Las emociones se acumulaban a
medida que pasaban los días, Anselmo iba de sorpresa en sorpresa y cada jornada
era una aventura nueva, a pesar de tener planificados sus itinerarios, a pesar
de tener sus reseñas marcadas en el gastado cuaderno, a pesar del conocimiento
previo que de las islas tenía, aquellas tierras y aquellos mares eran mucho más
de lo esperado, iban más allá de las expectativas creadas y Anselmo saboreaba
cada momento como en su día hizo Howard Carter al descubrir la tumba del joven
Tutankamón. Polinesia era otro mundo, sus islas de cuento de hadas albergaban
un paraíso inimaginable para el foráneo, sus gentes amables y simpáticas hacían
la estancia plácida y agradable al visitante, y las despedidas eran siempre un
hasta pronto.
En el ecuador de su
apasionante viaje, despedía Bora Bora cogiendo un avión que lo trasladaría al
archipiélago de las Tuamotu; la estancia en las islas de la Sociedad había sido
un placer para los sentidos pero su capacidad para la sorpresa aún estaba
intacta y sabía que le esperaban jornadas por delante en donde esta se pondría
a prueba. Las Tuamotu eran un archipiélago situado al este de la Sociedad, su
nombre polinesio significa “muchas islas” pues las Tuamotu comprenden 78 islas
y atolones de los cuales tan solo medio centenar están habitados de forma
permanente; repartidos en dos millones
de kilómetros cuadrados de océano permanecen
aislados y a salvo del turismo masivo. Allí el viajero no encontrará
bullicio, ni ruido, ni tráfico, ni centros comerciales o grandes edificaciones,
aquellos islotes representan la verdadera esencia de la isla tropical perdida
en la inmensidad del océano; los atolones con forma de anillo más o menos
circular están formados por arrecifes de coral salpicados por islotes (motu) de tamaño variable, encerrando en
su interior una deslumbrante porción de mar.
Anselmo aterrizó en la isla
de Rangiroa, lo primero que llamó su atención fue la luminosidad del lugar,
diferente a la de cualquier lugar antes visitado, más tarde comprobaría que
todo es luminoso en las Tuamotu y esa luz no solo provenía del cielo, también
los fondos arenosos del mar, las playas coralinas y hasta el blanco de los
muros con que se construían sencillas viviendas, contribuían a iluminar aquel
paraíso.
Rangiroa, conocida también
como la isla turquesa, era el atolón más grande de la Polinesia y uno de los
mayores del mundo, su laguna albergaba un mar interior de 65 kilómetros de
largo por 20 de ancho, llegando a los 40 metros de profundidad en algunos
puntos; desde el aire se apreciaba lo angosto del arrecife a lo largo del cual
emergían 240 islotes perdiéndose en la bruma azulada. Anselmo tenía una reserva
en el Kia Ora Resort, el más lujoso de las Tuamotu, esta vez su alojamiento
sería una cabaña junto a la playa por lo cual tendría como alfombra las arenas
blancas del arrecife. El hotel estaba situado en el margen este del atolón y
entre sus instalaciones contaba con un grupo de cinco cabañas situadas en un
islote remoto y deshabitado cuyo concepto era para aquellos huéspedes que
solicitaban unas vacaciones tipo Robinson Crusoe.
El tiempo que estuvo allí fue
bien aprovechado, pues no se dio un respiro sabiendo que cada día en las islas
era único e irrepetible y por momentos tenía la sensación de que se lo robaban.
Las playas en el atolón eran fantásticas y las había por doquier, unas de
finísima arena coralina, otras más toscas y con guijarros de coral, en el
islote principal donde él estaba, la mejor iba desde su hotel hasta el paso de
Tiputa; se apuntó a una excursión que los llevó a Sables Roses, islote con
playas y bancos de arena rosada donde
reinaban la naturaleza y el silencio, allí disfrutaron de un tradicional almuerzo preparado por la tripulación. Esa
tarde se acercó a una típica aldea isleña, Avatoru, viviendas sencillas y
flores multicolores brillaban bajo el sol de un atardecer polinesio, el marco
era para una postal y aunque aquel rincón no tenía mucho que ver le permitió
conocer el vivir diario de aquellas gentes.
