sábado, 7 de mayo de 2016

LA NEGRA MATILDA

De andares sinuosos y carácter zalamero, aquella mujer entrada en años se hacía de querer; siempre tenía una sonrisa en los labios o un buen gesto con el que suavizar los problemas, sabía escuchar y era de dar buenos consejos a aquellos que se los pedían. Matilda era un ser entrañable que en su Costa de Marfil natal, había ejercido de madame en una casa de vida alegre, sus pupilas la tenían en gran estima pues siempre había actuado con ellas como una madre; era cortés con su personal, correcta en sus exigencias y justa en el reparto de las ganancias que la casa generaba.

La vida de Matilda no había sido fácil, nacida en una familia humilde en la que se carecía de casi todo vivió hasta hacerse mujer; con su primera regla recién vertida decidió que aquella no era la vida que quería vivir y marchó a la ciudad con la cabeza llena de ilusiones. Acostumbrada a su pequeño pueblo donde no había luz eléctrica y surtirse de agua implicaba caminar más de un kilómetro hasta llegarse al río, las luces y tráfico de la capital la tenían hipnotizada desde el primer momento en que puso el pie en el suelo al bajarse del autobús; venida de un ambiente de silencio silvestre todo ruido la sobresaltaba entrando en un carrusel asustadizo de pálpitos incontrolados al que le costó acostumbrarse.

Era confiada y creía en la bondad de la gente pues los vecinos de su aldea, los únicos con quien se había relacionado, eran una gran familia y todos se ayudaban a pesar de las enormes carencias; pronto descubriría Matilda que la vida era cruel y despiadada, y lo haría de la forma más traumática para una niña de catorce años sin mundo a sus espaldas. Fue al día siguiente de llegar a la gran ciudad, engañada ya en la misma estación, se dirigió a una dirección que le dieron con la seguridad de que allí encontraría trabajo pues siempre buscaban chicas que atendieran un negocio de hostelería; al poco de presentarse en el local ya había sido violada por varios tipos y se veía obligada a recibir visitas sexuales en un cuartucho junto a otras chicas no mucho mayores que ella.


Matilda se hizo mujer entre condones marchitos y sábanas calientes en la intimidad de habitaciones mal ventiladas, en ese entorno marginal y asfixiante aprendió el oficio más viejo del mundo, tuvo varios abortos y recibió alguna que otra paliza de clientes insatisfechos; pasados unos años metida en el oficio de la carne tuvo un mal encuentro que la marcaría para el resto de su vida, un cliente habitual y conflictivo requirió sus servicios. El conocido entonces como Andrades báculo de hierro era un negro descomunal, caprichoso en sus peticiones, cada vez que visitaba el club todas las chicas intentaban evitar su compañía pero siempre había una o varias desafortunadas, esa noche le tocó a Matilda.

Báculo de hierro no tenía bastante con magrear, penetrar y sodomizar, él iba más allá de lo convencional, precisaba de la humillación ajena, sabía imponer temor y disfrutaba con ello, en muchas ocasiones se le iba la mano y aquella noche fue una de ellas. Matilda estaba curtida en estos lances pero lo de aquella velada superó lo vivido hasta ese momento; Andrades había bebido más de la cuenta y tenía la mente agitada, sus ojos vidriosos infundían inquietud ante lo que pudiera hacer y lo hizo; palmeaba las nalgas de Matilda a modo de tan-tan soltando risotadas grotescas, el ritmo fue acelerándose hasta que la negra quiso revolverse y detener tan molesta caricia, Andrades sin pensárselo le soltó un bofetón y luego otro y uno más, sin dejar de reírse como si aquello fuera parte del juego amatorio.

Con el labio partido y un ojo hinchado, Matilda intentó huir pero esa acción enfureció a Andrades que la arrastró por el pelo fuera de la cama, una vez en el suelo la pateó con saña saltando encima de ella, Matilda gritaba pero su habitación estaba insonorizada para evitar los murmullos del amor, no tenía escapatoria y aquella mole de músculo brillante y húmedo no se cansaba de maltratarla. En una de sus patadas oyó un crujido acompañado de un dolor intenso, lacerante, insoportable, algo gordo se había roto en su cadera y ella arrastrándose y gimiendo no veía la forma de huir de aquel monstruo que la estaba machacando.

Pasaron algunos años y de aquel encuentro Matilda arrastraría el resto de su vida una cojera tras la fractura de cadera mal consolidada, abandonó el lugar de amor mercenario en el que todo ocurrió y con unos ahorros que tenía y mucha iniciativa, se instaló por su cuenta abriendo un propio salón de amor. Si algo aprendió Matilda de aquella mala experiencia fue preservar la seguridad de sus chicas por encima de todo, en su casa nunca habría el menor atisbo de violencia y de haberlo, sería el cliente quien se llevaría la peor parte, de eso se encargaría Jonás, otro elemento de cuidado muy fiel a su madame.

Matilda era dicharachera y en sus tiempos guarra en las artes del amar, todo lo probó pero con una higiene exquisita pues la negra era limpia, limpia; mujer de mundo, tenía oídos para todos y nunca dejaba de aprender, conocía mil y una anécdotas lo que le reportaba un gran conocimiento avalado por una larga experiencia, sus chicas no tenían secretos para ella y se dejaban aconsejar pues la negra era como su segunda madre.


Un buen día apareció por el salón un viejo marinero curtido en mil batallas, su barco había recalado en puerto y tras muchas semanas embarcado necesitaba desahogo y diversión; el cruce de miradas entre él y Matilda fue fugaz pero suficiente, sus ojos hablaron por ellos desde el primer momento y a aquella velada le siguieron otras muchas en las que no solo las carnes fueron  protagonistas; Francoise era de conversación amena y había corrido mundo por lo que embelesó a Matilda noche tras noche con sus historias hasta el punto de que esta perdió la cabeza por él.


Unos meses más tarde Matilda cerraba su salón y hacía las maletas dispuesta a seguir a su marinero trasladándose a un pequeño pueblo de la costa azul; la negra de andares engaña-baldosas se retiró de su ajetreada vida amatoria y se dedicó a hacer feliz a su lobo de mar durante el resto de sus vidas, sus niñas la escribían y no la olvidaban porque la negra Matilda había sabido dejar huella en sus marginales vidas.

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