sábado, 23 de febrero de 2013

LA CHICA DE LA PAMELA ROSA



El verano tocaba a su fin y los días ya acortaban su ciclo de luz; la primera vez que la vi,   no me llamó la atención o quizás no me fijé lo suficiente para captar su atractivo. Solía pasear a media tarde a lo largo del paseo marítimo o juguetear con las olas por la orilla de la amplia bahía, siempre iba sola. Me gustaba ver su silueta recortada contra el horizonte azul de un mar infinito, sus largas piernas la desplazaban sobre la arena de  manera armónica y delicada, sus andares eran firmes y seguros delatando una personalidad bien andamiada; me gustaban aquellas piernas.

Muchas tardes me acercaba a la playa cuando el sol empezaba a declinar y ocupaba mi lugar de costumbre sobre la plataforma de maderas, con la única intención de verla aparecer en la distancia, casi nunca se demoraba mucho; con el tiempo aprendí a reconocerla mucho antes de poder identificar sus rasgos, sus contornos en movimiento estaban grabados en mi cabeza y su sola presencia llenaba de color aquella playa  semivacía a esas alturas de la temporada; con ella allí la brisa cesaba y un olor a mar y arenas húmedas impregnaba el ambiente.

Su cabello rubio sobresalía resbalando por los hombros bajo las alas de una pamela rosa bien encasquetada sobre su cabeza; estas, al igual que las de una mariposa durante su vuelo, se agitaban siguiendo las corrientes de los vientos impulsando su cuerpo hacia delante, viniendo hacia donde yo me encontraba cada tarde. Bajo las amplias camisolas que solía llevar, se adivinaba un cuerpo bien proporcionado de curvas exquisitas y piel bronceada; cada ráfaga de viento, las escasas tardes que este soplaba, ceñían la tela a su figura dando constancia de la imagen idealizada en mis retinas.

Mi cámara oscura había revelado cientos de veces en blanco, negro y color, aquella figura delgada de líneas acertadas y contornos cinematográficos que una tarde tras otra, pasaba frente a mi atenta mirada en el ocaso de un verano junto al Mediterráneo. Allí estaba yo tarde tras tarde, esperando verla aparecer en el horizonte con su camisa larga y la pamela de alas generosas, dejando tras de si el rastro efímero de sus huellas sobre la arena mojada.

Su origen y destino eran desconocidos para mi, nunca habíamos cruzado una palabra y por tanto lo ignoraba todo sobre ella, probablemente ni siquiera supiera de mi existencia en aquella plataforma de maderas entrelazadas sobre la que la esperaba día tras día, pero para mi lo era todo en aquella playa. Verla caminar junto a las olas con la mirada perdida, era suficiente para mantener encendida la llama de mi pasión por aquella criatura anónima que abstraída en sus pensamientos, regalaba con su paseo diario cada uno de mis atardeceres.

Una de aquellas tardes llegué antes que de costumbre, no tenía nada que hacer así que decidí acercarme hasta la orilla y perder la mirada entre las olas de aquel mar que tan bien conocía; quedaba poca gente sobre la arena y algunos pescadores empezaban a clavar sus cañas en la primera línea de playa a escasos metros del agua, muchas veces me distraía mirándolos y acompañándolos en su espera paciente por ver si algún incauto pececillo tragaba su anzuelo bien cebado. Algunos de estos pescadores de bahía, llegaban bien pertrechados y montaban alrededor de su caña o cañas, pues los había que llevaban varias, un verdadero campamento con sus sillas, su nevera y un sinfín de cosas de lo más variopintas. Yo observaba sus llegadas, cargados como viles porteadores, así como todo el ceremonial que suponía instalarse en el sitio elegido; tan solo permanecía un par de horas los días que más pero algunos de ellos levantaban el campo bien entrada la madrugada.

Puntual como cada tarde, no tardó en aparecer en la lejanía; la intuí mucho antes de verla, al principio tan solo era un punto inapreciable en el horizonte pero poco a poco este fue aumentando su tamaño y cobrando forma hasta poder identificar su silueta. La veía crecer a medida que iba aproximándose a donde yo me encontraba y algo dentro de mí se agitó con nerviosismo, esa sensación siempre se repetía en los momentos previos a nuestro encuentro a pesar de que este era fugaz y obviamente desconocido para ella.

Ese día yo estaba más cerca de la orilla que de costumbre, junto a unos cuantos mástiles de fibra cuyas líneas se perdían en la profundidad de aquel mar azul, la brisa fue cesando a medida que ella se aproximaba y la calma fue total cuando llegó a mi altura, nos miramos, era la primera vez que nuestras miradas se cruzaban, y un amago de sonrisa afloro en sus labios; por un momento sentí revolotear en mi estómago cientos de mariposas, no pude contenerme y un <<hola>> escapó de mi boca a modo de saludo. Ella continuó caminando en dirección al otro extremo de la bahía y yo me quedé mirando su espalda, viendo como se alejaba dejando tras de si un rastro de huellas húmedas.

Era la primera vez que compartimos miradas mutuas y fue fantástico, sus profundos ojos azules se grabaron en mis retinas como improntas en una moneda recién acuñada, en la distancia corta era aún más hermosa de lo imaginado, el óvalo de su cara era perfecto y sus labios sonrosados daban un toque pícaro a aquella cara de ensueño; hubiera gritado al cielo su nombre pero lo desconocía, mis ojos buscaron su silueta a medida que el  tamaño de esta se reducía por la distancia y entonces la vi volverse y mirar hacia donde yo estaba alzando una mano a modo de saludo, un nuevo revoloteo de mariposas agitó mis entrañas y por un momento quise correr a su encuentro, me contuve, si todo ocurría como siempre ella volvería a pasar junto a mi en su regreso.

