El archipiélago de la
Sociedad era el más conocido y visitado de la toda la Polinesia Francesa,
Papeete, su capital, era el centro neurálgico del comercio entre las islas,
también la puerta de entrada o salida entre el archipiélago y el mundo
exterior. Anselmo llevaba ya un par de días moviéndose por Tahití, por fin
había hecho su sueño realidad viajando a los lejanos Mares del Sur y todo lo
que estaba experimentando superaba con creces las aspiraciones creadas antes de
partir desde España.
Una vez visitados el
mercado municipal y el museo de la perla, su segunda jornada en la isla la
había dedicado a seguir explorando la ciudad y sus alrededores. El nombre de
Papeete significa “cesto de agua” y en cierto modo toda la ciudad estaba
volcada con el mar siendo el Paseo Marítimo una de sus arterias principales; yendo
por él en dirección al centro llegó a la gran plaza To’ata, lugar de encuentro
para múltiples manifestaciones, allí disfrutó de las actuaciones de músicos y
grupos de danza que asiduamente se congregaban para ensayar aprovechando las
instalaciones y sonorización del lugar.
Un poco más adelante
pasó por la playa Sigogne, lugar clave para la piragua tradicional, raro era el
momento del día en el que no había embarcaciones entrenándose en la laguna.
Igualmente integrada en el paseo marítimo estaba la plaza Vaiete, antiguo
centro de los espectáculos de canto o danza durante las fiestas de Heiva, junto
con la vecina To’ata formaban un centro lúdico cultural muy visitado por las
familias en los atardeceres tahitianos. El muelle de los ferry y el puerto
mercante con la base de la marina ponían fin a la zona turística del paseo, más
allá la zona portuaria e instalaciones aduaneras ocupaban un antiguo motu que
en su día fue residencia real, hoy unido a tierra firme por un puente que
atraviesa la laguna y desemboca en un gran dique, desde el final de este la
vista de la bahía de Papeete, la ciudad y la montaña como fondo, era impresionante.
La mañana del cuarto
día cogía un ferry y se trasladaba a la vecina isla de Moorea separada tan solo
por 17 kilómetros de Tahití, empezaba así su tour por los archipiélagos. Moorea
por su proximidad con Tahití también es
llamada la isla hermana, su
nombre significa “dragón dorado” y cuenta una leyenda que un dragón gigante
partió con su cola las dos bahías existentes al norte de la isla, estas bahías
son la de Opunohu y la de Cook o Paopao y ambas estaban anotadas en el cuaderno
de Anselmo como lugares a ser visitados. La misma proximidad con la isla grande
de Tahití hicieron que en el pasado fuera lugar de refugio para los guerreros
derrotados, hasta el mismo rey Pomare II estuvo allí durante siete años tras
una revuelta fallida por conseguir un poder absolutista. Hoy en día aún muchos
tahitianos acuden a Moorea como refugio de fin de semana para huir del bullicio
de Papeete.
Tras media hora de
travesía durante la cual disfrutó de un paseo inolvidable con vistas
impresionantes de ambas islas, Anselmo puso los pies en la isla mágica, en ella
empezaría a notar los elevados precios de aquellas tierras las cuales llevaban
unidas la preciosidad de su entorno con la exclusividad de sus visitantes.
Durante los dos días que permanecería en la isla se alojaría en el Sofitel
Beach Resort ubicado en la playa de La Ora, una de las más hermosas de la isla,
allí se relajaría ocupando uno de los famosos overwater bungalow tan característicos de Polinesia, aunque eso
supusiera pagar el doble que por una de las habitaciones en tierra firme. Un
servicio de minibús lo trasladó al hotel y si todo el trayecto hasta allí, fue
una explosión de colores y contrastes, cuando llegó y entró en el complejo
turístico la cosa fue en aumento; el hotel se encontraba en una laguna de aguas
tranquilas con playas de arena blanca, a su espalda una montaña verde y salvaje
se perdía en las alturas llegando a las nubes que jugaban con su cima. Flotando
sobre la laguna hileras de bungalós polinesios se distribuían armónicamente
comunicados por una maraña de pasarelas, otros en cambio se ocultaban tímidamente
entre jardines silvestres y bien cuidados; una vez registrado fue acompañado a
su bungaló por un mocetón sonriente que llevaba sus maletas y no dejaba de
darle la bienvenida, poniéndose a su servicio para cualquier cosa que
necesitase durante la estancia, su nombre era Paul.
