Aquel rostro hervía por sus cuatro costados, apenas llevaba
una semana en el pueblo costero al que solía acudir cada verano y los estigmas
dérmicos ya se cebaban con su cuerpo, cada año era peor y el sol fusilaba su
piel sin piedad dejándola seca como un papiro egipcio. Su mente no estaba mucho
mejor pues el ánimo en los últimos tiempos andaba plagado de brechas como un
campo de batalla surcado de trincheras, cadáveres y bruma.
Las noches las pasaba buscando una parcela de frescor sobre
sus sábanas recalentadas, el ir y venir de un extremo a otro no cesaba y ya
entrado el amanecer de un nuevo día, su cuerpo estaba roto por tanto ejercicio
nocturno. La ola de calor duraba ya varias semanas y las gentes no acostumbradas
a ello, reventaban sus aparatos de aire acondicionado abusando de su potencia;
salir a la calle era todo un acto de fe, buscar la arena y tumbarse al sol un
suicidio dérmico.
Con el rostro descompuesto, la piel tirante como la de una
pandereta y acuciado por un prurito inconsolable, cualquier gesto era una
proeza plena de esfuerzo y sufrimiento, aquella facies estaba detenida en el
tiempo como la de una figura de cera y una expresión imperturbable se había
instalado en aquel hombre de mirada triste.
Era su particular suplicio y con el intentaba purgar su
desperdiciada existencia, aquel corazón amaba lo inamable pero durante años no
lo supo, ahora aquel amor quedó como una anécdota de su juventud marchita.
Aquellos resecos surcos en la piel de su cara, se habían convertido en el cauce
de sus lágrimas las cuales regaban profusamente aquel desierto dérmico carente
de expresión.
La mirada triste bajo aquellos párpados caídos era el peaje
de una vida llena de hechos indeseados, de un trayecto tortuoso lleno de
limitaciones y deseos inalcanzables; los escasos momentos de luz e ilusión
fueron eclipsados por las brumas de la realidad, una realidad en la que su vida
se fue consumiendo como un cigarrillo mal apagado. La mirada perdida de aquel
rostro herido, veía imágenes muy lejanas a su entorno próximo, los azules
turquesa de aquellos lugares contrastaban con los grises y negros del espacio
físico que lo rodeaba.
Escapar a aquellas tierras lejanas aunque tan solo fuera con
la imaginación, le inyectaba un soplo de aire fresco y le ayudaba a mantener la
cordura; la visión de la laguna de aguas cristalinas a través del palmeral
mecido por la brisa de ultramar, le confería nuevas fuerzas para aguantar un
día más, quizás el último. Cerraba los ojos y era capaz de saltar los tres
mares posando sus pies sobre las finas arenas de una isla coralina perdida en
mitad del Pacífico, allí el tiempo tenía otro ritmo y el transcurrir de cada
jornada venía marcado por los astros.
Entre sorbo y sorbo de ese paraíso inalcanzable, su rostro
herido se relajaba dejándose llevar por las idílicas imágenes atrapadas en su
cabeza; pronto estas desaparecerían y una vez más la congestión, la tirantez y
el prurito volverían a hacerse patentes devolviéndolo a su triste y agónica
realidad. El contraste entre la luz de aquellas tierras y la oscuridad de su
existencia lo llevaba a deambular intentando huir de su mundo convertido en los
últimos tiempos en prisión inexpugnable; detenerse cada mañana delante de los
mismos muros le recordaba quien fue y le martirizaba al ver en quien se había
convertido.
Con la caída del sol volvía a casa tras una jornada más
carente de sentido, unas horas vacías de contenido, un tiempo robado al resto
de su existencia; el rostro herido sufría en silencio lo físico y lo anímico
sin hallar consuelo en un mañana que se prometía de lo más incierto. Aquel
rostro de ojos hundidos y tristes había vivido las grandezas y limitaciones de
la vida, su memoria almacenaba miles de imágenes perdidas en el recuerdo,
lugares lejanos, amores prohibidos, negocios fallidos, encuentros inesperados,
amistades olvidadas… todo ello formaba su línea vital y ahora, a punto de
concluirla, nada de todo aquello tenía sentido.
Rascaba aquella piel encendida sin encontrar el consuelo, la
comezón lo consumía las veinticuatro horas del día y solo la aplicación
reiterada de ungüentos, aliviaba por unos minutos su desazón. Aquel estigma
dérmico marcaba sus rutinas, sus relaciones y su descanso; toda su vida giraba
en torno a aquella cubierta reseca y congestionada que envolvía su rostro,
aquel rostro herido había venido al mundo para sufrir.