¿Qué podía significar aquella última mirada inesperada? ¿Qué la había hecho volverse y mirar hacia mí? ¿Y aquel saludo? Nunca antes en las semanas que llevaba viéndola, habíamos tenido ese tipo de conexión, me atrevería a decir que había intuido la existencia de química en esa mirada. Intrigado con aquellas dudas rondándome la cabeza intenté concentrarme de nuevo en la batería de cañas que a mis pies, se erguían desafiantes frente a un mar que empezaba  a encresparse por momentos.

Una de las cañas empezó a agitarse  con fuerza, su extremo más alejado se curvaba con violentos tirones al tiempo que su propietario ágil como un gato, saltaba de la silla en la que estaba recostado asiéndola con las manos preparado para iniciar una lucha de estrategia y resistencia; pronto un corro de curiosos se congregaron a su alrededor expectantes por lo que hubiera enganchado al final de la línea. Yo seguía las evoluciones de aquella lucha sin cuartel pero con un ojo puesto en el otro extremo de la bahía, aquel por el que ella había desaparecido y por el que debía regresar.

Los minutos pasaban lentamente y su regreso se prolongaba en el tiempo más que de costumbre, la lucha junto a las cañas continuaba y la excitación del grupo allí congregado era manifiesta. Yo a esas alturas ya estaba más pendiente de verla aparecer de nuevo que de los acontecimientos que se desarrollaban a pocos metros de mí; empezaba a inquietarme su tardanza.

Seguía pasando el tiempo y no había ni rastro de mí anhelada silueta, me dolían los ojos de tanto escrutar el horizonte de forma estéril y la desazón se instalo en mí alma; intentaba distraerme uniéndome al grupo de curiosos pero instintivamente mi cabeza y todo mi ser la buscaba en la lejanía sin encontrarla.

Se hizo de noche esperando su regreso, a mi cabeza volvió su imagen en la distancia mirándome con el brazo levantado a modo de saludo, de pronto una extraña sensación de angustia se instalo en mi pecho oprimiéndolo ¿no habría malinterpretado aquel gesto de supuesto saludo? ¿Y si en contra de lo que pensaba aquella fue una señal de despedida? ¿Y si ya no regresaba más? El verano acababa y todo podía ocurrir. No podía creer, me negaba a creerlo, que sus primeras y únicas miradas para mi fueran a ser las últimas que iba a recibir de ella pero el tiempo pasaba y no aparecía, nunca antes había caído la noche antes de su regreso y eso era una mala señal, empecé a preocuparme pero ya era tarde. El tiempo siguió pasando y la playa quedó vacía.

* * * * *

La chica de la pamela rosa y andares delicados nunca regresó a aquella playa, su origen incierto así como su destino desconocido ya nunca verían la luz en la cabeza de aquel chico que tarde tras tarde, siguió acudiendo a la playa con la esperanza de volverla a ver aparecer en el horizonte azul. Su tiempo pasó y no supo aprovecharlo, cosa que lamentaría el resto de sus días pero así es la vida, dejamos pasar las oportunidades creyendo que aún tendremos tiempo de coger el tren pero la mayoría de las veces, el tren no vuelve a pasar y nos quedamos solos esperando en la estación.

sábado, 16 de febrero de 2013

Anselmo y las revueltas populares



Anselmo siempre había tenido un espíritu revolucionario, de joven era muy de meterse en conflictos de reivindicar, le gustaba la gresca; militó en un partido tan de extremas que casi se salía del campo, vamos que rozaba los bordes de la civilización. Aquellas gentes eran tan de extremas, tan de extremas, que tenían que ir atados unos a otros para no caer a los abismos, eran chicos duros aunque en muchos dentro de sus cabezas, tan solo había una hoja en blanco esperando que alguien escribiera lo que tenían que hacer, estos solían ser casi siempre la vanguardia de las revueltas, la fuerza de choque, ya se sabe…puro músculo, carne roja, poca materia gris.

Eran tiempos inciertos de cambios políticos donde nadie sabía como iban a desarrollarse los acontecimientos, mientras unos perdían cotas de poder a marchas forzadas, otros ansiaban recuperarlo tras mucho tiempo en la sombra, ocultos entre bambalinas, siempre al acecho esperando su oportunidad; la vida transcurría sin excesivos sobresaltos para la gente de a pié, solo los que siempre habían estado en la brecha de un lado y otro de la trinchera política, andaban inquietos por lo que pudiera pasar y en ese caldo de cultivo tan bien condimentado, con fundamento que dirían algunos, surgían de vez en cuando las conocidas como revueltas populares.

Anselmo nunca se sintió oprimido por el sistema que le tocó vivir, gustaba de trasnochar como otros muchos jóvenes de su época y nunca tuvo ningún percance derivado de la inseguridad ciudadana, aquello sí que era seguridad, si te paraba algún agente del orden a altas horas de la noche y te pedía le mostraras tú identificación, pues le mostrabas el documento de identidad y en paz, tras darse las buenas noches cada uno seguía su camino sin más historias; esto a algunos sensibles de corazón les parecía un fragante atentado a la libre circulación de las personas y claro está, con tal nivel de sensibilidad para las cosas más normales, se sentían perseguidos y acosados por el ente maléfico que los coaccionaba y oprimía.... según decían.

Era hombre de armas y gustaba de la cosa militar, hoy día mal visto entre la juventud del Hello Kitty y el dichoso monopatín, la cual identificaba estas tendencias con espíritus neofascistas; criado en ambientes cazadores tuvo desde pequeño destreza con las armas largas con las cuales estaba muy familiarizado, más tarde se inició de la mano de un familiar cercano, en el uso de las armas cortas con las que pronto se hizo un experto tirador, participando en numerosas competiciones por todo el país. No tenía aún la edad legal para usarlas y ya era mejor que muchos adultos asiduos a los campos de tiro, Anselmo tenía cualidades innatas para el uso de estos artilugios, notar su peso y tacto metálico sobre la mano, eran para él uno de sus placeres ocultos.

