Era una mujer de misa diaria, a veces dos, los
santos oficios y todo lo relacionado con ellos eran su vida por qué Nicolasa
era muy de rezar y ayudar en la iglesia de su pueblo; en su vida diaria
regentaba una pequeña tienda familiar de artículos religiosos y allí podías
encontrar desde una tabla policromada de San Esteban hasta una reproducción en
cera de los pechos cortados de Santa Lucía, todo era místico y espiritual en La
Milagrosa, que así se llamaba el pequeño comercio.
Murones de la Ollería era el pueblo donde
Nicolasa había nacido hace cuarenta y tantos años en el seno de una familia católica
y practicante en exceso, cada rincón de su casa desprendía una obsesiva
religiosidad en la que parecían estar encantados todos los miembros de la saga
de los Carmona. Pertenecía a la Cofradía de las Hermanas Vestidoras de la
Virgen del Suplicio, patrona de la población cuya fiesta grande se celebraba
por todo lo alto el segundo domingo de septiembre y allí ella volcaba toda su
devoción con la que era su guía en la vida, Gertrudis la asaetada, hoy Virgen
del Suplicio.
Solía madrugar y echaba unas oraciones con las
primeras luces de cada amanecer, ese era su primer encuentro con el Señor cada
jornada aunque este siempre estaba presente en todos sus actos; Nicolasa era de
fácil escandalizar motivo por el que los chiquillos del pueblo sabedores de su
beaturrez extrema, le gastaban bromas subidas de tono o le dejaban dibujos
obscenos en la puerta de su tienda, ella se hacía cruces aceleradamente a
medida que retiraba las impúdicas imágenes procurando que nadie más las viera.
En cierta ocasión llegó al pueblo una troupe de
variedades, algunas de las mozas que la componían enseñaban demasiada carne en
el espectáculo para el gusto de las hermanas vestidoras y estas iniciaron una campaña de acoso y
derribo a lo que consideraban las malas artes del diablo para corromper e
incitar en los pecados de la carne a las gentes de aquel pacífico y tranquilo
villorrio; obviamente el párroco estuvo de su parte y entre todos echaron al
traste con uno de los pocos acontecimientos que llevaban algo de vidilla a la
cada vez más escasa juventud de Los Murones.
Nicolasa no era muy de higiene corporal,
básicamente por qué consideraba impura la desnudez del cuerpo y por tanto las
aguas limpiadoras nunca alcanzaban con la frecuencia que sería necesaria,
aquellas zonas de su cuerpo consideradas armas del pecado; Nicolasa era muy
estricta con sus creencias y las llevaba a la práctica hasta límites
insospechados, ella se consideraba junto a sus compañeras de hermandad,
guardiana de la moral en Murones de la Ollería y sus alrededores, y su papel
era reconocido por los altos estamentos de la población a pesar del recelo que
creaban entre muchos de sus vecinos. Nicolasa era recta y pulcra en su
proceder, nada la apartaba del camino que los ángeles habían marcado para ella,
atrincherada tras el recio mostrador de La Milagrosa departía con su clientela
sobre cualquier tema del día a día municipal, las noticias del corazón tan de
moda en los últimos años, estaban vetados en aquel local pues en ellas estaba
implícito el pecado de la carne así como otros instintos marginales y
condenados en los libros santos.
Flora, miembro de la hermandad, era asidua de
La Milagrosa, raro era el día que no se dejaba caer por allí; ambas mujeres
repasaban y se ponían al día del orden espiritual de Los Murones y tomaban nota
de cualquier aptitud sospechosa que pudiera tener cualquiera de los vecinos y
que la Iglesia debiera saber, no tardando en ir a contarlo al párroco, custodio
de la moral municipal, que en su homilía del domingo se cebaría con el aludido.
Siempre había un chisme nuevo sobre el que conversar, veían pecados en hechos
intrascendentes, en miradas distraídas, en frases inacabadas… eran como la
Inquisición trasladada al siglo XXI en un pueblo anclado en el XIX; por suerte
no contaban con el poder del tormento y la hoguera, sus cuitas quedaban en
reproches de callejuela, miradas de desaprobación e intento de escarnio
público, el cual adquiría tintes bulliciosos a poco que se juntaran varias de
las vestidoras de la Virgen.
El verano anterior se había destapado un caso
de adulterio, a Ramona la cantinera la habían pillado unos niños yaciendo en el
cobertizo de la era sur, a las afueras del pueblo, con un comerciante que
visitaba Murones con regularidad para atender a sus clientes; los críos
hicieron correr la noticia como la pólvora y esta no tardó en llegar a oídos de
Nicolasa, la cual vio una oportunidad de oro para iniciar su cruzada en favor
de la castidad y el pudor carnal, exaltando el adulterio como vehículo del
diablo para arrastrar a las almas al infierno. Aquel escándalo hizo temblar los
cimientos de Murones y aquel núcleo de beatas se ensañaron con Ramona que acabó
por abandonar a Ildefonso, su marido, y dejar el pueblo siguiendo los pasos de su
amante, con ello Nicolasa y sus pérfidas amigas grabaron una muesca más en el
mango de su gastado y venerado crucifijo.
A pesar de todo, la vida transcurría sin
sobresaltos en Los Murones y cada día era igual al anterior, la monotonía
estaba implícita en aquel núcleo urbano olvidado por todos y solo Nicolasa y
sus compañeras de hermandad veían conflictos de moral en las cosas más
superfluas, ellas eran el último bastión contra el infiel quien quería
arrebatarles el verdadero credo, eran el muro de Adriano que resistía los embates del pagano y sus
artes satánicas, el grial que protegía a Murones del hereje venido de fuera que
pretendía contaminar la pureza de sus gentes; la Hermandad de las Vestidoras
había hecho cruzada contra el mal y aun siendo ignoradas por sus vecinos, ellas
perseveraban en mantener en la auténtica Fe al pueblo donde vivían.
Había que mantener a salvo del mal virgos,
almas y conciencias, huir de las tentaciones terrenales por cualquier medio,
seguir los mandatos divinos sin cuestionar su procedencia y una vez en gracia
de Dios, encomendarse a una vida austera, sin alardes ni caprichos
superficiales, solo así imitando la vida de tantos y tantos santos, llegarían a
encontrar la pureza de espíritu en un alma clara a los ojos del altísimo. Con
estas premisas estaba claro que la beata Nicolasa y su grupo de mojigatas,
tenían mucha faena por hacer en un tiempo de aperturas y múltiples influencias
tecnológicas consideradas por ellas la mano del diablo.
El pueblo de Los Murones tendría en ellas la
Tizona contra el infiel salvaguardando las costumbres cristianas y manteniendo
en la verdadera fe al rebaño que allí habitaba, pero habría que preguntarse si
realmente Los Murones quería tener a ese grupo de templarias obsoletas
defendiendo su fe y sus valores cristianos pues estos, en los tiempos que
corrían y por más que pesara al párroco, no eran practicados ya por nadie.
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