anotadas en el cuaderno de Anselmo como lugares a ser visitados. La misma proximidad con la isla grande de Tahití hicieron que en el pasado fuera lugar de refugio para los guerreros derrotados, hasta el mismo rey Pomare II estuvo allí durante siete años tras una revuelta fallida por conseguir un poder absolutista. Hoy en día aún muchos tahitianos acuden a Moorea como refugio de fin de semana para huir del bullicio de Papeete.


Tras media hora de travesía durante la cual disfrutó de un paseo inolvidable con vistas impresionantes de ambas islas, Anselmo puso los pies en la isla mágica, en ella empezaría a notar los elevados precios de aquellas tierras las cuales llevaban unidas la preciosidad de su entorno con la exclusividad de sus visitantes. Durante los dos días que permanecería en la isla se alojaría en el Sofitel Beach Resort ubicado en la playa de La Ora, una de las más hermosas de la isla, allí se relajaría ocupando uno de los famosos overwater bungalow tan característicos de Polinesia, aunque eso supusiera pagar el doble que por una de las habitaciones en tierra firme. Un servicio de minibús lo trasladó al hotel y si todo el trayecto hasta allí, fue una explosión de colores y contrastes, cuando llegó y entró en el complejo turístico la cosa fue en aumento; el hotel se encontraba en una laguna de aguas tranquilas con playas de arena blanca, a su espalda una montaña verde y salvaje se perdía en las alturas llegando a las nubes que jugaban con su cima. Flotando sobre la laguna hileras de bungalós polinesios se distribuían armónicamente comunicados por una maraña de pasarelas, otros en cambio se ocultaban tímidamente entre jardines silvestres y bien cuidados; una vez registrado fue acompañado a su bungaló por un mocetón sonriente que llevaba sus maletas y no dejaba de darle la bienvenida, poniéndose a su servicio para cualquier cosa que necesitase durante la estancia, su nombre era Paul.


El resort contaba con 114 de estos paradisíacos bungalós distribuidos a ambos lados de dos pasarelas que zigzagueando se adentraban en la laguna, el suyo era el 25 situado a medio camino de la orilla; aquellas pequeñas villas flotantes aunaban modernidad y tradición local pero por encima de todo destacaban su belleza y elegancia; cuando cerró la puerta tras de sí, se encontró frente a una amplia estancia con grandes ventanales en uno de cuyos extremos, una enorme y mullida cama con dosel ocupaba todo un lateral, frente a ella en el otro extremo de la habitación una puerta corredera daba paso a la terraza desde la cual, había un acceso directo a las cristalinas aguas de la laguna. En el centro del salón parte del suelo tenía una ventana con vistas al fondo marino cuya transparencia permitía recrear la vista mirando el ir y venir de las variadas especies marinas que habitaban la laguna, Anselmo pasaría buenos ratos mirando por aquel ojo de pez.
Una vez instalado y después de un breve descanso sentado en el diván de la terraza con la vista puesta en el horizonte, donde entre brumas emergía la silueta de Tahití, estaba listo para iniciar la exploración de la isla. Moorea tenía un perímetro de unos 65 kilómetros por lo cual en pocas horas podía dársele la vuelta entera deteniéndose donde le pareciera, para ello alquiló un scooter y se dispuso a iniciar la aventura sino en toda la isla, si en parte de ella. Se dirigió hacia el norte metiéndose por una carretera interior que dejaba a su derecha toda la zona del aeropuerto, siguió hasta encontrar nuevamente la costa saliendo junto al Moorea Pearl Resort, otro de los muchos hoteles de lujo repartidos por la isla, llamó su atención a la entrada del mismo una estatua en piedra del dios Tiki armado con una lanza el cual presidía la gran pérgola que hacía las veces de vestíbulo en el resort, como en todos, predominaba el verde rabioso de los jardines plagados de esbeltas palmeras y vegetación.
Reanudó su camino con la bahía de Cook como siguiente destino, un cuarto de hora más tarde llegaba al punto donde una ancha lengua del mar se adentraba entre las colinas creando una profunda muesca en el contorno del litoral; siguió a buen ritmo por la carretera que bordeaba la bahía siempre con las aguas turquesas a su lado derecho y las estribaciones escalonadas que se perdían en lo alto de las colinas a su izquierda, el tráfico era escaso y eso le permitía centrarse en el paisaje. Numerosas embarcaciones de todo tipo se mecían fondeadas a lo largo de la profunda bahía, desde su scooter Anselmo podía ver las caras relajadas de sus ocupantes mientras a él una brisa suave le agitaba la camisola de vivos colores a medida que llegaba al fondo de aquella maravilla de la naturaleza. Encontró una pequeña playa desierta, las palmeras en aquel punto llegaban hasta la misma orilla siendo lamidas por unas aguas tranquilas de azules cambiantes; detuvo la moto y dejándola a salvo fuera de la arena, se dispuso a disfrutar de aquellas aguas cristalinas, su transparencia permitía vislumbrar con total nitidez sus fantásticos fondos marinos ricos en una fauna multicolor que sin ningún reparo, se aproximaban a su cuerpo con delicada curiosidad.
Continuó ruta hasta la vecina bahía de Opunohu, donde realmente James Cook echó sus anclas en 1777, al igual que la anterior era una bahía  espléndida de belleza espectacular. De ahí se dirigió hacia el interior ascendiendo por una pista de tierra que le llevó a uno de los puntos de interés anotado en su cuaderno, el mirador de Belvédere, desde allí arriba se tenía una de las vistas más impresionantes de las islas de la Sociedad. Una vez llegado al mirador se dominaban las dos bahías gemelas separadas por la montaña sagrada de Rotui de 900 metros de altitud, lugar al que ascendían senderistas experimentados siempre con un guía pues las cuatro horas de ascensión requeridas, implicaban cruzar pasos abruptos y peligrosos.
De nuevo en el llano junto a la costa, se acercó a otro de los espectaculares hoteles de la zona, el Inter Continental Resort & Spa, allí tenía dos citas ineludibles que llevaba tiempo esperando; por un lado nadaría con delfines en la laguna, el Moorea Dolphin Center tenía allí sus instalaciones y entre otras actividades, algunos de sus delfines estaban entrenados para interactuar con los viajeros, por fin comprobaría si era verdad ese mito de que algo cambia en uno cuando se entra en contacto con ellos, aquel centro practicaba sesiones de Delfino-terapia aprovechando la sensibilidad de estos animales y su sentido de ecolocalización que actúa sobre nuestras ondas cerebrales. Por otro lado el resort contaba con una clínica de tortugas marinas aprovechando un espacio en la laguna privada, la fundación Te Moana recuperaba allí tortugas dañadas y las devolvía a su hábitat natural;  Anselmo como buen amante de la fauna marina aprovecharía la ocasión para visitar sus instalaciones.


