domingo, 7 de abril de 2013

Anselmo viajero - I Parte: Rumbo a Papeete



Por fin el tan esperado momento se aproximaba, en pocos días haría realidad su largamente soñado viaje a los Mares del Sur y esta vez iba en serio. Anselmo, hombre previsor y organizado, lo tenía todo planificado con detalle y en su cuaderno de bitácora tenía cientos de anotaciones en las cuales, a modo de sugerencias, recomendaciones o avisos, había ido apuntando en los últimos meses, todas las cosas que consideraba podían serle de interés: pueblos, playas, arrecifes y atolones, tiendas y bares, restaurantes, hoteles… y así un largo etcétera de pequeños apuntes que una vez sobre el terreno podían serle de mucha utilidad. Llegar con un conocimiento previo de lo que quería ver y donde localizarlo, le facilitaría considerablemente sus movimientos por las islas no obstante, también quería dejarse sorprender por lo imprevisto e inesperado que pudiera ir surgiéndole a cada paso que diera por aquel paraíso tropical.
La Polinesia Francesa abarcaba una superficie marítima de cuatro millones de kilómetros cuadrados, similar a la extensión de Europa, no obstante la tierra emergida apenas suponía cuatro mil de estos kilómetros repartidos en 118 islas divididas en cinco archipiélagos. Esta vasta región estaba en el centro de una aún más extensa conocida genéricamente como Polinesia,  cuyos límites formaban un triángulo en el océano Pacífico; el vértice norte de este triángulo lo formaban las islas Hawái, al este el límite lo marcaba la chilena isla de Pascua y al oeste Nueva Zelanda, dejando al norte de esta dos regiones conocidas como Melanesia y Micronesia. Anselmo era consciente de que debía marcar muy bien sus destinos pues a pesar de las tres semanas que iba a pasar en aquellas aguas, era mucho lo que había por ver y no podía permitirse andar a ciegas desperdiciando su tiempo que sabía una vez allí, volaría como una ráfaga de viento, de ahí lo valioso que podría resultarle su cuaderno de notas.
El día señalado llegó, por delante tres semanas de aventuras y una bacanal de colores e imágenes exóticas por descubrir; tenía marcado su itinerario principal pero gran parte de su estancia en las islas no estaba planificada, iría por libre siguiendo los consejos plasmados en su preciado cuaderno. Una vez en Tahití buscaría medios de transporte alternativos para acercarse a algunas islas menores que tenía en mente visitar, cada una era distinta y poseía un motivo por el que ser estudiada. El eje principal de su viaje no difería mucho de los destinos convencionales, a partir de Tahití saltaría a la vecina Moorea para luego volar a Bora Bora, Raiatea y Huahine; la segunda mitad de su estancia la dedicaría a saltar por algunos atolones de las islas Tuamotu y acercarse a las Marquesas, en función de cómo fuera de tiempo a su regreso a Tahití quizás se acercara al archipiélago de las Australes a ver la migración de ballenas jorobadas que cada año por esas fechas, se dejaban ver entre aquellas islas.
Y allí estaba Anselmo paseando por la T4 de Barajas cuando por los altavoces anunciaron la próxima salida de su vuelo con destino a Santiago de Chile, se dirigió con buen paso a la zona de embarque y tras serle cuñado el pasaje por una sonriente señorita, accedió al finger por el que se introduciría en la aeronave de Iberia que lo llevaría al otro lado del charco.
Doce horas más tarde Anselmo pisaba tierra chilena y allí pasaría las cuatro horas siguientes hasta tomar un vuelo de Lan Airlines que lo llevaría hasta Papeete, haciendo una escala técnica en la isla de Pascua. El aeropuerto de Santiago era de los más modernos y eficientes de América latina, estando considerado como un importante centro de conexiones aéreas entre América del Sur, Oceanía, América del Norte y Europa; así pues Anselmo tenía tiempo de sobra para conocer sus instalaciones antes de partir hacia su destino final.
La isla de Pascua era un territorio remoto en medio del océano a más de 3500 kilómetros de Santiago, llegar hasta ella les llevaría algo más de  cuatro horas pero confiaba que valiera la pena el trayecto y a ser posible tener la ocasión de ver los enigmáticos moais, enormes figuras de piedra granítica talladas en un pasado incierto por los rapanui. La isla con poco más de 163 kilómetros cuadrados, albergaba a unas miles de almas congregadas en su capital Hanga Roa, única población habitada; el turismo era la principal fuente de ingresos llegando vuelos diarios tanto de Chile como de Tahití; en uno de ellos aterrizaría un excitado Anselmo.