Llegó a tener una espléndida colección de armas blancas; picas y espadas, sables y exóticas gumias traídas del lejano oriente, machetes y navajas de lo más variado llenaron en su día muchas de las paredes de su casa. Junto a tanto acero desnudo y bien pulido, blindados armeros de inexpugnables puertas, contenían la otra parte de su colección privada, las armas de fuego; allí dentro se acumulaban bien ordenadas, engrasadas y a punto para su uso  pistolas de tiro deportivo, de duelo, automáticas, revólveres, subfusiles y rifles de asalto, carabinas, escopetas de caza y alguna pieza exclusiva de naturaleza prohibida. Pasaba largas horas entretenido en su mantenimiento y puesta a punto, las conocía a la perfección hasta su último tornillo, muelle o resorte, llegando a montarlas y desmontarlas con los ojos cerrados.

Aficionado a la historia bélica como era, sabía sobre guerras y estrategia militar, había leído mucho sobre las batallas a lo largo de la historia, las conocía casi todas, de diferentes épocas y de todos los escenarios posibles aunque las que menos le atraían eran las navales, él era más de contiendas terrestres con renombre como la batalla de Platea, Waterloo o Gettysburg con una mención especial entre sus favoritas, para algunas de las desarrolladas durante las dos grandes guerras: Verdún, Gallipoli, Okinawa, Birmania, Las Ardenas, Normandía o Estalingrado. Tenía cientos de libros sobre el tema, en diferentes idiomas y formatos pues Anselmo era hombre de lenguas y sabía expresarse en varios idiomas; su biblioteca histórica era digna de envidia y a ella recurrían en ocasiones para su consulta, gentes de la universidad.

Anselmo era ilustrado como se sabe, había dedicado muchos años a su formación contando con los mejores profesores y asistiendo a colegios de alto postín, por algo tenía en sus venas sangre noble, bastarda si, pero noble y su anciano padre, el conde de Navajuelas aunque en la sombra, siempre se había preocupado por su educación, corriendo con todos sus gastos académicos y algún que otro dispendio lúdico-aventurero. Con todo ello el agraciado joven estaba bien preparado cuando  con veintiún años empezó a moverse en el mundo de las finanzas y otras artes laborales de alto copete por qué Anselmo no era hombre de tuercas y grasa, el más bien vivía envuelto en tecnología punta y avanzados prototipos, por algo era de mente despierta y ágil intuición.

Tuvo su época de rebeldía juvenil, de inquietudes sociales, de búsqueda interior, en ella formó parte de grupos un tanto radicales en los que podía liberar adrenalina sin control ni freno; tuvo sus momentos de avasallar, cruzar espadas en épicas escaramuzas ajeno al riesgo que corría, hizo guardias en azoteas oculto por las sombras de la noche mientras las planas mayores, a quien se suponía debía pleitesía y respeto, intentaban organizar el país en reuniones secretas; Anselmo en aquellos tiempos tenía espíritu de servicio y se entregaba a ello en cuerpo y alma.

Nunca llegó a aprenderse la letra de ninguna canción o himno, por lo que en los actos donde estos se entonaban, tan solo se limitaba a mover los labios tarareando la cantinela de turno; en aquellos tiempos era desprendido y de poco retener en cosas melifluas y ya se sabe que las partituras supuestamente patrióticas al igual que las canciones de iglesia, eran meros instrumentos de exaltación grupal donde los entonantes, exhibían un falso estado hipnótico mal adquirido por el entorno en el que vivían.

Dicho ha sido pues que Anselmo en aquellos años de transición y dudas de identidad, era hombre de grescas y de tumultos, no eludía el enfrentamiento físico y carnal en el que se manejaba con destreza dada su formación paramilitar; él y sus camaradas actuaban en las líneas periféricas de las manifestaciones y revueltas populares, debilitando cualquier foco de captación de masas de forma contundente y eficaz, por donde pasaba Anselmo y sus tigres tan solo quedaba un rastro de sangre y dolor, devolviendo la normalidad a las calles cuyos vecinos lo agradecían.

Fue un periodo corto pero intenso, nada duraba mucho en aquella época en la vida de Anselmo; el país se tranquilizó y la tormenta política encontró la calma iniciándose un nuevo periodo en la historia del reino. Su esfera se vio renovada y otras inquietudes pasaron al primer plano en la vida de Anselmo, las revueltas populares y su actuación en las mismas, pasaron a incrementar su anecdotario el cual con el paso de los años, adquirió un destacado bagaje.

Anselmo se abrió a nuevos y desconocidos horizontes, su etapa belicosa quedaría en su memoria con claros y oscuros pues era consciente de haber errado en ocasiones, extralimitándose en el fragor de la batalla repartiendo leña con saña. Ahora causas más nobles ocupaban su día a día, la literatura y otras artes del saber eran su oxígeno diario, cuidar de sus relaciones sociales sería otro de sus placeres mundanos, con una prosa sabiamente elegida y entonación cautivadora, se convertiría poco a poco en el núcleo de las reuniones, en imán de voluntades, guía de convecinos perdidos y desorientados.

