sábado, 4 de junio de 2016

LA BEATA NICOLASA

Era una mujer de misa diaria, a veces dos, los santos oficios y todo lo relacionado con ellos eran su vida por qué Nicolasa era muy de rezar y ayudar en la iglesia de su pueblo; en su vida diaria regentaba una pequeña tienda familiar de artículos religiosos y allí podías encontrar desde una tabla policromada de San Esteban hasta una reproducción en cera de los pechos cortados de Santa Lucía, todo era místico y espiritual en La Milagrosa, que así se llamaba el pequeño comercio.

Murones de la Ollería era el pueblo donde Nicolasa había nacido hace cuarenta y tantos años en el seno de una familia católica y practicante en exceso, cada rincón de su casa desprendía una obsesiva religiosidad en la que parecían estar encantados todos los miembros de la saga de los Carmona. Pertenecía a la Cofradía de las Hermanas Vestidoras de la Virgen del Suplicio, patrona de la población cuya fiesta grande se celebraba por todo lo alto el segundo domingo de septiembre y allí ella volcaba toda su devoción con la que era su guía en la vida, Gertrudis la asaetada, hoy Virgen del Suplicio.


Solía madrugar y echaba unas oraciones con las primeras luces de cada amanecer, ese era su primer encuentro con el Señor cada jornada aunque este siempre estaba presente en todos sus actos; Nicolasa era de fácil escandalizar motivo por el que los chiquillos del pueblo sabedores de su beaturrez extrema, le gastaban bromas subidas de tono o le dejaban dibujos obscenos en la puerta de su tienda, ella se hacía cruces aceleradamente a medida que retiraba las impúdicas imágenes procurando que nadie más las viera.

En cierta ocasión llegó al pueblo una troupe de variedades, algunas de las mozas que la componían enseñaban demasiada carne en el espectáculo para el gusto de las hermanas vestidoras  y estas iniciaron una campaña de acoso y derribo a lo que consideraban las malas artes del diablo para corromper e incitar en los pecados de la carne a las gentes de aquel pacífico y tranquilo villorrio; obviamente el párroco estuvo de su parte y entre todos echaron al traste con uno de los pocos acontecimientos que llevaban algo de vidilla a la cada vez más escasa juventud de Los Murones.

Nicolasa no era muy de higiene corporal, básicamente por qué consideraba impura la desnudez del cuerpo y por tanto las aguas limpiadoras nunca alcanzaban con la frecuencia que sería necesaria, aquellas zonas de su cuerpo consideradas armas del pecado; Nicolasa era muy estricta con sus creencias y las llevaba a la práctica hasta límites insospechados, ella se consideraba junto a sus compañeras de hermandad, guardiana de la moral en Murones de la Ollería y sus alrededores, y su papel era reconocido por los altos estamentos de la población a pesar del recelo que creaban entre muchos de sus vecinos. Nicolasa era recta y pulcra en su proceder, nada la apartaba del camino que los ángeles habían marcado para ella, atrincherada tras el recio mostrador de La Milagrosa departía con su clientela sobre cualquier tema del día a día municipal, las noticias del corazón tan de moda en los últimos años, estaban vetados en aquel local pues en ellas estaba implícito el pecado de la carne así como otros instintos marginales y condenados en los libros santos.


Flora, miembro de la hermandad, era asidua de La Milagrosa, raro era el día que no se dejaba caer por allí; ambas mujeres repasaban y se ponían al día del orden espiritual de Los Murones y tomaban nota de cualquier aptitud sospechosa que pudiera tener cualquiera de los vecinos y que la Iglesia debiera saber, no tardando en ir a contarlo al párroco, custodio de la moral municipal, que en su homilía del domingo se cebaría con el aludido. Siempre había un chisme nuevo sobre el que conversar, veían pecados en hechos intrascendentes, en miradas distraídas, en frases inacabadas… eran como la Inquisición trasladada al siglo XXI en un pueblo anclado en el XIX; por suerte no contaban con el poder del tormento y la hoguera, sus cuitas quedaban en reproches de callejuela, miradas de desaprobación e intento de escarnio público, el cual adquiría tintes bulliciosos a poco que se juntaran varias de las vestidoras de la Virgen.

El verano anterior se había destapado un caso de adulterio, a Ramona la cantinera la habían pillado unos niños yaciendo en el cobertizo de la era sur, a las afueras del pueblo, con un comerciante que visitaba Murones con regularidad para atender a sus clientes; los críos hicieron correr la noticia como la pólvora y esta no tardó en llegar a oídos de Nicolasa, la cual vio una oportunidad de oro para iniciar su cruzada en favor de la castidad y el pudor carnal, exaltando el adulterio como vehículo del diablo para arrastrar a las almas al infierno. Aquel escándalo hizo temblar los cimientos de Murones y aquel núcleo de beatas se ensañaron con Ramona que acabó por abandonar a Ildefonso, su marido, y dejar el pueblo siguiendo los pasos de su amante, con ello Nicolasa y sus pérfidas amigas grabaron una muesca más en el mango de su gastado y venerado crucifijo.

A pesar de todo, la vida transcurría sin sobresaltos en Los Murones y cada día era igual al anterior, la monotonía estaba implícita en aquel núcleo urbano olvidado por todos y solo Nicolasa y sus compañeras de hermandad veían conflictos de moral en las cosas más superfluas, ellas eran el último bastión contra el infiel quien quería arrebatarles el verdadero credo, eran el muro de Adriano que resistía los embates del pagano y sus artes satánicas, el grial que protegía a Murones del hereje venido de fuera que pretendía contaminar la pureza de sus gentes; la Hermandad de las Vestidoras había hecho cruzada contra el mal y aun siendo ignoradas por sus vecinos, ellas perseveraban en mantener en la auténtica Fe al pueblo donde vivían.

Había que mantener a salvo del mal virgos, almas y conciencias, huir de las tentaciones terrenales por cualquier medio, seguir los mandatos divinos sin cuestionar su procedencia y una vez en gracia de Dios, encomendarse a una vida austera, sin alardes ni caprichos superficiales, solo así imitando la vida de tantos y tantos santos, llegarían a encontrar la pureza de espíritu en un alma clara a los ojos del altísimo. Con estas premisas estaba claro que la beata Nicolasa y su grupo de mojigatas, tenían mucha faena por hacer en un tiempo de aperturas y múltiples influencias tecnológicas consideradas por ellas la mano del diablo.



El pueblo de Los Murones tendría en ellas la Tizona contra el infiel salvaguardando las costumbres cristianas y manteniendo en la verdadera fe al rebaño que allí habitaba, pero habría que preguntarse si realmente Los Murones quería tener a ese grupo de templarias obsoletas defendiendo su fe y sus valores cristianos pues estos, en los tiempos que corrían y por más que pesara al párroco, no eran practicados ya por nadie.

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