Al día siguiente temprano de
nuevo se embarcó en una lancha con fondo de cristal que permitía ver el
fabuloso fondo marino, se dirigieron al paso de Tiputa, uno de los muchos que
interrumpían el arrecife, en esos lugares abundaban las especies de mayor
tamaño: tiburones, delfines, barracudas, tortugas, rayas, morenas y un largo
etcétera de criaturas marinas; de allí se desplazaron a L’ille aux Récifs, un
sector del arrecife donde el coral había sido modelado por el viento y los
embates de las olas adoptando caprichosas formas, el lugar presentaba un ruido
ensordecedor al chocar a corta distancia, las olas del mar abierto contra la
barrera de coral. Terminaron la excursión trasladándose a Lagon Bleu, era el
lugar más famoso de Rangiroa, se trataba de una especie de piscina natural
rodeada de islotes cubiertos por frondosos cocoteros, en el agua un colorido
luminoso de azules cambiantes, multitud de corales y peces de arrecife.
Tras la comida en el Kia Ora
y un breve descanso, dedicó la tarde a visitar el único viñedo de Polinesia, el
Dominique Auroy, en una visita guiada pasearon por el viñedo situado entre los
cocoteros de un islote; allí se producían cuatro variedades de vino: tinto,
rosé, blanco seco y blanco dulce. Una vez visto el viñedo pasaron a otro islote
donde estaba instalada la bodega en la cual les enseñaron todo el proceso de
transformación de la uva y acabaron con una degustación de los caldos allí
producidos. La noche de aquel día la acabaría sentado en una hamaca en la
terraza de su cabaña con la mirada perdida en un mar sobre el que la luna
jugaba con su reflejo, muchas eran las imágenes que debía procesar y retener en
su cabeza, la cual a estas alturas del viaje, era una macedonia de colores,
olores y sabores.
Una mañana más amaneció con
la suave brisa de la laguna agitando las cortinas, la palas del ventilador
giraban y giraban en lo alto de una viga que cruzaba aquel techo inclinado, el
silencio era total tan solo roto por el murmullo de la olas que morían a pocos
metros de su cabaña. Anselmo se aseó rápido y tras un suculento desayuno estaba
listo para continuar su andadura, ese mañana se trasladaría a Fakarava, un
atolón más al sur y también de grandes
dimensiones, su laguna abarcaba una superficie de 1.000 kilómetros cuadrados y
estaba abierta al mar por dos pasos, uno en el norte, Garuae, el más ancho de
la Polinesia (800 mts.) y otro en el sur, Tumakohua. La actividad de la isla se
concentraba en el norte donde estaba el aeropuerto y Rotoava, la población más
habitada.
Fakavara era el paraíso para
quienes buscaran reposo y playas solitarias, también los amantes del buceo
encontraban aquí su edén, testimonio de su extraordinaria riqueza submarina era
que la UNESCO hubiera declarado al atolón “reserva de la biósfera”. La isla era
un reconocido punto mundial para el buceo deportivo y a ello iban la mayoría de
los visitantes, en los quince días que Anselmo llevaba en Polinesia apenas
había buceado como dios manda, aprovecharía que estaba allí para hacerlo más
detenidamente. Al sur del atolón estaba la villa de Tenamanu, cerca del paso
sur y antigua capital de las Tuamotu en el siglo XIX; a las afueras de esta se
encontraba la Pensión Raimiti, establecimiento sencillo de estilo tradicional
muy utilizado por los asistentes al centro de buceo próximo al paso sur, allí
pasaría la noche Anselmo y se prepararía para la inmersión del día siguiente,
de momento y tras instalarse en la habitación asignada, salió dispuesto a
visitar una granja para el cultivo de perlas, el Gauguin’s Pearl era el único
vivero de Fakarava y tenía visitas guiadas donde explicaban todo el proceso de
cultivo y recolección, Anselmo ya venía ilustrado de Papeete donde lo había
visto y oído en el museo de la perla negra pero aquello era distinto, ahora
estaba sobre el terreno y todo ganaba muchos enteros. Al igual que en el museo,
el Gauguin’s Pearl tenía una pequeña tienda en la que vendían nácar, perlas
sueltas y engarzadas, tenían además una oferta curiosa…por unos cincuenta
dólares elegías y te abrían una ostra, si esta llevaba perla te la quedabas,
Anselmo no tuvo suerte.