Anselmo era de una casta especial, aguerrido y leñero, romántico y galante, desprendido y muy de ayudar; hombre de principios nobles e ideas claras, de ambiciones comedidas y gustos de envidiar, perverso si se terciaba pero justo en sus decisiones; Anselmo en si era hombre de honor.

sábado, 9 de febrero de 2013

Anselmo y las procesiones


Anselmo no era muy de creer, de hecho prácticamente no creía, pero le gustaba el folclore a rabiar y por eso cada mes de abril, se desplazaba al sur del país para disfrutar de las procesiones; la Semana Santa andaluza lo transformaba, era otro hombre durante aquellos días en los que apenas dormía un par de horas cada jornada.
En un tiempo fue miembro de una hermandad, vestía su túnica y su capirote con desparpajo y aplomo; capa y blusón con delantal, guantes altos y cabeza cubierta por máscara de duelo tocada en lo alto con el clásico capirote ¿colores? Blanco roto para capa y blusón con cruz púrpura en pecho, delantal y guantes, el tocado al igual que la máscara, blanco roto en sintonía con el principal del atuendo.

Vestir aquellas insignes telas era todo un privilegio para el que lo hacía, no era fácil acceder y ser aceptado en una de aquellas hermandades pues eran pequeñas sociedades muy cerradas al forastero, muchas con un cupo establecido de miembros cuya plaza se transmitía de padres a hijos. ¿Qué cómo consiguió Anselmo colarse entre aquellas gentes de cara cubierta y mucho rezar? No estaba muy claro pero corrían rumores diversos en los mentideros.

Se decía que no hacía mucho había donado una buena suma de dinero para la restauración del paso que la hermandad sacaba en las procesiones, un Cristo Redentor siendo azotado por legionarios romanos mientras su madre desolada, lloraba junto a otras mujeres a su lado; se decía también que algunos miembros le debían favores por asuntos turbios ajenos a las cosas del rezar; incluso se llegaba a afirmar que Anselmo tenía influencia sobre el núcleo duro de aquellas gentes devotas del Cristo Redentor. Sea como fuere el caso es que Anselmo se introdujo en aquel grupo y repetía año tras año en sus celebraciones religiosas de la Semana Santa andaluza.

Sabía lucir su vestimenta pues su planta era un regalo para aquella túnica, de cuerpo esbelto y bien proporcionado, toda aquella indumentaria le sentaba como las sedas a un príncipe; era de gustos refinados pero llegado el caso, también sabía vestir de batalla. Ahora, en aquellas tierras, era un moderno templario, devoto del Cristo Redentor y con la fuerza de sus hombros, aunaba esfuerzos para tan digno desfile.

Anselmo era de servir en causas nobles y por ello no dudaba a la hora de prestar su figura para eventos desinteresados, era muy desprendido él; como no era de llorar, si el acto lo requería por su infundía y profundo sentir, se administraba una buena dosis de colirios y entonces sí, de sus ojos brotaban lagrimones y sentimiento a raudales. Anselmo sabía interpretar su papel, por comprometido que este fuera.

Si algo gustaba a Anselmo de toda la parafernalia que implicaba desfilar en las procesiones, eso era el olor a cera quemada desprendida de los gruesos velones que portaban, algunos curiosamente elaborados, Anselmo era muy de velón, y lo llevaba con pulso firme. Se los hacía fabricar en una cerería con mucha tradición y llevaba sus iniciales grabadas en una vitola dorada junto al mango, el velón de Anselmo era especial y atraía las miradas.

No era hombre de saetas, estas le llovían desde los balcones bajo los que pasaban; en una de aquellas procesiones una de estas coplas lastimeras fue dedicada a su persona que en un ambiente solemne y silencioso, sorprendió hasta al propio Anselmo. Todos los sufridos costaleros miraron el rostro de la sufrida garganta que, con lágrimas en los ojos y la facies desencajada, soltaba su sentimiento con versos profundos y resignados. El personal que asistía a la procesión, guardaba un respetuoso silencio tan sólo roto por suspiros entrecortados y quejumbrosos.

En otra ocasión una clavaría le hacía ojitos y se le insinuaba con gestos de la cabeza para que la siguiera a lo largo del recorrido; él, muy solemne, al principio no le hacía caso e iba a lo suyo, a desfilar con entereza y recogimiento, centrado en no perder el paso de su hermandad. Ella lo seguía entre el público sin perderlo de vista y cada vez que sus miradas se cruzaban seguía haciéndole ojitos; más tarde de los ojitos pasó a lanzarle besos subliminales frunciendo ligeramente sus carnosos labios, eso a él empezó a molestarle y lo que al principio se tomó como un juego pasó a tocarle el orgullo, llegó un momento en el que durante uno de los solemnes parones del desfile, ella se lanzó a la calle arrodillándose ante él y entonando una de esas profundas y tristes saetas cantó...

Ese hombre que nos mira desde lo alto,
Ese cuerpo que sufre y sangra;
De rostro hermoso y de cuerpo recio,
De manos fuertes y de piernas largas;
Yo aquí a tus pies te ofrezco,
Mi alma y mi vida entera;
Yo aquí postrada ante vos os digo,
Hacerme vuestra esclava, vuestra esposa, vuestra amiga.
 
El público expectante creía que iba dirigida al Cristo Redentor que, erguido sobre su anda engalanada a espaldas de Anselmo, miraba al tendido con un rictus de dolor y sufrimiento, pero él veía esos ojitos encendidos en pasión no religiosa, veía esos labios carnosos y sonrosados pidiendo ser mordidos y besados, veía esos abultados pechos empujando una blusa entretenida y tensa deseando ser rasgada, veía y veía mientras todo a su alrededor se colmaba de rezos y llantos fingidos.

