sábado, 29 de octubre de 2016

ATRAPADA EN EL PARAÍSO

El sol salía una vez más en el horizonte del pequeño islote, tan solo roto por la silueta lejana de una brumosa Bora Bora que también despertaba a un nuevo día; la población dejaba atrás una larga semana de lluvia y cielos grises, inusual en aquellas latitudes en donde la luz y el buen tiempo predominaban durante casi todo el año. Como cada mañana Tiaré Marie se preparaba para acudir a la escuela de Vaiae, principal núcleo urbano de la isla, desayunaba un zumo de mango  y restos de pastel de copra hecho por su madre la noche anterior cuando su hermano mayor Jean Paul ya la esperaba inquieto por su tardanza, siempre llegaban con el tiempo justo y eso era motivo de discusiones entre ambos día tras día durante todo el trayecto hasta el pueblo.


La escuela de Vaiae, única en la isla, era un pequeño edificio poco atractivo de dos plantas con grandes ventanales por donde la luz entraba a raudales, un recinto al aire libre anexo a la construcción hacía las veces de patio de recreo en el cual los alumnos jugaban o practicaban algún deporte en sus horas libres. Todas  aquellas tierras del Pacífico Sur se veían con frecuencia azotadas por violentos ciclones tropicales que a su paso arrasaban todo lo que encontraban, en los últimos 200 años aquella región del vasto océano se había visto sometida a la acción de 60 de estos fenómenos naturales, el más devastador en aquella isla tuvo lugar en 1997 el cual cambió la fisonomía del terreno llevándose por delante multitud de casas de ladrillo, con sus balaustradas y jardines, por este motivo muchas de las viviendas actuales eran prefabricadas, traídas de Francia para la reconstrucción de la isla tras aquel funesto mes de noviembre y dejando mucho que desear desde el punto de vista estético en aquel rincón paradisíaco.


Maupiti era una isla de origen volcánico perteneciente al archipiélago de las Islas de la Sociedad en la Polinesia Francesa, situada en la parte más occidental distaba apenas 40 km de Bora Bora motivo por el cual en los días claros podían verse la una a la otra; Maupiti era considerada una réplica de Bora Bora pero de dimensiones mucho más reducidas pues con una extensión de escasos 11 km2 presentaba una configuración muy similar en donde predominaba una isla central que emergía sobre una laguna de aguas poco profundas, rodeada por cinco motus o islotes y una barrera de arrecifes coralinos tan solo interrumpida por un único paso que daba acceso a la isla, el cual en los días de mala mar suponía todo un reto para las embarcaciones.


Tiaré Marie como otros muchos jóvenes de Maupiti ansiaba conocer otros lugares, la isla se le quedaba pequeña y solo deseaba acabar sus estudios para salir de allí y ver mundo; muchos fines de semana se acercaba con sus amigas al pequeño embarcadero de Vaiae a esperar la llegada del Maupiti Express, un ferry que hacía el trayecto entre Bora Bora y su isla un par de veces a la semana; verlo atravesar el paso de Onoiau los días que el mar estaba picado era todo un acontecimiento que muchas veces ponía el corazón en un puño, allí las gentes congregadas recordaban la historia del Manuïa que seis décadas antes naufragó en el paso al ser lanzado por las olas contra el arrecife con el funesto saldo de casi una veintena de muertos. Mucha gente acudía al muelle para alquilar sus bicicletas a los turistas, proporcionarles alojamiento o recoger mercancías para sus negocios, pero también eran muchos los que simplemente se acercaban para curiosear y ver quien llegaba en el barco o soñar, como era el caso de Tiaré Marie, que un día partirían en él.


En la isla había poco que hacer para un joven nativo y lo poco que había Tiaré Marie lo había hecho muchas veces, casi todos los fines de semana cuando no tenía que ayudar a su madre en la confección de los típicos collares de flores que se entregaban a los turistas cuando llegaban a Maupiti por mar o por aire, iba con sus amigos a playa Terei’a situada al otro lado de la isla por lo que el trayecto se convertía en una excursión; aquel lugar recordaba lo que debieron ser las islas de la Polinesia en el pasado, cientos de metros de arenas blancas y rosadas tapizadas por frondosos palmerales y bañadas por las aguas turquesas de la laguna sin un ser humano a la vista; allí se había evitado que la cadena Hilton construyera un resort de lujo tan habitual en aquellas latitudes a pesar de haber puesto un montón de millones sobre la mesa a repartir entre los propietarios pero la población dijo no en una votación histórica.