A la mañana siguiente
temprano todo el grupo estaba dispuesto a disfrutar por unas horas de los
tesoros submarinos del paso sur de Tumakohua, no debían esperar encontrar
naufragios o galeones hundidos, allí solo había naturaleza en el sentido más
puro. Embarcados en una lancha rápida con toldilla alcanzaron el punto deseado
a indicación del patrón y guía de la expedición, una vez convenientemente
pertrechados uno tras otro fueron introduciéndose en las aguas claras de un mar
en calma; una vez abajo, a muchos metros de la superficie, se encontraron
rodeados de rosas y árboles de coral, entre la maraña de esa peculiar jungla
submarina habitaban cardúmenes de peces pequeños moviéndose aquí y allá en
busca de alimento. En el margen interior derecho del paso existía un estrecho
valle el cual en algunas épocas del año, solía ser frecuentado por diversos
tipos de tiburones (limón, de punta blanca o martillo), tuvieron suerte y
pudieron ver un par de estos últimos a cierta distancia, el lugar era conocido
como “el hoyo de los tiburones”. Las condiciones submarinas particulares de la
zona hacían posible la proliferación de ramas y rosas ornamentales de coral; el
aire en las botellas se acababa y debían volver a la superficie, una vez de nuevo
en la lancha regresaron a la base cansados pero satisfechos por todo lo visto y
experimentado.
Las Tuamotu en su conjunto
albergaban kilómetros de playas desiertas bañadas por unas aguas transparentes
como el cristal, cuyos destellos tenían tintes verdosos, celestes, turquesa y
violáceos; millares de peces de las más diversas formas y colores surcaban sus
fondos cuyas aguas llegaban a alcanzar temperaturas de 28 grados. Aquellos
anillos dorados salpicados por el verde de sus cocoteros, quedarían grabados
para siempre en las retinas de Anselmo que como buen viajero, agradeció a la
vida la oportunidad que le daba por poder compartir aquellos tesoros de la
naturaleza.
La aventura debía
continuar y su próximo destino estaba en el archipiélago de las Marquesas, el
más grande y alejado de la Polinesia Francesa a 1.800 kilómetros de Tahití; las
islas fueron descubiertas por casualidad en 1595 por el español Álvaro de
Mendaña que llegó a las costas de Hiva’Oa tras un error de navegación, fue el
mismo quien les puso el nombre en honor del virrey de Perú, García Hurtado de
Mendoza y Martinez, marqués de Cañete; el archipiélago compuesto por catorce
islas, de las cuales tan solo seis estaban habitadas, se dividía en dos grupos:
las islas del norte en torno a la isla grande de Nuku Hiva y las islas
meridionales rodeando a la isla principal de Hiva’Oa.
El vuelo partió del
aeropuerto de Rangiroa pasadas las diez de la mañana, una hora más tarde
aterrizaban en la isla de Nuku Hiva; al pisar tierra la primera impresión
distaba bastante de las expectativas creadas desde el aire pues en las
panorámicas vistas por las ventanillas, se apreciaba una isla verde con costas
agrestes y múltiples acantilados y bahías irregulares, un aspecto totalmente
distinto al lugar de donde venían. Los alrededores del aeropuerto situado en la
parte noroeste de la isla, eran conocidos como “el desierto” y en cierto modo
obedecían a ese nombre en vista del terreno árido y seco en el que se
encontraba, las zonas este y sur eran la antítesis pues la planicie central se
abría a profundos valles húmedos y frondosos, y ya en la costa a bahías
protegidas entre las que destacaba la de Taiohae.
La mayor parte de las
islas Marquesas eran de origen volcánico, de hecho la bahía de Taiohae era un
antiguo cráter hundido anegado por las aguas del mar en cuyos extremos,
formando la entrada de la bahía, presentaba dos islotes, al fondo de la misma
estaba situada la villa de Taiohae actual capital y centro administrativo de las
Marquesas, protegiendo sus espaldas el monte Muake de 864 metros de altitud se
elevaba perdiéndose entre las nubes. A diferencia de los otros archipiélagos
visitados en días previos, en este las islas carecían del arrecife protector
alrededor de las mismas y por tanto las paradisíacas lagunas típicas de la
Sociedad estaban ausentes, esta misma ausencia de barrera de arrecife era la
responsable de la existencia de una fauna pelágica abundante próxima a las
costa; era frecuente encontrar rayas manta, leopardo o jaspeadas, tortugas,
grandes barracudas, tiburones martillo, punta blanca y punta negra, delfines y
otras muchas especies de aguas más profundas.