El resort contaba con
114 de estos paradisíacos bungalós distribuidos a ambos lados de dos pasarelas
que zigzagueando se adentraban en la laguna, el suyo era el 25 situado a medio
camino de la orilla; aquellas pequeñas villas flotantes aunaban modernidad y
tradición local pero por encima de todo destacaban su belleza y elegancia;
cuando cerró la puerta tras de sí, se encontró frente a una amplia estancia con
grandes ventanales en uno de cuyos extremos, una enorme y mullida cama con
dosel ocupaba todo un lateral, frente a ella en el otro extremo de la
habitación una puerta corredera daba paso a la terraza desde la cual, había un
acceso directo a las cristalinas aguas de la laguna. En el centro del salón
parte del suelo tenía una ventana con vistas al fondo marino cuya transparencia
permitía recrear la vista mirando el ir y venir de las variadas especies
marinas que habitaban la laguna, Anselmo pasaría buenos ratos mirando por aquel
ojo de pez.
Una vez instalado y
después de un breve descanso sentado en el diván de la terraza con la vista
puesta en el horizonte, donde entre brumas emergía la silueta de Tahití, estaba
listo para iniciar la exploración de la isla. Moorea tenía un perímetro de unos
65 kilómetros por lo cual en pocas horas podía dársele la vuelta entera
deteniéndose donde le pareciera, para ello alquiló un scooter y se dispuso a
iniciar la aventura sino en toda la isla, si en parte de ella. Se dirigió hacia
el norte metiéndose por una carretera interior que dejaba a su derecha toda la
zona del aeropuerto, siguió hasta encontrar nuevamente la costa saliendo junto
al Moorea Pearl Resort, otro de los muchos hoteles de lujo repartidos por la
isla, llamó su atención a la entrada del mismo una estatua en piedra del dios
Tiki armado con una lanza el cual presidía la gran pérgola que hacía las veces
de vestíbulo en el resort, como en todos, predominaba el verde rabioso de los
jardines plagados de esbeltas palmeras y vegetación.
Reanudó su camino con
la bahía de Cook como siguiente destino, un cuarto de hora más tarde llegaba al
punto donde una ancha lengua del mar se adentraba entre las colinas creando una
profunda muesca en el contorno del litoral; siguió a buen ritmo por la
carretera que bordeaba la bahía siempre con las aguas turquesas a su lado
derecho y las estribaciones escalonadas que se perdían en lo alto de las
colinas a su izquierda, el tráfico era escaso y eso le permitía centrarse en el
paisaje. Numerosas embarcaciones de todo tipo se mecían fondeadas a lo largo de
la profunda bahía, desde su scooter Anselmo podía ver las caras relajadas de
sus ocupantes mientras a él una brisa suave le agitaba la camisola de vivos
colores a medida que llegaba al fondo de aquella maravilla de la naturaleza.
Encontró una pequeña playa desierta, las palmeras en aquel punto llegaban hasta
la misma orilla siendo lamidas por unas aguas tranquilas de azules cambiantes;
detuvo la moto y dejándola a salvo fuera de la arena, se dispuso a disfrutar de
aquellas aguas cristalinas, su transparencia permitía vislumbrar con total
nitidez sus fantásticos fondos marinos ricos en una fauna multicolor que sin
ningún reparo, se aproximaban a su cuerpo con delicada curiosidad.
Continuó ruta hasta la
vecina bahía de Opunohu, donde realmente James Cook echó sus anclas en 1777, al
igual que la anterior era una bahía
espléndida de belleza espectacular. De ahí se dirigió hacia el interior
ascendiendo por una pista de tierra que le llevó a uno de los puntos de interés
anotado en su cuaderno, el mirador de Belvédere, desde allí arriba se tenía una
de las vistas más impresionantes de las islas de la Sociedad. Una vez llegado
al mirador se dominaban las dos bahías gemelas separadas por la montaña sagrada
de Rotui de 900 metros de altitud, lugar al que ascendían senderistas
experimentados siempre con un guía pues las cuatro horas de ascensión
requeridas, implicaban cruzar pasos abruptos y peligrosos.
