sábado, 20 de abril de 2013

Anselmo viajero - III Parte: Tuamotu y Marquesas


Las emociones se acumulaban a medida que pasaban los días, Anselmo iba de sorpresa en sorpresa y cada jornada era una aventura nueva, a pesar de tener planificados sus itinerarios, a pesar de tener sus reseñas marcadas en el gastado cuaderno, a pesar del conocimiento previo que de las islas tenía, aquellas tierras y aquellos mares eran mucho más de lo esperado, iban más allá de las expectativas creadas y Anselmo saboreaba cada momento como en su día hizo Howard Carter al descubrir la tumba del joven Tutankamón. Polinesia era otro mundo, sus islas de cuento de hadas albergaban un paraíso inimaginable para el foráneo, sus gentes amables y simpáticas hacían la estancia plácida y agradable al visitante, y las despedidas eran siempre un hasta pronto.


En el ecuador de su apasionante viaje, despedía Bora Bora cogiendo un avión que lo trasladaría al archipiélago de las Tuamotu; la estancia en las islas de la Sociedad había sido un placer para los sentidos pero su capacidad para la sorpresa aún estaba intacta y sabía que le esperaban jornadas por delante en donde esta se pondría a prueba. Las Tuamotu eran un archipiélago situado al este de la Sociedad, su nombre polinesio significa “muchas islas” pues las Tuamotu comprenden 78 islas y atolones de los cuales tan solo medio centenar están habitados de forma permanente;  repartidos en dos millones de kilómetros cuadrados de océano permanecen  aislados y a salvo del turismo masivo. Allí el viajero no encontrará bullicio, ni ruido, ni tráfico, ni centros comerciales o grandes edificaciones, aquellos islotes representan la verdadera esencia de la isla tropical perdida en la inmensidad del océano; los atolones con forma de anillo más o menos circular están formados por arrecifes de coral salpicados por islotes (motu) de tamaño variable, encerrando en su interior una deslumbrante porción de mar.
Anselmo aterrizó en la isla de Rangiroa, lo primero que llamó su atención fue la luminosidad del lugar, diferente a la de cualquier lugar antes visitado, más tarde comprobaría que todo es luminoso en las Tuamotu y esa luz no solo provenía del cielo, también los fondos arenosos del mar, las playas coralinas y hasta el blanco de los muros con que se construían sencillas viviendas, contribuían a iluminar aquel paraíso.
Rangiroa, conocida también como la isla turquesa, era el atolón más grande de la Polinesia y uno de los mayores del mundo, su laguna albergaba un mar interior de 65 kilómetros de largo por 20 de ancho, llegando a los 40 metros de profundidad en algunos puntos; desde el aire se apreciaba lo angosto del arrecife a lo largo del cual emergían 240 islotes perdiéndose en la bruma azulada. Anselmo tenía una reserva en el Kia Ora Resort, el más lujoso de las Tuamotu, esta vez su alojamiento sería una cabaña junto a la playa por lo cual tendría como alfombra las arenas blancas del arrecife. El hotel estaba situado en el margen este del atolón y entre sus instalaciones contaba con un grupo de cinco cabañas situadas en un islote remoto y deshabitado cuyo concepto era para aquellos huéspedes que solicitaban unas vacaciones tipo Robinson Crusoe.


El tiempo que estuvo allí fue bien aprovechado, pues no se dio un respiro sabiendo que cada día en las islas era único e irrepetible y por momentos tenía la sensación de que se lo robaban. Las playas en el atolón eran fantásticas y las había por doquier, unas de finísima arena coralina, otras más toscas y con guijarros de coral, en el islote principal donde él estaba, la mejor iba desde su hotel hasta el paso de Tiputa; se apuntó a una excursión que los llevó a Sables Roses, islote con playas y bancos de arena rosada  donde reinaban la naturaleza y el silencio, allí disfrutaron de un tradicional  almuerzo preparado por la tripulación. Esa tarde se acercó a una típica aldea isleña, Avatoru, viviendas sencillas y flores multicolores brillaban bajo el sol de un atardecer polinesio, el marco era para una postal y aunque aquel rincón no tenía mucho que ver le permitió conocer el vivir diario de aquellas gentes.
Al día siguiente temprano de nuevo se embarcó en una lancha con fondo de cristal que permitía ver el fabuloso fondo marino, se dirigieron al paso de Tiputa, uno de los muchos que interrumpían el arrecife, en esos lugares abundaban las especies de mayor tamaño: tiburones, delfines, barracudas, tortugas, rayas, morenas y un largo etcétera de criaturas marinas; de allí se desplazaron a L’ille aux Récifs, un sector del arrecife donde el coral había sido modelado por el viento y los embates de las olas adoptando caprichosas formas, el lugar presentaba un ruido ensordecedor al chocar a corta distancia, las olas del mar abierto contra la barrera de coral. Terminaron la excursión trasladándose a Lagon Bleu, era el lugar más famoso de Rangiroa, se trataba de una especie de piscina natural rodeada de islotes cubiertos por frondosos cocoteros, en el agua un colorido luminoso de azules cambiantes, multitud de corales y peces de arrecife.