Tiaré Marie y sus amigos nadaban en las aguas cristalinas del Paso de los Tiburones situado entre playa Terei’a y el motu Auira, el cual con la marea baja podía cruzarse con el agua hasta la cintura convirtiendo la travesía en  toda una aventura al tener muchas veces a la vista, los puntos negros de las aletas dorsales de los pequeños tiburones de arrecife. El motu Auira era el más grande de Maupiti, allí estaba la pensión Auira donde vivía Sara, una amiga de Tiaré Marie hija del propietario del establecimiento, muchas veces cuando iban organizaban alguna comida entre las palmeras donde montaban el típico horno polinesio enterrado en la arena y asaban cochinillos y verduras de la tierra que deleitaban con placer entre risas y bailes tradicionales acompañados por el sonido de los ukeleles.


La isla y sus motus estaba salpicada de pequeñas pensiones donde solían  alojarse los turistas, en Maupiti no había hoteles como tal y estas eran el modelo de establecimiento de hostelería del lugar, tampoco había restaurantes en la isla de manera que las cocinas de la mayoría de pensiones abrían sus cocinas a los nativos y visitantes esporádicos aunque los primeros no eran muy asiduos a esta costumbre. Los turistas solían llegar por  mar en el Maupiti Express o por aire en vuelos de Air Tahiti los cuales aterrizaban en el pequeño aeropuerto situado sobre el motu Tuanai, embarcaciones de las diferentes pensiones recogían a sus huéspedes en un pintoresco edificio y los trasladaban a través de la laguna hasta sus destinos definitivos.


Otra de las diversiones del grupo de amigos de Tiaré Marie era subir al Hotu Parata, un macizo rocoso de basalto negro cortado a pico sobre la aldea en el cual abundaban las cuevas utilizadas como refugio por una  gran variedad de aves; coger huevos frescos que luego cocinaban en la playa o llevaban a sus casas era otra de las formas de matar el tiempo libre que en la isla les sobraba. Desde la cumbre de la gran roca o aún mejor si subían al monte Teurafaatiu de 380 metros y techo de Maupiti, podían observar a la vecina Bora Bora y más allá de esta en los días claros las siluetas de Taha’a y Raiatea lo cual volvía a llevar sus mentes lejos de la laguna que rodeaba su isla.



Tiaré Marie se sentía atrapada en el paraíso, aquel por el que soñaban las gentes venidas de todas las partes del mundo y que ella veía llegar todas las semanas envidiándolas en su partida; veía a la gente adulta de la isla dedicada en su mayoría a trabajar las plantaciones de sandías o árboles del pan y no estaba dispuesta a que ese fuera su futuro, ella volaría alto y descubriría el mundo existente más allá de su barrera de coral, más allá de su archipiélago, más allá de su inmenso océano Pacífico.

sábado, 22 de octubre de 2016

DESOCUPADO Y ABURRIDO

Eran las cuatro, aquel hombre tenía toda la tarde por delante y no sabía que hacer, se puso delante del ordenador y esperó alguna ocurrencia con la que llenar su tiempo; entró en internet para ver el saldo de sus cuentas, los dineros mermaban como las finas arenas escapando en un reloj de arena, comprobó unas cifras e hizo unos cálculos antes de salir de la aplicación e ir a otra cosa. Un poco más tarde tecleaba su contraseña del facebook y esperaba ver aparecer la página de inicio, cuando esta hizo acto de presencia leyó los últimos comentarios hechos a una foto colgada por la mañana, también escribió alguna réplica intrascendente con la que colaborar en la red social tan de moda en estos tiempos.