Anselmo ya había
experimentado en sus carnes las diversas formas de alojamiento existentes en
las islas, desde los lujosos y típicos overwater bungalows a las cabañas con
encanto a escasos metros de la laguna, pasando por pensiones y hoteles de
categorías inferiores, todos tenían algo especial que los hacía atractivos; en
Taiohae lo haría en la pensión Moana Nui, esta estaba situada en el centro del
cerrado arco que formaba la bahía en la que destacaba un pequeño e irregular
espigón; la población era pequeña, con escasos 1.700 habitantes, las casas
sencillas y de escasa altura, estaban salpicadas por todo el litoral, próxima a
la pensión se levantaba en un parque la catedral de Nôtre Dame en la cual, al
igual que en otros centros de culto, era digno de ver en los días de
celebración a las mujeres engalanadas con sus mejores vestidos y tocadas por
llamativos sombreros; después de comer se inscribió en una excursión por la
isla, era una forma de hacer ecoturismo de forma rápida dado que de forma
individual y con lo escarpada que era la isla apenas habría visto nada.
Salieron en un enorme 4 x 4 siguiendo pistas de tierra que los iban
introduciendo por profundos valles, en la antigüedad dado lo abrupto del
terreno muchos de ellos tan solo se comunicaban por mar convirtiéndose en
pequeños reinos que frecuentemente entraban en conflicto con sus vecinos,
siendo temidos sus guerreros tanto por la fiereza de sus razias como por sus
prácticas caníbales, tradicionalmente los hombres se tatuaban todo el cuerpo
incluida la cara, lo cual les daba un aspecto aún más feroz. Visitaron
numerosos núcleos arqueológicos en los distintos asentamientos, unos olvidados,
otros convertidos en pequeños poblados, datados en los siglos XII y XIII de
nuestra era, los restos de templos (me’ae),
plataformas de piedra como base de las cabañas (pa’epa’e) y sobre todo estatuas de piedra (tiki) eran muy abundantes. Anselmo pudo comprobar la riqueza de
aquellos valles en vegetación y árboles frutales entre los que destacaban por
su abundancia cocoteros, bananeros, mangos, papayos, pomelos, naranjos y
limoneros; así mismo la presencia de flores era continua, buganvillas, laureles, hibiscos, jazmines y
rosas.
A la mañana siguiente
Anselmo embarcaría en el Aranui, un carguero reconvertido en barco turístico
cuyos precios eran más asequibles al viajero que los cruceros convencionales,
sus principales rutas estaban localizadas en el área de las Tuamotu y las
Marquesas con trayectos esporádicos al archipiélago de las Gambier, él tan solo
se trasladaría a la isla de Hiva’Oa en el grupo meridional; la isla era la más
grande del archipiélago sur, montañosa y selvática, su nombre significaba en
marquesano “la larga cresta” pues era una porción de terreno alargado con 40
kilómetros de longitud por 10 de ancho; su capital Atuona, estaba situada al
sur de la isla al pie del monte Tematiu de 1.276 metros de altitud. Se decía
que en la época pre-europea la isla estuvo densamente poblada, muestra de ello
eran los numerosos restos arqueológicos, pero en la actualidad había unos
escasos 2.000 habitantes. La isla era famosa por haber sido la última morada
del pintor francés Paul Gauguin, en la actualidad sus restos descansan junto a
los de otros famosos como el cantante y cineasta belga Jacques Brel en el
cementerio del Calvario, a la afueras de la ciudad. Gauguin se retiró a las
Marquesas en 1.901 buscando reencontrar la inspiración, allí pintó sus famosas
mujeres polinesias y esculpió numerosas tallas y bajorrelieves en madera;
Anselmo visitó su tumba sorprendiéndole la sencillez de la misma formada por un
túmulo de piedras oscuras a los pies de las cuales con pintura blanca rezaba
una escueta inscripción ”Paul Gauguin
1903”; más tarde se pasó por Centro Cultural Paul Gauguin el cual albergaba
el museo que la ciudad de Atuona le dedicaba con numerosas copias de sus obras,
la reconstrucción de su casa “Maison du
Jouir” y una reproducción de la escultura en bronce de Oviri. Aquella
tumba, aquellas pinturas, aquellas escarpadas montañas y sus selvas tropicales
ricas en flores y árboles frutales, darían por concluida su estancia en las
islas Marquesas; unas horas más tarde volvería en un corto vuelo a la isla
grande de Nuku Hiva y desde allí al día siguiente, regresaría a Papeete dispuesto a pasar sus
dos últimos días en los Mares del Sur
Una delicia de viaje, Carlos; he disfutado mucho.
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