De nuevo en el llano
junto a la costa, se acercó a otro de los espectaculares hoteles de la zona, el
Inter Continental Resort & Spa, allí tenía dos citas ineludibles que
llevaba tiempo esperando; por un lado nadaría con delfines en la laguna, el
Moorea Dolphin Center tenía allí sus instalaciones y entre otras actividades,
algunos de sus delfines estaban entrenados para interactuar con los viajeros,
por fin comprobaría si era verdad ese mito de que algo cambia en uno cuando se
entra en contacto con ellos, aquel centro practicaba sesiones de Delfino-terapia
aprovechando la sensibilidad de estos animales y su sentido de ecolocalización
que actúa sobre nuestras ondas cerebrales. Por otro lado el resort contaba con una
clínica de tortugas marinas aprovechando un espacio en la laguna privada, la
fundación Te Moana recuperaba allí
tortugas dañadas y las devolvía a su hábitat natural; Anselmo como buen amante de la fauna marina
aprovecharía la ocasión para visitar sus instalaciones.
Se hicieron las cinco
de la tarde y era hora de regresar, de camino al hotel se detuvo en un pequeño
poblado en cuyas inmediaciones sabía de la existencia de unos restos
arqueológicos, el Marae de Nuupere, los maraes
eran construcciones utilizadas como lugares de culto a sus dioses, de respeto a
sus jefes o de encuentro comunitario entre los clanes familiares de los Mahoi;
el de Nuupere estaba situado en una zona despejada de la selva y se trataba de
una terraza construida por bloques de coral y placas de piedra calcárea, tras
pegar un vistazo por los alrededores Anselmo continuó su camino. Durante todo
el recorrido de ese día no perdió de vista el monte Mouaroa destacando del
perfil montañoso de Moorea en cuyas vertientes predominaban las plantaciones de
piñas, aguacates y pomelos; pudo comprobar la espesa vegetación existente a
poco que dejaras la carretera de circunvalación y te adentraras en el interior
de la isla, un tupido manto verde se tragaba cualquier carretera o pista de
tierra haciendo desaparecer a cualquiera que se aventurase en sus profundos
valles o sublimes colinas.
Antes de volver al
hotel subió al mirador de Taotea, desde su balconada, limitada por un discreto
pretil de piedra oscura, se tenía una fantástica panorámica de la laguna con
los bungalós del Sofitel destacando en la orilla de la playa y en la lejanía,
el perfil de Tahití, la barrera coralina y más allá de esta el vasto y azul
océano; fue una bonita imagen antes de retirarse a su resort y disfrutar el resto de la jornada de sus servicios e
instalaciones. El día siguiente lo dedicaría a visitar la playa de Tamae, una
larga franja de arenas blancas a orillas
del lagoon, de poca profundidad y con estupendas vistas sobre Tahití; allí
contrataría una de las excursiones para practicar snorkel (buceo de superficie) y experimentaría sensaciones nuevas
dando de comer a rayas y tiburones limón, muy abundantes en aquellas aguas. Su
último acontecimiento en la isla digno de mención y anotado en su cuaderno de
bitácora como imprescindible de ver fue la visita al Tiki Village Theatre, era
una especie de parque temático polinesio en el que desde hacía unos veinte años
se representaba la vida cotidiana de las islas. El poblado ofrecía gratas
veladas tahitianas con espectáculos de hasta 60 artistas, bailarines y músicos, ejecutando las famosas danzas del
fuego; en aquel marco idílico sus pobladores compartieron con él y le hicieron
descubrir su cultura, su arte y sus bailes, del tatuaje al tradicional horno
tahitiano escavado en la arena y cubierto con hojas de palma, de allí se
llevaría una buena muestra de su artesanía, una pulsera trenzada y una
pequeña figura de piedra del dios Tiki;
con el sol ocultándose en el horizonte, Anselmo regresó a su bungaló sobre la
laguna dispuesto a pasar su última noche antes de seguir su recorrido por las
islas de la Sociedad.