Se hicieron las cinco de la tarde y era hora de regresar, de camino al hotel se detuvo en un pequeño poblado en cuyas inmediaciones sabía de la existencia de unos restos arqueológicos, el Marae de Nuupere, los maraes eran construcciones utilizadas como lugares de culto a sus dioses, de respeto a sus jefes o de encuentro comunitario entre los clanes familiares de los Mahoi; el de Nuupere estaba situado en una zona despejada de la selva y se trataba de una terraza construida por bloques de coral y placas de piedra calcárea, tras pegar un vistazo por los alrededores Anselmo continuó su camino. Durante todo el recorrido de ese día no perdió de vista el monte Mouaroa destacando del perfil montañoso de Moorea en cuyas vertientes predominaban las plantaciones de piñas, aguacates y pomelos; pudo comprobar la espesa vegetación existente a poco que dejaras la carretera de circunvalación y te adentraras en el interior de la isla, un tupido manto verde se tragaba cualquier carretera o pista de tierra haciendo desaparecer a cualquiera que se aventurase en sus profundos valles o sublimes colinas.


Antes de volver al hotel subió al mirador de Taotea, desde su balconada, limitada por un discreto pretil de piedra oscura, se tenía una fantástica panorámica de la laguna con los bungalós del Sofitel destacando en la orilla de la playa y en la lejanía, el perfil de Tahití, la barrera coralina y más allá de esta el vasto y azul océano; fue una bonita imagen antes de retirarse a su resort y disfrutar  el resto de la jornada de sus servicios e instalaciones. El día siguiente lo dedicaría a visitar la playa de Tamae, una larga franja de arenas  blancas a orillas del lagoon, de poca profundidad y con estupendas vistas sobre Tahití; allí contrataría una de las excursiones para practicar snorkel (buceo de superficie) y experimentaría sensaciones nuevas dando de comer a rayas y tiburones limón, muy abundantes en aquellas aguas. Su último acontecimiento en la isla digno de mención y anotado en su cuaderno de bitácora como imprescindible de ver fue la visita al Tiki Village Theatre, era una especie de parque temático polinesio en el que desde hacía unos veinte años se representaba la vida cotidiana de las islas. El poblado ofrecía gratas veladas tahitianas con espectáculos de hasta 60 artistas, bailarines y  músicos, ejecutando las famosas danzas del fuego; en aquel marco idílico sus pobladores compartieron con él y le hicieron descubrir su cultura, su arte y sus bailes, del tatuaje al tradicional horno tahitiano escavado en la arena y cubierto con hojas de palma, de allí se llevaría una buena muestra de su artesanía, una pulsera trenzada y una pequeña  figura de piedra del dios Tiki; con el sol ocultándose en el horizonte, Anselmo regresó a su bungaló sobre la laguna dispuesto a pasar su última noche antes de seguir su recorrido por las islas de la Sociedad.