A las cinco ya estaba harto pero aun le quedaban por llenar tres largas horas de un tiempo robado al ocio, su hermana entró en el despacho cargada con los cachivaches de costumbre, tenía que ajustar una rodillera ergonómica de última generación que colocaría a la mañana siguiente, él continuó frente al ordenador aporreando su teclado. Decidió iniciar un nuevo relato al que no puso nombre por el momento, en el escribía sobre un tipo que no sabía en que emplear las horas de una tarde, largos momentos de un aburrido tiempo sin una dedicación concreta; el tipo en cuestión sentado frente a su ordenador tonteaba buscando cosas en internet, indagando en su facebook, mirando su correo electrónico, al final decidió crear un documento en blanco y ponerse a escribir.

Ya rozaban las seis cuando el tipo del relato iniciaba su prosa describiendo el aburrimiento de un individuo que debía pasar una tarde tras su mesa en un despacho anónimo, no sabía que hacer pues no tenía obligaciones que cumplir, las cuatro horas que tenía por delante se le hacían insufribles y el tiempo pasaba despacio. Miraba la pantalla de su ordenador esperando ver aparecer una idea, un objetivo, una misión que cumplir; el tiempo empezó a correr cuando se sumergió en la red de redes, consultó sus saldos, curioseó su facebook, indagó en su buzón de correo y al final acabó repasando su carpeta de imágenes, fotos vistas una y otra vez, fotos de instantes especiales, de lugares nostálgicos, de rostros queridos. Pasado un rato cerró aquel apartado y escribió en el blanco de su pantalla: “Eran las cuatro, tenía toda la tarde por delante y no sabía que hacer…”


 Su hermana acabó de ajustar los cierres de la rodillera y tras guardarla en una bolsa salió del despacho para continuar con su faena, él quedó solo frente a su ordenador sin saber como continuar aquel curioso relato; los minutos pasaban pero para él el tiempo no corría y no sabía como continuar, aun no eran las seis y media. El hombre del tercer relato al igual que su antecesor en el segundo, se hallaba bloqueado por el aburrimiento extremo en el que se había convertido su vida, todos ellos eran clones de un modelo vital vacío de esencia y por tanto condenado al fracaso. Harto de aquella situación apagó su ordenador y acto seguido todos aquellos hombres detuvieron sus relatos desapareciendo en la oscuridad de su pantalla.

El día anterior al igual que lo sería el siguiente había tenido la misma tónica, la monotonía se cebaba con una vida intrascendente y anodina que instalada en una mente prisionera de un cuerpo anárquico, ocupaba un espacio vital prestado por el tiempo; sus raíces lo lastraban a un entorno limitado, el mismo en el que había crecido, el único que conocía desde que sus ojos vieron la luz. Observar las mismas caras un día tras otro lo asqueaba y las cuatro paredes grises entre las que convivía le asfixiaban de manera angustiosa.

A través de su teclado intentaba evadirse siempre que podía pero algunas tardes como aquella, su mente se bloqueaba ante tantos minutos por digerir, aquellos interminables periodos de aburrimiento no encontraban consuelo en historias ficticias ni en viajes cósmicos, así pues en esos días no quedaba otra que mantenerse firme frente a su pantalla de plasma perdiéndose entre un mundo de enlaces a la búsqueda de un resquicio por el que sorprenderse una vez más, quizás la última.

sábado, 15 de octubre de 2016

CALLE MOJADA, CAJÓN VACÍO

Cuánta razón tenía el viejo refrán, estaba comprobado que en cuanto caían unas gotas el local se quedaba vacío, la gente reacia a salir lo hacía lo meramente indispensable dejando muchos compromisos para otros  momentos más benévolos y así el negocio se resentía. Tras una semana de fiestas también afectadas por el mal tiempo, llegaban las verdaderas lluvias, nada de chirimiri, lluvia de verdad, la de calar ropas y terrenos, la de inundar bajos y túneles, la de sacar ríos de sus cauces…

El personal que solía acudir  al establecimiento era de desplazamiento difícil o al menos precario, restringido podría decirse; eran de andar o rodar comprometido, estando muy influido este por el estado de las infraestructuras, en estas circunstancias la lluvia y el mal tiempo en general eran un hándicap añadido a su debilitada existencia, motivo por el cual se cuidaban muy mucho de riesgos innecesarios.