Con ímprobos esfuerzos, Anselmo se mantuvo impasible  ignorando los ruegos de aquella espontanea que, arrodillada a sus pies y mirando hacia lo alto, clamaba por sus atenciones y sentimientos; el público expectante a su alrededor, contenía la respiración  esperando un desenlace a todas luces incierto. La copla acabó mientras aquel pecho henchido del que había salido tan lastimero ruego, seguía agitándose por el esfuerzo realizado o tal vez por la pasión contenida; como agua de mayo al rescate de los campos yermos, se reanudó la música y los costaleros iniciaron de nuevo su cansino paso dejando tras de ellos a una mujer desolada, que no había conseguido recibir la atención de tan galán protagonista.

Anselmo era de sentir aquellos desfiles, aquel silencio rasgado por músicas solemnes y gargantas desgarradas, aquellos andares lentos y firmes portando a hombros escenas y personajes de otras épocas, de otras gentes que aún de estirpe humilde, escribieron una parte de la historia. Aquellas ciudades inmersas en actos lúdico-religiosos habían aceptado a Anselmo como a uno más de ellos, mostrándole todo su cariño y admiración cada vez que este, engalanado con la túnica sacra, paseaba su hombría por las calles andaluzas.

Anselmo era espectáculo puro y levantaba la curiosidad allá donde iba, las miradas se postraban sobre él en cuanto hacia acto de presencia pues él destacaba y como se sabe, creaba estilo; consciente del valor añadido de su presencia en cualquier acto, él lo llevaba con dignidad y soltura, sabía llevar sobre sus hombros la responsabilidad que se le asignaba y por tanto, la hermandad en la que militaba y su paso con el Cristo Redentor a la cabeza, era de las más esperadas, motivó por el cual siempre cerraba las procesiones más significadas.

domingo, 3 de febrero de 2013

A la sombra de una palmera (10ª y última entrega)


LIBRE COMO EL VIENTO

Conducía sin rumbo por una carretera casi desierta, no tenía horarios que cumplir y nadie lo esperaba  por tanto todo el tiempo era suyo; llevaba dinero en el bolsillo, suficiente para perderse una larga temporada sin tener que recurrir a los ahorros o buscar trabajo. Su vieja furgoneta iba ganando velocidad a medida que se alejaba de la ciudad, no tenía un destino claro y por tanto dejaba a la improvisación, el lugar donde pasar la noche; se sentía libre como el viento, por primera vez era dueño de su vida y necesitaba escapar para vivirla, quería encontrar un lugar donde nadie lo conociera y por un tiempo, intentar empezar de nuevo.

La sensación de saber de donde venía y el convencimiento de poder volver allí cuando quisiera, le daba fuerzas para perderse por la inmensidad del país y llegado el caso, hasta cruzar sus fronteras. Todo era nuevo a su alrededor y la incertidumbre de lo que iba a ir descubriendo, creaba una sensación placentera en su ánimo; se acercó a la costa antes de emprender el camino que lo llevaría al interior de la península, quería ver el mar una vez más, sentir la brisa en su rostro y pasear sobre una arena desierta en esa época del año. Entró en un camino sin salida, cuando llegó al final una diminuta rotonda daba paso a las dunas, tras estas, se abría un mar azul salpicado de crestas blancas; detuvo la furgoneta en un ensanche destinado al estacionamiento de vehículos, junto a él los restos desarbolados de un imaginario chiringuito hacían frente a un fuerte viento de levante, no había nadie en los alrededores y el lugar desierto a todas luces, no hacía imaginar lo concurrido que llegaba a estar durante los meses de verano.

Unos minutos más tarde la playa quedó atrás mientras la vieja furgoneta roja, se adentraba por carreteras secundarias en busca de las llanuras manchegas, siempre quiso ver con sus propios ojos los famosos molinos de viento y ahora tenía tiempo para hacerlo; el recuerdo de un antiguo amor vivido en aquellas tierras le hacía regresar a sus parajes varios años después y llegaba como un hombre nuevo, sin ataduras ni obligaciones, sin prisas ni tiempos límite, sin fecha para volver al punto de donde partió.

Una cabezada brusca lo sacó de su ensoñación, seguía ahí, junto a la triste palmera, triste pues triste era su situación, la alegría con la que se encontraron unas horas antes había sido marchitada por un despiadado sol que desde las alturas, barría con sus rayos toda aquella franja de arena; él, más muerto que vivo intentaba aguantar un poco más a la espera de que por fin, apareciera alguno de sus amigos aunque a esas alturas de la jornada, le daba igual quien fuera, para el caso le servía cualquiera que pudiera sacarlo de allí.

Miró a su alrededor o más bien hacía la limitada parcela de arena que el escaso movimiento de su cuello le permitía visualizar, todo seguía igual, gentes tiradas sobre sus toallas a un centenar de metros frente a él, pasarelas desiertas a esas horas tras el mediodía, muchos menos parasoles frente a la orilla y ni rastro de su gente pero por encima de todo, sed, mucha sed, su boca era una pura costra reseca y acartonada incapaz de articular palabra, las mejillas y la frente ya mostraban los efectos de tantas horas al sol pues a pesar de estar junto al espigado junco del desierto, este hacía horas que había proyectado su sombra en otra dirección.

Él que había corrido mundo, trabajado en el campo y la construcción, él que había amado a mujeres de todas las razas, él que llegó a ser la esperanza de su pueblo en la lejana Armenia, ahora se encontraba derrotado, abandonado en la trinchera de la vida en un país desarrollado para cuya sociedad no existía; había sucumbido lejos de casa, lejos de los suyos, de su valle, de su tierra y allí junto a la palmera, sabía que no vería un nuevo amanecer, la suerte estaba echada y a él no le habían tocado buenas cartas.