ISLAS DE SOTAVENTO

Su siguiente destino lo llevaría a la islas más occidentales del archipiélago alejadas en un rango de 200 a 600 kilómetros de Tahití, la primera en visitar sería la de Huahine, al igual que ocurría con Tahití estaba formaba por dos penínsulas montañosas unidas por un estrecho istmo que separaba  las bahías de Maroe y Bourayne; la porción de mayor tamaño era conocida como Huahine Nui y la más pequeña Huahine Iti, la capital Maeva se encontraba en el extremo noreste de la isla grande y en sus inmediaciones, sobre la rivera del lago Fauna Nui, se ubicaban gran cantidad de restos arqueológicos datados entre los años 850 d. C. y 1100 d. C. pues Huahine era la isla con mayor cantidad de ellos restaurados, por lo que visitarla era reencontrarse con el pasado lejano del pueblo polinesio. La explotación turística de la isla era moderada de hecho tan solo había dos complejos hoteleros, uno de lujo él Te Tiare Beach y el Relais Mahana de categoría turista superior, los ingresos isleños se completaban con el cultivo de vainilla y copra así como los procedentes de la pesca; la isla era escala obligada de los cruceros y mercantes que cubrían los itinerarios semanales entre Papeete y Bora Bora por lo que el trasiego de personas era fluido.
Anselmo tras visitar varios de los centros arqueológicos más significados de la isla poco más hizo allí, paseó por sus playas de arena blanca  deteniéndose en la de Avea, de la que se decía era de las más bonitas de Oceanía; una vez concluido su recorrido playero, esperó pacientemente disfrutando de una buena comida, la hora para coger un pequeño avión que lo trasladaría a su siguiente destino, las islas de Raiatea y Tahaa.


Escasos diez minutos de vuelo le bastaron para trasladarse a la primera de las dos islas; Raiatea era la segunda más grande del archipiélago tras Tahití y compartía un mismo escollo coralino con su isla vecina Tahaa por lo que ambas eran bañadas por las aguas de la misma laguna. En los tiempos de mayor auge la isla fue el centro ceremonial y religioso por excelencia de Polinesia de ahí el sobrenombre de “isla sagrada”; el gran tempo (marae) de Taputapuatea dedicado al dios Oro era el más importante de las islas y a él acudían de todos los rincones surcando las aguas en sus grandes canoas para las grandes ceremonias. Su orografía como otras islas de la Sociedad era montañosa con una altitud máxima en el monte Tefatoaiti de 1.017 metros, una de las curiosidades de la isla era la existencia en su cadena montañosa de una flor única, endémica y símbolo de la isla, la tiare apatahi, se trataba de una gardenia blanca de cinco pétalos en forma de mano que se abría de madrugada con un ruido característico, Anselmo aquella noche captaría su famoso rumor antes de quedar fascinado por un nuevo amanecer en aquel paraíso.
La isla era poco frecuentada por los turistas pero no por ello menos interesante pues por algo fue la más importante en un tiempo lejano, de allí partieron los intrépidos polinesios en sus canoas a vela para colonizar las islas Hawaii y Nueva Zelanda. Cubierta por una tupida vegetación y abundantes cascadas, la isla era puro verde, verde sobre verde, intenso, salvaje, era un edén tocado por la mano de dios no obstante a diferencia de otras islas del archipiélago, carecía de las típicas playas de arena blanca aunque no por ello sus aguas estaban exentas de atractivo pues adquirían los matices más variados de turquesa, cobalto y esmeralda, sumergirse en ellas era entrar en un mundo sin igual de corales y peces de colores. Esa noche Anselmo se alojaría en el Raiatea Hawaiki Nui situado en una pequeña bahía al sur de Uturoa, la población de mayor tamaño, y desde allí exploraría la isla antes de seguir camino saltando a su vecina.
Por la mañana temprano abandonó el hotel y salió destino a Tahaa, la isla apenas estaba separada de Raiatea por 4 kilómetros, el trayecto lo hizo en una lancha que hacía las veces de taxi acuático; con 88 kilómetros cuadrados era una isla pequeña en la que destacaba el monte Ohiri con 590 metros de altitud, toda la actividad isleña estaba dedicada al cultivo de la vainilla de hecho allí se producía el 80% de toda la Polinesia Francesa, la variedad allí creada autóctona de la isla, era muy apreciada por su perfume y la riqueza de su aceite, llegando a considerarse a la vainilla la verdadera perla negra de Tahaa. Anselmo dio una vuelta por la isla contratando una excursión a su interior en todoterreno donde pudo disfrutar de las suaves colinas, la paz de sus valles y el rumor de sus cascadas, hicieron un alto en una plantación de vainilla donde les explicaron el proceso de cultivo y recolección de esta apreciada especia, ya a media tarde regresaba a Patio, la villa principal desde la que volvió a Raiatea para desde allí enlazar con el último de sus destinos en las islas de la Sociedad, la mítica Bora Bora.