Tras una visita fugaz al Parque Nacional Rapa Nui donde pudo ver las canteras en las que fueron tallados los numerosos bloques de piedra que más tarde se convertirían en figuras misteriosas y vigilantes, repartidas por todas las costas de la isla, su avión despegaba nuevamente del aeropuerto de Mataveri esta vez ya con destino a la paradisíaca Tahití; el deseo por llegar ya se dejaba notar, una vez pisara Papeete llevaría casi veinticuatro horas de vuelo a sus espaldas con dos escalas de algo más de cuatro horas cada una, por tanto tan solo deseaba llegar a un destino estable y recuperar fuerzas sobre una mullida cama junto al mar.
Tras salir de entre unas nubes apareció el contorno inconfundible de Tahití, elevándose sobre las aguas turquesas emergía una isla circular conocida como Tahití Nui, en uno de cuyos extremos se prolongaba con una porción de dimensiones mucho menores y de perímetro ovalado denominada Tahití Iti, ambas se unían por un estrecho istmo. Todo el conjunto terrestre estaba rodeado por una laguna de aguas tranquilas cuyos límites venían marcados por una barrera de arrecifes de coral y pequeños motus. A medida que la aeronave se aproximaba descendiendo sobre la isla principal, esta iba  aumentando de tamaño adquiriendo un color verde intenso propio de la naturaleza salvaje que allí se vivía, contrastando con el azul del vasto océano que la rodeaba.


Minutos más tarde el vuelo 357 de Lan Airlines rodaba por las pistas del aeropuerto internacional de Faa’a en dirección a la terminal y un poco más tarde, Anselmo pisaba por fin tierra polinesia. Papeete era la capital de la Polinesia Francesa y ciudad más grande del archipiélago de la Sociedad, allí se llegaba o desde allí se salía al mundo exterior por aire o por mar; una vez entró en el gran vestíbulo se le acercó una sonriente chica de ojos rasgados ataviada con el típico pareo, Maeva le dijo dándole la bienvenida a la isla al tiempo que colgaba de su cuello el habitual collar de flores; recogido el equipaje salió al exterior notando el incremento de temperatura, allí adecuadamente ordenados, una hilera de taxis esperaban a los recién llegados, sus chóferes con una enorme sonrisa se les acercaban haciéndose cargo de las maletas que rápidamente desaparecían dentro de los portaequipajes. En esa tierra todo el mundo te sonreía.
Anselmo había elegido para su estancia en la isla un hotel en el centro, el Tiare Tahití, era un establecimiento sencillo que cubría sus necesidades sin grandes alardes; ubicado muy próximo al puerto del que solo le separaba el Boulevard de la Reina Pomaré IV, quedaba cerca de los principales puntos de interés. El Parc Bougainville era un hermoso jardín que tenía con tan solo cruzar la calle, alegrándole la vista por el oeste cada vez que salía a la terraza de su habitación, las vistas por el norte estaban reservadas a las aguas turquesas de la laguna; en un radio de poco más de quinientos metros tenía la catedral de Notre-Dame, el museo de la perla, el ayuntamiento o el mercado de Papeete, todos lugares dignos de ser visitados sin prisas y con detalle.
Llegó agotado y excitado a la vez por todo lo que había visto durante el trayecto hasta el hotel, una vez convenientemente registrado en recepción, subió a su habitación en el tercer piso y tras dejar las maletas a un lado se dio una reconfortante ducha, tras ella quedó tendido sobre la cama no tardando en pasar al mundo de los sueños donde quien sabe si soñó con perlas negras, muchachas de rítmicas caderas o tesoros perdidos en la profundidad de aquellos paraísos. Bien entrada la noche abrió los ojos y quedó mirando al techo, por unos momentos dudó del lugar en el que se encontraba pero su confusión fue fugaz y pronto se reubicó; se incorporó y salió a la terraza, el silencio era total y la luna jugaba con su reflejo sobre las aguas tranquilas de la laguna, Anselmo inspiró hondo notando el olor a mar en sus fosas nasales y con su fragancia aun flotando en el ambiente, regresó a la cama donde no tardó en volver a dormirse.
Bajó temprano a desayunar, sus dos primeros días habían volado como por encanto, el tiempo corría; ahora descansado y con las fuerzas recuperadas estaba listo para iniciar su aventura en los Mares del Sur. Anselmo hablaba un fluido francés aprendido durante años en el colegio bilingüe donde cursó su enseñanza primaria, era su segunda lengua y ahora gracias a ella se desenvolvería por las islas como un nativo más. En la recepción se informó sobre visitas guiadas a la isla y lugares de interés, llevaba su cuaderno de notas es cierto, pero no estaba demás indagar sobre el terreno por si algo hubiera pasado por alto en la lejana España.
Salió a la calle, la mañana era magnifica y un sol radiante destacaba sobre un cielo limpio de nubes; la Avenida del General de Gaulle empezaba a llenarse de tráfico a medida que la ciudad despertaba, cruzó la calle y entró  en el parque Bougainville, a esas horas estaba tranquilo y apenas había gente. Según leyó en una placa de la entrada el parque fue plantado en 1845 y en su día albergó a muchos edificios administrativos del puerto, un ciclón en 1906 destruyó casi todos ellos y en la actualidad tan solo quedaba en pie una de aquellas construcciones en la que se ubicaba una oficina de correos y alguna dependencia del servicio de aduanas portuarias. Todo el recinto rebosaba vegetación, grandes árboles y abundantes palmeras aportaban una gratificante sombra sobre los caminos que zigzagueaban entre los cuidados jardines y estanques; abriéndose hacia la zona del puerto una amplia plaza flanqueada en uno de sus lados por una enorme pérgola de estilo tradicional, servía como centro de reunión a visitantes y vecinos que allí se congregaban a pasar el rato, jugar al ajedrez o a distraerse viendo el fluido tráfico marítimo. En la parte más próxima al Boulevard Pomaré, un busto de bronce sobre una columna cuadrangular homenajeaba a quien daba nombre al parque, Louis Antoine de Bougainville, famoso navegante francés que a bordo de la fragata La Boudeuse en 1766 dio la vuelta al mundo, junto a la columna flanqueándola dos cañones de pivote descansaban sobre sendos pedestales de piedra blanca, Anselmo amante de las armas se interesó por ellos averiguando que procedían del Seeadler, un barco pirata alemán de la Primera Guerra Mundial, tras ellos, cerrando el paso por detrás de la columna, llamó la atención de su incansable mirada un curiosa valla cuyos pilones eran en realidad pequeñas culebrinas unidas entre sí por una gruesa cadena. Anselmo abandonaba el parque con la vista fija en un crucero que en ese momento se adentraba en la dársena donde pronto sus bodegas vomitarían un nutrido grupo de turistas.