Su silla quedaría anclada en aquel lugar, como lápida que recordara a los que por la zona pasaran de su trágico final, su historia sería contada en los manifiestos de la ciudad y aquel rincón con su palmera, pasarían a formar parte de los atractivos turísticos de aquel trozo de costa bañada por el Mediterráneo. ¿Dónde irían a parar sus restos? —sé preguntó contrariado— no es que le importara mucho lo que hicieran con ellos además, tal y como él lo veía, poco iba a quedar de ellos pues a la marcha que se estaban desarrollando los acontecimientos, no tardarían en aparecer los buitres sobrevolando la palmera que tan estéril compañía le había reportado, listos para limpiar sus huesos de una carne amojamada y seca.

A pesar de ello, no quería abandonar este mundo sin saber que podía haberles ocurrido a sus amigos, estaba claro que aquello no había sido un olvido y algo serio tenía que haber pasado pero ¿Qué podía haberles sucedido? No alcanzaba a imaginar el motivo de su desaparición y veía con angustia que las fuerzas le abandonaban y ya no llegaría a saberlo; le hubiera gustado ver a sus dos amigas por última vez, haberse llevado a la otra vida la imagen fugaz de sus preciosos cuerpos, de sus esbeltas cinturas, de sus sugerentes senos, le hubiera gustado ver sus sonrisas una vez más, oír sus delicadas voces, el brillo de sus ojos, sentir la suavidad de sus labios en las mejillas y notar el calor de sus abrazos pero sabía que no podría ser, el ya no aguantaría para volver a encontrarse con ellas, ni su cuerpo ni su mente tendrían la oportunidad de despedirse, quisiera haberles dicho  tantas cosas, y ahora ya era tarde, su tiempo acababa y nadie más que él se daba cuenta de ello.

Artio cerró los ojos por última vez una calurosa tarde de junio, solo y abandonado junto a una esbelta palmera, su cuerpo dejo partir a un alma atormentada que tras girar en torno a él, ascendió perdiéndose en las alturas de un infinito cielo azul. Allí quedaron sus restos sobre la estructura metálica que lo había soportado durante los últimos años, allí quedó la huella de una vida truncada por el destino; pasado un tiempo se olvidarían de él y tan solo su macabra historia junto a la palmera, se añadiría al anecdotario de aquella ciudad costera como un hito más que mostrar a los futuros turistas.

Descanse en paz.

sábado, 2 de febrero de 2013

A la sombra de una palmera (9ª Entrega)


FUENTE DE MISERIAS

Echaba de menos sus manos, ahí estaban las dos si pero…, las veía al final de sus brazos aunque le servían de tan poco…, inmóviles, insensibles, recordándole siempre todo lo que no podía hacer, aquellas manos que en su día trabajaron la tierra, abrazaron cuerpos desnudos, empuñaron un arma y lo llevaron por el mundo, hoy permanecían inertes sobre sus piernas. No eran las manos de entonces, su aspecto había cambiado y estas ahora eran órganos muertos en cuyos extremos crecían cinco pares de uñas; estaban algo más hinchadas debido a la inmovilidad y según los días adquirían una coloración más oscura, era un falso bronceado pues de todos era sabido que Artio no tomaba el sol.

Desde hacía unos años su cuerpo se había convertido en una  fuente de miserias de la cual brotaban a diario nuevas limitaciones, nuevos achaques, nuevas amenazas para su precaria vida; muchas mañanas salía de la cama, o más bien lo sacaban, contando ya las horas que le faltaban para volver a ella, su trasero hacía meses que no soportaba el peso de su cuerpo  y eso que este era escaso, por lo cual siempre estaba a punto de ulcerarse seriamente sufriendo continuas escoriaciones y raspaduras; sus vaivenes vegetativos eran un tormento y ante mínimos percances se desencadenaba una cascada de alteraciones orgánicas que le hacían desear  acabar con todo, Artio estaba cansado de vivir.

Era muy de lápices y bolígrafos en las manos, siempre le gustó dibujar, sin un estilo definido solía inclinarse por la caricatura, se le daba bien hacer caretos y cuerpos desproporcionados, ahora aquellas manos muertas añoraban sus lápices de colores, sus cuadernos de hojas blancas esperando nuevos personajes o el puñado de servilletas de fino papel sobre el que dibujaba en cualquier lugar. Tuvo un tiempo tras el accidente, en el que intentó pintar con la boca pero aquello no era lo mismo y los resultados no le gustaban, era un tipo muy purista y siempre decía que las cosas había que hacerlas como había que hacerlas y no de otro modo, así que dejó de dibujar.

Artio siempre había sido hombre de campo pero nunca quiso reconocerlo pues  con su llegada a la ciudad, alardeaba de urbanita entre sus conocidos; nacido y criado en un ambiente rural llevaba la tierra en la sangre; aunque el servicio militar obligado supuso un antes y un después en su vida y le hizo salir a ver mundo, nunca olvidó sus raíces ni la multitud de pequeñas cosas aprendidas durante su juventud en su valle natal, era un nostálgico y los recuerdos formaban parte de su esencia, sin ellos perdía chispa y ahora, en sus circunstancias, eran su tabla de salvación a la cual asirse en los momentos desesperados; toda su vida aquella mañana de junio estaba siendo un momento desesperado y tan solo cerrando lo ojos e intentando perderse en el pasado, conseguía aguantar hora tras hora aquella angustiosa espera.

Una vez más el sopor le hizo cerrar los ojos y volver a caer en un limbo de brumas que lo alejaban de la realidad, él se dejaba llevar sin oponer resistencia, cayendo en el abismo de su memoria y regresando a etapas de su vida en las que fue feliz. Solo así volvía a tener una vida digna de ser vivida, era un revivir su propia vida sin mover un solo músculo, tan solo haciendo trabajar a sus neuronas que en esos momentos ya veían peligrar los fluidos en los que se movían.