Bora Bora, la perla del Pacífico como la llamó James Cook, quizás la isla más famosa de toda la Polinesia y una de las más bonitas; Anselmo estaba a punto de poner los pies en ella y con ello terminar su periplo por las islas de la Sociedad. La isla estaba formada por un volcán extinto rodeado por una laguna separada del mar por un arrecife, cumplía por tanto todos los cánones de estas islas del Pacífico pero Bora Bora era algo más y ya desde el aire se diferenciaba del resto. Toda la isla estaba rodeada por motus alargados y de cierta anchura, cubiertos de vegetación y perfilados por una franja de la arena más blanca, en algunos de ellos estaban instalados los resorts de mayor categoría y en uno de ellos se alojaría Anselmo.
El centro de la isla estaba dominado por el monte Otemamu de 727 metros de altitud, en torno a él descendían verdes colinas, profundos valles, ríos adornados con hermosas cascadas y al llegar a la costa, lenguas de arena blanca eran bañadas por aguas turquesas y cristalinas que se perdían calmadas buscando el arrecife. La laguna de Bora Bora era tres veces su superficie terrestre ofreciendo una impresionante gama de luces y colores, en el sudeste de la isla se encontraba el Coral Garden, un espectacular parque natural submarino con cientos de especies tropicales.
Allí tendría Anselmo una de las experiencias más excitantes de su vida, dar de comer a los tiburones. La excursión partió tras el desayuno, una veintena de personas alojadas en el hotel se trasladaron a una lancha amplia con dos puentes y una bañera considerable, que esperaba en el muelle a sus invitados, una vez todos estuvieron a bordo soltó amarras rumbo al mar exterior. Cuando esta llegó al punto escogido, el grupo se sumergió con gafas y respirador sujetos a una soga para evitar ser arrastrados por la corriente; el guía, un polinesio tranquilo y sonriente se sumergió con ellos y empezó a cebar el entorno sacando de un bote pedazos de pescado, el agua cristalina proporcionaba un buen campo de visión y pudieron apreciar la proximidad de cientos de peces de colores en busca de un bocado con el que llenar sus estómagos pero de pronto aparecieron, primero uno, tres, cuatro y así hasta más de veinte tiburones que nadando en círculo en torno al grupo, calculaban el momento de lanzarse a por sus presas. La gente estaba hipnotizada ante aquellos seres de líneas armónicas y cuerpos vigorosos que por momentos se aproximaban a tan solo unos metros; más tarde, de regreso hacia la isla y una vez pasado el subidón de adrenalina, nadie podía creer lo que había visto y experimentado momentos antes.
Aquellas islas habían calado en Anselmo con fuertes raíces, en los dos días que estuvo allí aprovechó al máximo su tiempo que muy a su pesar, volaba como el viento; navegó en piragua por la laguna disfrutando de sus fondos traslúcidos y sus tranquilas aguas, buceó entre corales de vivos colores dejando que una fauna confiada y multicolor se le acercara sin ningún temor, realizó un safari-tour alrededor de la isla, visitando sus lugares arqueológicos y subiendo a los miradores panorámicos que salpicaban las colinas pero no hubo tiempo para más, el tiempo en las islas de la Sociedad había acabado y él debía seguir su camino explorando otros archipiélagos.

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