ISLAS
DE SOTAVENTO
Su siguiente destino lo
llevaría a la islas más occidentales del archipiélago alejadas en un rango de
200 a 600 kilómetros de Tahití, la primera en visitar sería la de Huahine, al
igual que ocurría con Tahití estaba formaba por dos penínsulas montañosas
unidas por un estrecho istmo que separaba las bahías de Maroe y Bourayne; la porción de
mayor tamaño era conocida como Huahine Nui y la más pequeña Huahine Iti, la
capital Maeva se encontraba en el extremo noreste de la isla grande y en sus
inmediaciones, sobre la rivera del lago Fauna Nui, se ubicaban gran cantidad de
restos arqueológicos datados entre los años 850 d. C. y 1100 d. C. pues Huahine
era la isla con mayor cantidad de ellos restaurados, por lo que visitarla era reencontrarse
con el pasado lejano del pueblo polinesio. La explotación turística de la isla
era moderada de hecho tan solo había dos complejos hoteleros, uno de lujo él Te
Tiare Beach y el Relais Mahana de categoría turista superior, los ingresos
isleños se completaban con el cultivo de vainilla y copra así como los
procedentes de la pesca; la isla era escala obligada de los cruceros y mercantes
que cubrían los itinerarios semanales entre Papeete y Bora Bora por lo que el
trasiego de personas era fluido.
Anselmo tras visitar
varios de los centros arqueológicos más significados de la isla poco más hizo
allí, paseó por sus playas de arena blanca
deteniéndose en la de Avea, de la que se decía era de las más bonitas de
Oceanía; una vez concluido su recorrido playero, esperó pacientemente
disfrutando de una buena comida, la hora para coger un pequeño avión que lo trasladaría
a su siguiente destino, las islas de Raiatea y Tahaa.
Escasos diez minutos de
vuelo le bastaron para trasladarse a la primera de las dos islas; Raiatea era la
segunda más grande del archipiélago tras Tahití y compartía un mismo escollo
coralino con su isla vecina Tahaa por lo que ambas eran bañadas por las aguas
de la misma laguna. En los tiempos de mayor auge la isla fue el centro
ceremonial y religioso por excelencia de Polinesia de ahí el sobrenombre de
“isla sagrada”; el gran tempo (marae) de Taputapuatea dedicado al dios Oro era
el más importante de las islas y a él acudían de todos los rincones surcando
las aguas en sus grandes canoas para las grandes ceremonias. Su orografía como
otras islas de la Sociedad era montañosa con una altitud máxima en el monte
Tefatoaiti de 1.017 metros, una de las curiosidades de la isla era la
existencia en su cadena montañosa de una flor única, endémica y símbolo de la
isla, la tiare apatahi, se trataba de
una gardenia blanca de cinco pétalos en forma de mano que se abría de madrugada
con un ruido característico, Anselmo aquella noche captaría su famoso rumor
antes de quedar fascinado por un nuevo amanecer en aquel paraíso.
La isla era poco
frecuentada por los turistas pero no por ello menos interesante pues por algo
fue la más importante en un tiempo lejano, de allí partieron los intrépidos
polinesios en sus canoas a vela para colonizar las islas Hawaii y Nueva
Zelanda. Cubierta por una tupida vegetación y abundantes cascadas, la isla era
puro verde, verde sobre verde, intenso, salvaje, era un edén tocado por la mano
de dios no obstante a diferencia de otras islas del archipiélago, carecía de
las típicas playas de arena blanca aunque no por ello sus aguas estaban exentas
de atractivo pues adquirían los matices más variados de turquesa, cobalto y
esmeralda, sumergirse en ellas era entrar en un mundo sin igual de corales y
peces de colores. Esa noche Anselmo se alojaría en el Raiatea Hawaiki Nui
situado en una pequeña bahía al sur de Uturoa, la población de mayor tamaño, y
desde allí exploraría la isla antes de seguir camino saltando a su vecina.