Tuvo una amiga muy habladora, su boca se llenaba de palabras que necesitaba escupir sin parar, no era especialmente guapa pero si atractiva, muy atractiva, y para su edad conservaba un espléndido cuerpo que sabía lucir; era raro salir con ella y no molestarse por las continuas miradas que los machos en celo le lanzaban sin ningún reparo pero como digo, era solo amiga no novia y además se notaba la satisfacción de su ego al ser admirada. Tenía una bonita melena rubia que no dejaba de tocar y esa manía suya en ocasiones, lo ponía nervioso; solían salir a cenar y ella siempre acababa hablando de su trabajo y lo bien considerada que creía estaba, acabó acostumbrándose a sus autoelogios pues ella era así, siempre protagonista en su entorno, siempre victima de miradas lascivas. Pasaron muy buenos ratos juntos, sin roces amatorios, pues tan solo eran amigos aunque muchos nunca lo creyeron.

Tuvo también otra amiga, Artio era muy de tener amigas, esta era menuda y vivaracha, trabajaba de médico en un hospital importante y siempre estaba haciendo cursos para mejorar su formación, era una chica lista y a él le caía bien; se veían poco pues siempre estaba ocupada y además no vivían en la misma ciudad. Le gustaba acompañarla a renovar su fondo de armario, era divertido verla ponerse y quitarse camisas, chaquetas o vestidos variados mientras fruncía el ceño al mirarse frente al espejo, dudaba y a él lo ponía nervioso aun así, disfrutaba viéndola negociar con las dependientas. Siempre acababan llevándose unas cuantas prendas que metidas en bolsas, ella colgaba de su silla; tenía la altura ideal para ir a su lado pues no se obligaba a levantar mucho la cabeza para mirarla a los ojos, estos se encendían con un brillo especial cuando  ella le contaba cosas y a él le gustaba mirarla.

Sus amigas lo habían sido todo para él y ahora las echaba de menos, siempre se había sentido más a gusto entre mujeres de hecho contaba con pocos amigos del género masculino; en muchas ocasiones se sentía como su confesor pues ellas le contaban sus cuitas y preocupaciones, sus problemas y desamores, sus anhelos y frustraciones, él las escuchaba y les daba sosiego, las aconsejaba aun siendo inexperto en muchas materias de la vida, y ellas se lo agradecían con el calor de sus compañías, las miradas de sus ojos tiernos, las conversaciones y las risas cómplices.

Aquello pintaba mal, muy mal y él lo sabía, intentaba alejar de su mente la situación tan absurda en la que se encontraba así como los peligros inminentes que se cernían sobre su malogrado cuerpo; miró a lo alto de la palmera buscando algo que atrajera su atención y así le ayudara a pasar el tiempo, allí estaban suspendidos sobre su cabeza, grandes racimos de dátiles maduros, muchos de ellos picoteados por parientes cercanos a la paloma que horas antes, había tenido a bien cagarle la cara desde las alturas; irse al otro barrio en aquellas circunstancias era triste pero hacerlo con la cara llena de mierda de paloma era  humillante ¿tan poco hombre era que no alcanzaba a esquivar una cagada de paloma? Tristemente así era, su inmovilidad era absoluta y muestra de ello estaba siendo aquella aciaga mañana de junio en la que se estaba friendo impotente junto a la palmera.

Si tuviera que repasar su vida en ese momento, diría que esta acabó sobre una hormigonera hacía ya varios años, es verdad que había tenido buenos ratos desde su silla de ruedas pero recordaremos que Artio era un purista y la vida no estaba hecha para rodarla sino para andarla; adaptarse a las situaciones adversas era una condición del ser humano pero él no lo había conseguido y allí estaba, culminando los últimos años de una precaria vida que se le escapaba a marchas aceleradas. ¿Quién le iba a decir tan solo veinticuatro horas antes que sus últimos momentos de vida iba a pasarlos sobre la arena caliente de una bahía, bajo un sol abrasador con la triste compañía de una famélica palmera? Él, que nunca había sido amigo del sol y las altas temperaturas, caería a los infiernos bajo la acción de unos despiadados rayos que el astro rey lanzaba sobre la inmundicia en la que se había convertido.

Maldita mañana de playa, maldita palmera y maldita vida la suya.

Anselmo y el aseo personal


Anselmo era muy de ir en bata por casa, le gustaba ir cómodo y suelto; tenía varias chilabas traídas de un viaje a Estambul y gustaba de llevarlas, también era de comprar camisolas largas, de esas sin botones que se ponen por la cabeza y llegan más allá de las rodillas, con ellas deambulaba por sus dependencias sintiendo el placer de llevar sueltos sus atributos, nada presionaba aquel sexo privilegiado durante esos momentos de soledad y recogimiento. Bata, chanclas y libertad corporal, Anselmo era de sentirse libre y sin presiones.

También era de entretenerse en su aseo corporal, maniático de un cutis limpio, tenía toda una batería de pequeñas herramientas con las que deforestar cualquier impureza de su piel; pinzas, espátulas, tijeras y tenacillas varias componían su arsenal de batalla sin olvidar los bastoncillos para las orejas, las esponjillas de colores y los tónicos, muchos tónicos, pues sabido era que una piel bien lubricada y flexible era más resistente a las agresiones climatológicas. Las cremas también jugaban un papel importante en el aspecto de Anselmo y las tenía muy variadas, hidratantes, reafirmantes, revitalizantes, protectoras y las de oler por qué  Anselmo era muy de aromas atrayentes.