En días de naturaleza  turbia como el que había amanecido, no quedaba otra que mirarse a las caras esperando la irrupción del despistado de turno, el valiente o inconsciente que había decidido hacer frente a los elementos, al que no le preocupaban las  inclemencias climatológicas y que cuando llegaba te soltaba con una sonrisa el sainete de a mal tiempo buena cara; él era mi héroe, un Lancelot rodante o de andar precario que se abría camino a través de un entorno hostil luchando por su comanda.


La tienda solía estar vacía en días como ese, el miedo a resbalar por parte de los potenciales clientes, era otro de los peligros a evitar; los suelos mojados, los charcos, el viento y las nubes descargando el contenido de sus vientres algodonosos eran mucho enemigo contra el que luchar, mejor mantenerse a resguardo en la retaguardia de nuestro hogar y dejar pasar la batalla climatológica. El resultado era un cajón vacío y seco que ya de por si era difícil llenar, los tiempos no acompañaban y todo eran dificultades, cada día una sorpresa a la que enfrentarse, un nuevo reto que superar.


Y la lluvia seguía cayendo, buen inicio del otoño, frío y chubascos después de un verano atípico con temperaturas inusualmente irregulares; anunciaban una estación cálida, demasiado cálida para lo acostumbrado pero a la vista de cómo estaba el día nadie podía imaginárselo. Tan solo quedaba esperar a que escampara pero la jornada ya estaba echada a perder pues cuando la calle se mojaba, la economía se resentía y con esta todos los engranajes del sistema productivo de aquel peculiar establecimiento y las gentes que lo hacían avanzar, eran las malas jugadas de los hados que en su capricho diario marcaban la vida y la muerte de unos peones predestinados al sufrimiento.

sábado, 8 de octubre de 2016

COLAPSO TOTAL

La herida se hacía más y más grande, no se veía pero el mal crecía en su interior arrasando todo lo que encontraba; el verano se había torcido y amenazaba con graves secuelas. Hacía días que su boca tenía un sabor extraño, la lengua era un estropajo seco y áspero incapaz de tragar más pastillas y ni siquiera la continua ingestión de líquidos conseguía suavizarla.

Las sábanas calientes durante las tórridas noches estivales eran un mal al que debía someterse cada jornada, nada conseguía enfriarlas y en ese ambiente sáunico conciliar el sueño era un imposible. El tic tac del tiempo durante esas noches avanzaba a pasos de tortuga y durante ellas la mente repasaba una y otra vez los derroteros de una vida echada a perder cuyas consecuencias habían sido ganadas a pulso.

Sus despertares eran cuanto menos molestos, con la piel cubierta por una fina capa de sudor pegajoso y frío, salía de la piltra destemplado y roto como un juguete desechado por el uso. Podía pasar horas encogido como un ovillo esperando recuperar un resquicio de templanza pero esta muchas veces se hacía esperar no apareciendo hasta la caída del día, en esa situación sus jornadas se convertían en un tormento añadido a su ya precario estado de ánimo.

Bajo un sol abrasador podía no encontrar el sosiego que su piel necesitaba, el mal que anidaba en su interior no se saciaba con nada y cada vez pedía más, ya no sabía que hacer para contentarlo y que le diera un momento de reposo. El alien Tato, como empezó a llamarlo, se había convertido en parte de su yo, una parte cruel e incansable que lo convulsionaba y retorcía llevándolo al límite de su resistencia con seria amenaza de partirlo en dos o eventrarlo en más de una ocasión.

A medida que se aproximaba la fecha del regreso a la ciudad, sus energías iban disminuyendo al tiempo que una luz de alarma iba incrementando la intensidad de su brillo; todo estaba por hacer, todo por decidir y una revisión exhaustiva se hacía necesaria para descartar el origen de tan molesto visitante. Había alcanzado el 4 en una escala de 5 y el tiempo corría en su contra desde hacía meses sin encontrar nada que frenara su avance, Tato había tomado las riendas de su destino y este no pintaba nada bien.

Con el fin de  cada temporada su mundo se desmoronaba, su entorno próximo se deterioraba a marchas forzadas sin nada que pudiera impedirlo pues al paso de los años nada puede interponerse; había llegado el momento de tomar medidas que paliaran en lo posible la situación a la que debía enfrentarse en adelante pero no era fácil, ellas implicaban un cambio drástico en su vida, un nuevo planteamiento existencial y asumir sus consecuencias pero ya no había tiempo que perder, debía buscar soluciones.