Había oído hablar del famoso le truck, pintoresco camioncito público que usaba la población local; aunque las distancias por la ciudad no eran muy grandes optó por subirse a uno de estos tradicionales transportes y callejear explorando la vida urbana de Papeete, quería indagar el fluir de la ciudad sin un destino predeterminado. Subió al primero de estos vehículos que paró en las inmediaciones del parque y no tardó en verse rodeado por mujeres tahitianas que con flores en el pelo, circulaban junto a él sobre sus pequeños ciclomotores. Tras más de una hora callejeando y embriagándose con los olores y colores de la metrópoli, se apeó en las proximidades del mercado municipal, uno de los puntos de interés marcados en su cuaderno. A medida que se acercaba a sus aledaños, se notaba la animación en las calles próximas; el mercado era el verdadero polo de atracción de la ciudad, la animación era perpetua y el bullicio perduraba desde las cuatro de la mañana hasta las seis de la tarde; el lugar, rico en colorido y emociones, era el centro histórico, cultural y social de Papeete.
Con más de 7.000 metros cuadrados ofrecía al visitante un amplio abanico de la vida polinesia, ya al entrar se notaba una diversidad de aromas nuevos y diferentes. Distribuidos en zonas reservadas se agrupaban los puestos de venta para flores, frutas y verduras; el perímetro exterior estaba ocupado por los comerciantes de tejidos y pareos, junto a estos también tenderetes de coronas y sombreros, muy utilizados en tierras polinesias. Una vez cruzada la entrada principal, Anselmo se vio inmerso en el mercado de pescado cuyos puestos rebosaban de atunes, bonitos, peces espada, sobre grandes mesas expuestos un sinfín de variedades hacían brillar las pupilas, peces papagayo, salmonetes, langostas, quisquillas o camarones; un poco más allá los puestos de carne eran atendidos por alegres mujeres que sin perder nunca la sonrisa, negociaban con su clientela intercambiando bolsas y billetes con los que se pagaban exquisitos cochinillos los cuales, convenientemente asados, formaban parte importante de la tradición culinaria polinesia.