Sus sesiones exfoliantes eran de lo más entretenidas, sobre una toalla de pequeñas dimensiones extendía todo su pequeño arsenal de utensilios metálicos, correctamente alineados como sí de instrumental quirúrgico se tratara; un paquete de toallitas húmedas junto a unos cuantos tisúes eran imprescindibles para una limpieza total. El espejo de aumento a dos caras bien posicionado sobre el banco completaba la parafernalia necesaria para iniciar cada proceso de restauración; la sesión podía ser corta pero en ocasiones pasaba más de una hora limpiando recovecos o eliminando descamación adherida en los rincones más recónditos de su facies. Cejas, orejas, nariz... iban sacando su lustre a medida que el ejército de elementos de limpieza pasaba una y otra vez por cada centímetro cuadrado de su piel.

Era hombre de cantar en la ducha y en soledad, practicaba la rima obscena, era muy de componer letras guarras que luego aderezaba con tonadillas pegadizas; estaba orgulloso de su "oda a las aguas bajas" así como del "canto de la infusión" que rezaba “no me orines en la boca, tengo sarro ya lo sé, tus orinas malolientes, dejan poso como el té…”, siempre tenía entre los labios alguna de sus estrofas y en los momentos iluminados, seguía añadiendo perlas a aquel collar ya de por sí bien confeccionado. Anselmo era cantarín y compositor versátil.

Cuidaba su pedicura con detalle pues era de andares delicados, unos buenos zapatos debían acoplarle como un guante no dando opción a rozaduras ni presiones; hombre de paso firme, hacia honor a ello luciendo siempre calzado con estilo, su zapatero tenía en él un magnífico escaparate y buena prueba de ello, eran los constantes clientes que remitidos por Anselmo, le llegaban. Siempre estaba a la última y el lustre con que brillaban sus zapatos, cautivaba hasta a las miradas más curiosas; unos cimientos bien elaborados eran la base para toda la estructura que, impecablemente vestida, se elevaba 185 centímetros por encima de la superficie que pisaba.

Era hombre de fragancias, ¿su colonia preferida? Fahrenheit 32 de Cristian Dior, le encantaba que su aroma aún se intuyera a media tarde o cuando abandonaba una habitación; el abanico de opciones dentro de un mismo nombre de perfume era extenso y eso a veces mareaba a la hora de decidirse, él había probado toda la gama de Fahrenheit: agua, colonia, fragancia... y las tenía para las diferentes ocasiones aunque la botella blanca Nº  32 era su preferida, el agua de colonia la dejaba para el verano, mucho más fresca pero de aroma más efímero.

También era amante de jabones y geles de baño, de esos que hacen mucha espuma, recrearse en la ducha mientras se enjabonaba detenidamente era uno de sus caprichos, nunca había prisas para su aseo personal pues era limpio y meticuloso hasta límites obsesivos. Los desodorantes eran su otro campo, había probado infinidad de ellos pues Anselmo era de experimentar con todo y los olores eran una de sus debilidades; le fastidiaban en gran medida los anuncios de estos productos en los medios, pues consideraba que hacer creer a la gente que usar uno u otro desodorante podía ser la base de triunfar con las mujeres, era infravalorar la inteligencia de su género.

La brocha y el jabón de afeitar tanto en barra como en espuma, eran sus armas para mantener despejado su rostro de cualquier atisbo de barba, nunca la había llevado como tal pero en ocasiones, si una incipiente sombra facial que avisaba de la fortaleza de su vello; ese aspecto desaliñado cuidadosamente estudiado, se acompañaba de camisa montañera a cuadros y unos jeans envejecidos de marca, por qué Anselmo no era de llevar cualquier cosa.

Así pues perfumado y limpio por dentro, y bien vestido por fuera, Anselmo iniciaba cada una de sus jornadas listo para afrontar cualquier reto; tras tomar su regular desayuno en Le Parissien y leída la prensa más entendida, salía a resolver sus asuntos, que no eran pocos, con la mente despejada. Era rápido en el resolver pues su cabeza gozaba de una agilidad mental digna de envidia, no era de perder el tiempo en negocios ni de alargar los asuntos más allá de su justa medida, por eso a Anselmo se le consideraba una persona eficaz, motivo por el que era requerido continuamente su consejo.

Amigo de comer fuera de casa, frecuentaba un sinfín de restaurantes pero tenía sus preferidos, sabido es que era de gustos selectos y sentirse como en casa en aquellos establecimientos, era fundamental para su bienestar y relajo por tanto, los lugares de frecuentar a diario no eran tantos en su agenda. No era mucho de invitar y quizás ese fuera uno de sus pocos defectos no obstante, era conocido su buen pagar, no escatimando yantares de alto postín y paladar entendido.

Servilletas perfumadas cuando comía mariscó, no debían faltar junto a su plato pues era muy de entretenerse en la limpieza de sus dedos tras cada engullida; en un viaje al Maresme descubrió los calçots y quienes hallan comido ese tipo de producto saben muy bien lo pringoso que pueden quedar manos y boca tras ingerir cada uno de aquellos babosos tubérculos. Protegido como el resto de comensales, detrás de un amplio babero blanco inmaculado con el nombre bordado del conocido restaurante Ca’Telmo, Anselmo atacó una teja de calçots bien asados que iba introduciendo en un cuenco repleto de salsa incierta, una vez bien untados se estiraba el cuello echando hacia atrás la cabeza para alinear boca y esófago, dentro de los cuales y sin tocar pared, iban entrando los pueriles cebollinos hasta desaparecer a la altura del mustio plumero, era como dar pescado fresco a una foca....el mismito gesto.

Anselmo era de probarlo todo en el comer, al igual que en las artes amatorias en las que era un experto doncel, pero tanto en uno como otro campo siempre desplegaba sus normas higiénicas, lavados de manos y buenos aromas eran un ceremonial previo a sus placeres mundanos y esa sensación de limpieza le llevaba al éxito. Anselmo era de modales limpios.