Con la amenaza de un colapso total a su precaria vida escribía unas últimas reflexiones en el viejo diario, allí quedarían olvidadas y ocultas a la vista de todos para quienes él no existió; los que lo conocieron no lo echarían de menos por que la vida no te da tiempo a echar la mirada atrás y quien lo hace corre el riesgo de caer por el precipicio.


Una última mirada antes de abandonar el entorno que había habitado en los pasados meses, fue suficiente para que su pesada carga aumentara de forma considerable, adentrarse por los caminos que lo devolverían a la realidad minaba su ánimo y con él bajo mínimos, le tocaba afrontar una nueva temporada de acontecimientos inciertos y seguramente malsanos. Era la vida que le había tocado vivir.

sábado, 1 de octubre de 2016

EL MONJE BARTOLO

Ludópata y borrachín, Bartolo era de armas tomar; había tomado los hábitos en Sigüenza y desde entonces rompía un voto tras otro amparándose en su flojedad de espíritu, no sin el propósito de enmendar su carácter disoluto a través de la penitencia. Tenía acobardado a su prior el cual veía en Bartolo, a un alma descarriada de su rebaño que necesitaba ser conducida por el buen camino; era voluntarioso pero inconstante donde los haya, simpático hasta la saciedad aportaba la chispa de alegría que le faltaba a aquel pequeño monasterio.

El joven monje era despistado y raro el amanecer en el que no se le pegaban las sábanas saliendo a medio vestir de su celda para no llegar tarde al rezo de maitines; sabido era de todos que Bartolo tenía un canto fino, su voz aflautada no había cambiado con la pubertad y esto lo hacía  pieza clave en el coro que entonando sus cánticos gregorianos, se había hecho famoso recorriendo todo el país. Aquellos viajes le gustaban a Bartolo, era muy de mirar por las ventanillas y acostumbrado como estaba, al claustro y las cuatro dependencias de su viejo monasterio, sus ojos se abrían como platos cuando cruzaban campiñas y ciudades.

Era asiduo a rondar las cocinas, muy dado a sisar de la despensa al menor descuido del hermano cocinero el cual rabiaba cada vez que veía una falta en sus alacenas, sabedor de quien había sido el causante del hueco creado; Bartolo era el benjamín del priorato aunque ya había cumplido los veinte, todos esperaban el día en que asentara las madejas que andaban sueltas dentro de su cabeza y su comportamiento diera un giro radical acorde con la vida que entre aquellos muros se llevaba, pero aquel día no llegaba.


Bartolo nunca había visto el mar, nacido en un pequeño pueblo manchego solo salió de él para ir a Sigüenza y de ahí al monasterio con escasos quince años; una mañana todos los monjes andaban un tanto revolucionados haciendo pequeños corrillos por pasillos y alrededor del claustro. A Bartolo la noticia le llegó el último pues por algo él era siempre el último en llegar a todo; al coro le había salido un bolo en la ciudad costera de Benidorm y todos andaban como locos ante la expectativa del viaje a un lugar del que tanto se hablaba desde principios de los 70. Con el hábito a medio poner y el cordón que hacía las veces de cinturón mal ajustado, salió de su celda con las sandalias en la mano y su característica sonrisa bobalicona en los labios.

─ ¿Qué pasa, que acontece hermanos en esta mañana del señor? Preguntaba a todo quien se cruzaba en su camino.
─ Designios divinos Bartolo, nos vamos a Benidorm. Le contestaban unos y otros exultantes de alegría.

Bartolo, sin perder la sonrisa matutina, no acababa de ajustar la idea en su cabeza, había visto algunas fotos de esa ciudad en revistas que a veces dejaban en las cocinas quienes venían a abastecer la despensa, su mente se llenó con imágenes de sol, playas y biquinis, cientos, miles de biquinis sobre pieles sonrosadas y a medio quemar que pronto le dieron picazón por todo el cuerpo. El coro actuaría en el auditorio de Benidorm y él era su voz más significada, todas las miradas estarían puestas en su humilde figura y eso empezó a angustiarle.