Tras la comida en el Kia Ora y un breve descanso, dedicó la tarde a visitar el único viñedo de Polinesia, el Dominique Auroy, en una visita guiada pasearon por el viñedo situado entre los cocoteros de un islote; allí se producían cuatro variedades de vino: tinto, rosé, blanco seco y blanco dulce. Una vez visto el viñedo pasaron a otro islote donde estaba instalada la bodega en la cual les enseñaron todo el proceso de transformación de la uva y acabaron con una degustación de los caldos allí producidos. La noche de aquel día la acabaría sentado en una hamaca en la terraza de su cabaña con la mirada perdida en un mar sobre el que la luna jugaba con su reflejo, muchas eran las imágenes que debía procesar y retener en su cabeza, la cual a estas alturas del viaje, era una macedonia de colores, olores y sabores.
Una mañana más amaneció con la suave brisa de la laguna agitando las cortinas, la palas del ventilador giraban y giraban en lo alto de una viga que cruzaba aquel techo inclinado, el silencio era total tan solo roto por el murmullo de la olas que morían a pocos metros de su cabaña. Anselmo se aseó rápido y tras un suculento desayuno estaba listo para continuar su andadura, ese mañana se trasladaría a Fakarava, un atolón más al sur y  también de grandes dimensiones, su laguna abarcaba una superficie de 1.000 kilómetros cuadrados y estaba abierta al mar por dos pasos, uno en el norte, Garuae, el más ancho de la Polinesia (800 mts.) y otro en el sur,  Tumakohua. La actividad de la isla se concentraba en el norte donde estaba el aeropuerto y Rotoava, la población más habitada.
Fakavara era el paraíso para quienes buscaran reposo y playas solitarias, también los amantes del buceo encontraban aquí su edén, testimonio de su extraordinaria riqueza submarina era que la UNESCO hubiera declarado al atolón “reserva de la biósfera”. La isla era un reconocido punto mundial para el buceo deportivo y a ello iban la mayoría de los visitantes, en los quince días que Anselmo llevaba en Polinesia apenas había buceado como dios manda, aprovecharía que estaba allí para hacerlo más detenidamente. Al sur del atolón estaba la villa de Tenamanu, cerca del paso sur y antigua capital de las Tuamotu en el siglo XIX; a las afueras de esta se encontraba la Pensión Raimiti, establecimiento sencillo de estilo tradicional muy utilizado por los asistentes al centro de buceo próximo al paso sur, allí pasaría la noche Anselmo y se prepararía para la inmersión del día siguiente, de momento y tras instalarse en la habitación asignada, salió dispuesto a visitar una granja para el cultivo de perlas, el Gauguin’s Pearl era el único vivero de Fakarava y tenía visitas guiadas donde explicaban todo el proceso de cultivo y recolección, Anselmo ya venía ilustrado de Papeete donde lo había visto y oído en el museo de la perla negra pero aquello era distinto, ahora estaba sobre el terreno y todo ganaba muchos enteros. Al igual que en el museo, el Gauguin’s Pearl tenía una pequeña tienda en la que vendían nácar, perlas sueltas y engarzadas, tenían además una oferta curiosa…por unos cincuenta dólares elegías y te abrían una ostra, si esta llevaba perla te la quedabas, Anselmo no tuvo suerte.
A la mañana siguiente temprano todo el grupo estaba dispuesto a disfrutar por unas horas de los tesoros submarinos del paso sur de Tumakohua, no debían esperar encontrar naufragios o galeones hundidos, allí solo había naturaleza en el sentido más puro. Embarcados en una lancha rápida con toldilla alcanzaron el punto deseado a indicación del patrón y guía de la expedición, una vez convenientemente pertrechados uno tras otro fueron introduciéndose en las aguas claras de un mar en calma; una vez abajo, a muchos metros de la superficie, se encontraron rodeados de rosas y árboles de coral, entre la maraña de esa peculiar jungla submarina habitaban cardúmenes de peces pequeños moviéndose aquí y allá en busca de alimento. En el margen interior derecho del paso existía un estrecho valle el cual en algunas épocas del año, solía ser frecuentado por diversos tipos de tiburones (limón, de punta blanca o martillo), tuvieron suerte y pudieron ver un par de estos últimos a cierta distancia, el lugar era conocido como “el hoyo de los tiburones”. Las condiciones submarinas particulares de la zona hacían posible la proliferación de ramas y rosas ornamentales de coral; el aire en las botellas se acababa y debían volver a la superficie, una vez de nuevo en la lancha regresaron a la base cansados pero satisfechos por todo lo visto y experimentado.
Las Tuamotu en su conjunto albergaban kilómetros de playas desiertas bañadas por unas aguas transparentes como el cristal, cuyos destellos tenían tintes verdosos, celestes, turquesa y violáceos; millares de peces de las más diversas formas y colores surcaban sus fondos cuyas aguas llegaban a alcanzar temperaturas de 28 grados. Aquellos anillos dorados salpicados por el verde de sus cocoteros, quedarían grabados para siempre en las retinas de Anselmo que como buen viajero, agradeció a la vida la oportunidad que le daba por poder compartir aquellos tesoros de la naturaleza.