Antes de abandonar aquel templo del comercio tradicional, subió al primer piso donde descubriría un mundo artesanal insólito e inesperado; allí se podía encontrar de todo pues los artesanos de todas las islas traían sus productos para hacer negocio. Sombreros trenzados de las Australes, esculturas en piedra o madera de las Marquesas, junto a estas los venerados tiki, estatuillas de los dioses ma’ohi, o los tapa, dibujos tradicionales pintados sobre cortezas de árbol, un poco más allá encontrabas puestos dedicados a elementos ceremoniales o guerreros: mazas rompe cráneos, lanzas, los pintorescos pahu, grandes tambores utilizados en fiestas o ceremonias; también llenaban aquel espacio una gran variedad de puestos dedicados a productos elaborados con el trenzado del mimbre u hojas de palma entre los que destacaban la gran variedad de cestas, las había de todas las formas, colores y tamaños imaginables.
Anselmo dejaba atrás el mercado pasado el mediodía e inició el regreso hacia su hotel dispuesto a darse una buena ducha y más tarde salir a buscar un buen sitio donde degustar comida tradicional, la oferta gastronómica era muy variada y él quería conocer el mayor número de platos; más tarde tras volver al hotel y abandonarse a una reconfortante siesta, estaría listo para continuar con su periplo callejero, esa tarde tenía intención de visitar el famoso museo de la perla negra del que tanto había oído hablar.
Era media tarde cuando Anselmo llegaba a las puertas del Tahití Pearl Center en la Rúe Jeanne d’Arc, museo dedicado íntegramente a la perla negra y la ostra que la produce; el edificio de estilo modernista albergaba en sus dos plantas todo un recorrido con exhibiciones, maquetas, videos y fotografías de esta curiosa exquisitez; en grandes monitores de plasma se mostraba el trabajo de los perlicultores con todo el laborioso proceso de cultivo y preparación de la ostra para la producción de las perlas, de cada cien ostras implantadas tan solo unas cuarenta acaban aceptando el núcleo impuesto y de estas, solo cinco acababan dando perlas perfectas lo que supone un escaso 2% del total, de ahí los elevados precios de estos ejemplares que se ven además más o menos valorados en función de su calibre, forma, calidad y color. El museo disponía de una espectacular exposición con piezas variadas, curiosas y algunos ejemplares rarísimos pero todos de gran hermosura, así mismo una zona comercial permitía al visitante adquirir piezas sueltas o engarzadas asequibles para todos los bolsillos, Anselmo no salió de vacío y en su bolsillo le acompañó una bonita perla negra de 6 mm engarzada a una cadena de oro, con ella en su poder se empezaban a cumplir sus sueños polinesios.


Aquella noche se acercó al Boulevard Pomaré, a escasos metros de su hotel, la zona era conocida como La Costanera y allí frente a los veleros que armoniosamente se mecían en la hermosa bahía, buscó una de las decenas de roulottes que junto a sus camioncitos, actuaban como restaurantes al aire libre; servían buena comida tahitiana a buen precio y a la vez, permitían conocer de cerca el genuino y pintoresco ambiente de la isla pues eran poco frecuentados por los turistas. Sentado sobre una liviana silla de caña frente a una mesa cubierta por un inmaculado mantel blanco y con el cielo estrellado por único techo, Anselmo terminaría su primera jornada en los Mares del Sur deleitándose con unos cuantos manjares típicos de las islas mientras un grupo de danza amenizaba con sus contoneos y sus ukeleles la velada de los comensales. Los próximos días los dedicaría a la exploración y descubrimiento de otros rincones tahitianos, se perdería entre las calles de su metrópoli y se dejaría llevar por las costumbres y cultura de aquellas agradables gentes, visitaría sus playas de arenas blancas y nadaría en sus aguas cristalinas, subiría a sus altas cumbres y se adentraría en los profundos valles de la parte más agreste de la isla, pero todo eso y mucho más lo disfrutaremos en un próximo relato.

3 comentarios:

  1. Calos, he disfrutado del relato de Anselmo por la Polinesia. ¿ Cuándo volvemos ?.

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  2. Sotitos tu crees que anselmo aceptará una compañera de viaje resalá, jeje besos

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  3. COMO SERIA? Seria genial poder viajar y disfrutar de todo lo que ofrece ese lugar, seria un sueño echo realidad poder ir con mi novio y festejar los meses que tenemos juntos. Guao las Imágenes se ven grandiosas, quiero más información acerca de este hermoso lugar. En ese lugar podemos liberarnos de todas las cargas que tenemos día a día, nos merecemos unos días relajándonos y divirtiéndonos.
    Fuente: cruise galapagos 2019

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