Pasaron las semanas y llegó el gran día, el autobús esperaba en la puerta del monasterio a primera hora de la mañana, como era costumbre cuando salían de gira; el ánimo estaba por las nubes en aquel grupo de monjes que a medida subían y ocupaban sus asientos, se sentían eufóricos y emocionados, el ambiente era distinto al de otros viajes. El coro lo formaban quince voces y un hermano director entrado en años que exigía lo mejor de cada uno, siendo el artífice de que el grupo sonara como lo hacía; el autobús partió con las primeras luces de la mañana, cruzando los campos de España en dirección a la costa mediterránea donde en unas horas volverían a encontrar la gloria.

A media tarde llegaban a las afueras de Benidorm, desde mucho antes de llegar vieron el perfil inconfundible del skyline de la ciudad, sus rascacielos imposibles jugaban con las nubes mientras a sus pies una alfombra de cemento y vida, abrazaba las dos grandes bahías; entraron por la Avenida Alfonso Puchades y todo a su alrededor vibraba actividad, llegaron a la Avenida Rey Jaime I con los ojos desorbitados por tanto bullicio, acostumbrados a la soledad de su claustro no salían de su asombro, cada vez más cerca de su destino.

El grupo de monjes tenía reservadas habitaciones en un pequeño hostal del casco urbano próximo al gran parque donde se ubicaba el Auditorio Julio Iglesias, lugar del recital, acostumbrados a la austeridad cualquier pequeño lujo era toda una novedad, en sus giras por provincias solían alojarse en conventos o residencias religiosas más acordes a su estilo de vida pero esta vez, el establecimiento adjudicado era ajeno a credos y dioses. Entrar o salir implicaba verse rodeado por una vorágine desinhibida de pieles morenas y generosas que mostrando su desnudez, a veces de forma impúdica, sacaban los colores a la pequeña congregación de santurrones venidos de tierra adentro. Bartolo era feliz y ya no sabía a donde mirar, estaba en edad de desear y por mucho que flagelara sus partes íntimas, no conseguía apartar de su cabeza aquellas sugerentes curvas que abundaban por doquier; labios, pechos, nalgas, muslos y caderas, todo atormentaba la mente de Bartolo desde el mismo momento en que sus sandalias pisaron el suelo de Benidorm.


El concierto era a las nueve y debían estar allí un par de horas antes para un ensayo de sonido, tras unas oraciones en la sala que tenían adjunta a sus habitaciones, el coro estuvo listo para partir. Cuando llegaron ya había gente en las inmediaciones del auditorio, mucha más de la que esperaban, eso les sorprendió y a Bartolo se le hizo un nudo en el estómago, su momento se acercaba y el hábito no le tocaba el cuerpo, sus manos nerviosas no dejaban de manosear el cordón que anudaba su cintura en cuyo extremo bailaba un tosco crucifijo de madera muy desgastado, herencia del hermano Simón, fallecido la primavera anterior. Era costumbre enterrarlos con el hábito y su crucifijo, estos lo habían intercambiado poco antes de la muerte del primero en señal de amistad eterna, durante el largo viaje al paraíso cada uno llevaría el crucifijo del otro.


Llegó la hora, el escenario los esperaba y tras anunciarlos un gran aplauso surgió de las miles de almas que se agolpaban en sus asientos, ansiosas por escucharlos; las gargantas coreaban sus nombres pues a pesar de su misticismo y aislamiento, eran más conocidos de lo que pensaban. Aquel grupo de monjes benedictinos nunca lograba superar el miedo escénico y Bartolo era el que peor lo llevaba de todos; el silencio inundó aquel auditorio y un coro de voces tomó el protagonismo del lugar, su canto gregoriano se dejó sentir llegando a lo más profundo de aquellas miles de almas que, atónitas por sus acordes y ritmo monótono pero profundo, habían sido hipnotizadas. La voz de pajarillo triguero de Bartolo, destacó en la entrada de un canto sacro muy particular y todo el auditorio se vino abajo con sus aplausos al concluir, lo habían vuelto a conseguir y esta vez en una tierra donde el demonio y las tentaciones campaban a sus anchas sin medida ni control.