La aventura debía continuar y su próximo destino estaba en el archipiélago de las Marquesas, el más grande y alejado de la Polinesia Francesa a 1.800 kilómetros de Tahití; las islas fueron descubiertas por casualidad en 1595 por el español Álvaro de Mendaña que llegó a las costas de Hiva’Oa tras un error de navegación, fue el mismo quien les puso el nombre en honor del virrey de Perú, García Hurtado de Mendoza y Martinez, marqués de Cañete; el archipiélago compuesto por catorce islas, de las cuales tan solo seis estaban habitadas, se dividía en dos grupos: las islas del norte en torno a la isla grande de Nuku Hiva y las islas meridionales rodeando a la isla principal de Hiva’Oa.
El vuelo partió del aeropuerto de Rangiroa pasadas las diez de la mañana, una hora más tarde aterrizaban en la isla de Nuku Hiva; al pisar tierra la primera impresión distaba bastante de las expectativas creadas desde el aire pues en las panorámicas vistas por las ventanillas, se apreciaba una isla verde con costas agrestes y múltiples acantilados y bahías irregulares, un aspecto totalmente distinto al lugar de donde venían. Los alrededores del aeropuerto situado en la parte noroeste de la isla, eran conocidos como “el desierto” y en cierto modo obedecían a ese nombre en vista del terreno árido y seco en el que se encontraba, las zonas este y sur eran la antítesis pues la planicie central se abría a profundos valles húmedos y frondosos, y ya en la costa a bahías protegidas entre las que destacaba la de Taiohae.