Por la mañana temprano
abandonó el hotel y salió destino a Tahaa, la isla apenas estaba separada de
Raiatea por 4 kilómetros, el trayecto lo hizo en una lancha que hacía las veces
de taxi acuático; con 88 kilómetros cuadrados era una isla pequeña en la que
destacaba el monte Ohiri con 590 metros de altitud, toda la actividad isleña
estaba dedicada al cultivo de la vainilla de hecho allí se producía el 80% de
toda la Polinesia Francesa, la variedad allí creada autóctona de la isla, era
muy apreciada por su perfume y la riqueza de su aceite, llegando a considerarse
a la vainilla la verdadera perla negra de Tahaa. Anselmo dio una vuelta por la
isla contratando una excursión a su interior en todoterreno donde pudo
disfrutar de las suaves colinas, la paz de sus valles y el rumor de sus
cascadas, hicieron un alto en una plantación de vainilla donde les explicaron
el proceso de cultivo y recolección de esta apreciada especia, ya a media tarde
regresaba a Patio, la villa principal desde la que volvió a Raiatea para desde
allí enlazar con el último de sus destinos en las islas de la Sociedad, la
mítica Bora Bora.
Bora Bora, la perla del
Pacífico como la llamó James Cook, quizás la isla más famosa de toda la
Polinesia y una de las más bonitas; Anselmo estaba a punto de poner los pies en
ella y con ello terminar su periplo por las islas de la Sociedad. La isla
estaba formada por un volcán extinto rodeado por una laguna separada del mar
por un arrecife, cumplía por tanto todos los cánones de estas islas del
Pacífico pero Bora Bora era algo más y ya desde el aire se diferenciaba del
resto. Toda la isla estaba rodeada por motus
alargados y de cierta anchura, cubiertos de vegetación y perfilados por una
franja de la arena más blanca, en algunos de ellos estaban instalados los
resorts de mayor categoría y en uno de ellos se alojaría Anselmo.
El centro de la isla
estaba dominado por el monte Otemamu de 727 metros de altitud, en torno a él
descendían verdes colinas, profundos valles, ríos adornados con hermosas
cascadas y al llegar a la costa, lenguas de arena blanca eran bañadas por aguas
turquesas y cristalinas que se perdían calmadas buscando el arrecife. La laguna
de Bora Bora era tres veces su superficie terrestre ofreciendo una
impresionante gama de luces y colores, en el sudeste de la isla se encontraba
el Coral Garden, un espectacular parque natural submarino con cientos de
especies tropicales.
Allí tendría Anselmo
una de las experiencias más excitantes de su vida, dar de comer a los
tiburones. La excursión partió tras el desayuno, una veintena de personas
alojadas en el hotel se trasladaron a una lancha amplia con dos puentes y una
bañera considerable, que esperaba en el muelle a sus invitados, una vez todos
estuvieron a bordo soltó amarras rumbo al mar exterior. Cuando esta llegó al
punto escogido, el grupo se sumergió con gafas y respirador sujetos a una soga
para evitar ser arrastrados por la corriente; el guía, un polinesio tranquilo y
sonriente se sumergió con ellos y empezó a cebar el entorno sacando de un bote
pedazos de pescado, el agua cristalina proporcionaba un buen campo de visión y
pudieron apreciar la proximidad de cientos de peces de colores en busca de un
bocado con el que llenar sus estómagos pero de pronto aparecieron, primero uno,
tres, cuatro y así hasta más de veinte tiburones que nadando en círculo en
torno al grupo, calculaban el momento de lanzarse a por sus presas. La gente
estaba hipnotizada ante aquellos seres de líneas armónicas y cuerpos vigorosos
que por momentos se aproximaban a tan solo unos metros; más tarde, de regreso
hacia la isla y una vez pasado el subidón de adrenalina, nadie podía creer lo
que había visto y experimentado momentos antes.
Aquellas islas habían
calado en Anselmo con fuertes raíces, en los dos días que estuvo allí aprovechó
al máximo su tiempo que muy a su pesar, volaba como el viento; navegó en
piragua por la laguna disfrutando de sus fondos traslúcidos y sus tranquilas
aguas, buceó entre corales de vivos colores dejando que una fauna confiada y
multicolor se le acercara sin ningún temor, realizó un safari-tour alrededor de
la isla, visitando sus lugares arqueológicos y subiendo a los miradores
panorámicos que salpicaban las colinas pero no hubo tiempo para más, el tiempo
en las islas de la Sociedad había acabado y él debía seguir su camino
explorando otros archipiélagos.
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