La mayor parte de las islas Marquesas eran de origen volcánico, de hecho la bahía de Taiohae era un antiguo cráter hundido anegado por las aguas del mar en cuyos extremos, formando la entrada de la bahía, presentaba dos islotes, al fondo de la misma estaba situada la villa de Taiohae actual capital y centro administrativo de las Marquesas, protegiendo sus espaldas el monte Muake de 864 metros de altitud se elevaba perdiéndose entre las nubes. A diferencia de los otros archipiélagos visitados en días previos, en este las islas carecían del arrecife protector alrededor de las mismas y por tanto las paradisíacas lagunas típicas de la Sociedad estaban ausentes, esta misma ausencia de barrera de arrecife era la responsable de la existencia de una fauna pelágica abundante próxima a las costa; era frecuente encontrar rayas manta, leopardo o jaspeadas, tortugas, grandes barracudas, tiburones martillo, punta blanca y punta negra, delfines y otras muchas especies de aguas más profundas.
Anselmo ya había experimentado en sus carnes las diversas formas de alojamiento existentes en las islas, desde los lujosos y típicos overwater bungalows a las cabañas con encanto a escasos metros de la laguna, pasando por pensiones y hoteles de categorías inferiores, todos tenían algo especial que los hacía atractivos; en Taiohae lo haría en la pensión Moana Nui, esta estaba situada en el centro del cerrado arco que formaba la bahía en la que destacaba un pequeño e irregular espigón; la población era pequeña, con escasos 1.700 habitantes, las casas sencillas y de escasa altura, estaban salpicadas por todo el litoral, próxima a la pensión se levantaba en un parque la catedral de Nôtre Dame en la cual, al igual que en otros centros de culto, era digno de ver en los días de celebración a las mujeres engalanadas con sus mejores vestidos y tocadas por llamativos sombreros; después de comer se inscribió en una excursión por la isla, era una forma de hacer ecoturismo de forma rápida dado que de forma individual y con lo escarpada que era la isla apenas habría visto nada. Salieron en un enorme 4 x 4 siguiendo pistas de tierra que los iban introduciendo por profundos valles, en la antigüedad dado lo abrupto del terreno muchos de ellos tan solo se comunicaban por mar convirtiéndose en pequeños reinos que frecuentemente entraban en conflicto con sus vecinos, siendo temidos sus guerreros tanto por la fiereza de sus razias como por sus prácticas caníbales, tradicionalmente los hombres se tatuaban todo el cuerpo incluida la cara, lo cual les daba un aspecto aún más feroz. Visitaron numerosos núcleos arqueológicos en los distintos asentamientos, unos olvidados, otros convertidos en pequeños poblados, datados en los siglos XII y XIII de nuestra era, los restos de templos (me’ae), plataformas de piedra como base de las cabañas (pa’epa’e) y sobre todo estatuas de piedra (tiki) eran muy abundantes. Anselmo pudo comprobar la riqueza de aquellos valles en vegetación y árboles frutales entre los que destacaban por su abundancia cocoteros, bananeros, mangos, papayos, pomelos, naranjos y limoneros; así mismo la presencia de flores era continua,  buganvillas, laureles, hibiscos, jazmines y rosas.


A la mañana siguiente Anselmo embarcaría en el Aranui, un carguero reconvertido en barco turístico cuyos precios eran más asequibles al viajero que los cruceros convencionales, sus principales rutas estaban localizadas en el área de las Tuamotu y las Marquesas con trayectos esporádicos al archipiélago de las Gambier, él tan solo se trasladaría a la isla de Hiva’Oa en el grupo meridional; la isla era la más grande del archipiélago sur, montañosa y selvática, su nombre significaba en marquesano “la larga cresta” pues era una porción de terreno alargado con 40 kilómetros de longitud por 10 de ancho; su capital Atuona, estaba situada al sur de la isla al pie del monte Tematiu de 1.276 metros de altitud. Se decía que en la época pre-europea la isla estuvo densamente poblada, muestra de ello eran los numerosos restos arqueológicos, pero en la actualidad había unos escasos 2.000 habitantes. La isla era famosa por haber sido la última morada del pintor francés Paul Gauguin, en la actualidad sus restos descansan junto a los de otros famosos como el cantante y cineasta belga Jacques Brel en el cementerio del Calvario, a la afueras de la ciudad. Gauguin se retiró a las Marquesas en 1.901 buscando reencontrar la inspiración, allí pintó sus famosas mujeres polinesias y esculpió numerosas tallas y bajorrelieves en madera; Anselmo visitó su tumba sorprendiéndole la sencillez de la misma formada por un túmulo de piedras oscuras a los pies de las cuales con pintura blanca rezaba una escueta inscripción ”Paul Gauguin 1903”; más tarde se pasó por Centro Cultural Paul Gauguin el cual albergaba el museo que la ciudad de Atuona le dedicaba con numerosas copias de sus obras, la reconstrucción de su casa “Maison du Jouir” y una reproducción de la escultura en bronce de Oviri. Aquella tumba, aquellas pinturas, aquellas escarpadas montañas y sus selvas tropicales ricas en flores y árboles frutales, darían por concluida su estancia en las islas Marquesas; unas horas más tarde volvería en un corto vuelo a la isla grande de Nuku Hiva y desde allí al día siguiente,  regresaría a Papeete dispuesto a pasar sus dos últimos días en los Mares del Sur

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