Aquella película marcó su vida, ver a Marlon Brando lidiando
con una tripulación amotinada en un entorno idílico quedó grabado en sus
pupilas mientras su imaginación lo trasladaba a los lejanos Mares del Sur y sus
paradisíacas islas. Más tarde vendrían otros títulos como Su majestad de los
mares del sur, donde un curtido Burt Lancaster intentaba hacerse con el
negocio de la copra esquilmando los palmerales de las islas y enfrentándose a
las tribus de aquellas tierras. El denominador común de todas ellas eran las
tierras polinesias de ultramar situadas en el otro extremo del mundo, muy
lejanas en la distancia pero muy próximas en su cabeza.
Aquellas diminutas
islas perdidas en mitad del océano Pacífico, sus barreras de arrecifes
protegiendo las lagunas de aguas turquesas y cristalinas, sus escarpadas
colinas tapizadas de una naturaleza verde y salvaje pugnando por perderse entre
las nubes, los curiosos atolones de arenas blancas en cuyo interior albergaban
una porción de cielo robado a los dioses… todo aquel misterioso y lejano mundo
de esencias exóticas y vivos colores, lo tenían atrapado desde sus primeros
años no habiendo un solo día en el que su imaginación no lo trasladara a aquel
paraíso perdido.
En más de una ocasión elucubró con romper las amarras que lo
tenían anclado al viejo mundo e iniciar la aventura del Pacífico pero no era
tarea fácil cortar los lazos que lo unían a su entorno, así que mientras el día
de la partida llegaba, si es que tenía que
llegar, se conformaba con soñar aquel viaje anhelado que tantas veces
había emprendido en su cabeza. Conocía muchas de sus islas como si hubiera
vivido en ellas a pesar de no haber
puesto nunca un pie en las mismas, la extensa literatura acumulada a lo largo
de los años le había permitido familiarizarse con su geografía, sus costumbres
y sus gentes, solo le faltaba poder
vivirlo en primera persona.
Una mañana el día amaneció muy nublado, el cielo gris plomizo
amenazaba con descargar la madre de las tormentas; los medios de comunicación
llevaban tiempo anunciando un cambio brusco en la climatología que prometía con
durar más de lo acostumbrado para aquella época del año. Por aquellos días
había ingresado un dinero por la venta de unos bienes que en principio no tenía
previsto vender, así pues se encontraba en posesión de un capital con el que no
contaba disponer hasta hacía pocas fechas. El mal tiempo le asqueaba y en
cierto modo tenía animadversión por el clima frío, lo suyo era llevar camisetas
todo el día y dormir desnudo con las ventanas abiertas cosa que tan solo podía
hacer en los meses de verano; ansiaba un verano de doce meses.
Despertó decidido a darle un giro drástico a su vida, ahora
tenía todo lo necesario para hacerlo y los contratiempos que pudieran aparecer
los afrontaría llegado el momento, no había porque anticiparse a los posibles
problemas; desde hacía meses tenía programado el itinerario que haría llegado
el día de partir y ese día había llegado, pondría en orden unos cuantos
asuntos, se despediría de unas pocas personas y sin apenas hacer ruido
desaparecería iniciando su aventura transoceánica.
Liberarse del lastre acumulado a lo largo de su vida le daría
alas para emprender una nueva lejos de todo lo conocido, iniciaba una nueva
etapa, quizás la última, lleno de ilusión e incertidumbre pero seguro de no
arrepentirse por el paso que estaba a punto de dar. La familia no entendería
aquella decisión a pesar de llevar años oyéndosela decir, quizás esta sería la
más perjudicada por la separación pero
él debía andar su camino y algún día volverían a encontrarse a este o al otro
lado del océano.
La mañana de la partida había algo de nervios, unos pocos
allegados estuvieron allí para despedirse sin saber cuándo volverían a
encontrarse; el itinerario estaba decidido y en algo más de veinticuatro horas
escalas incluidas, llegaría a su destino. Un avión de Iberia lo llevaría hasta
París, allí cogería otro de Air France para trasladarse hasta Los Ángeles y por
último otro vuelo aún por decidir le haría llegar a Polinesia Francesa; esta
antigua colonia de ultramar gala, estaba formada por cinco archipiélagos
perdidos en mitad del océano Pacífico de los cuales las Islas de la Sociedad
era el más conocido e importante.
Papeete la capital de aquel pequeño paraíso ubicada en la
isla grande de Tahití, era la puerta de entrada y salida entre Polinesia y el
resto del mundo, allí aterrizaría en unas horas dispuesto a iniciar su segunda
vida, dispuesto a vivir un sueño largamente aplazado. Su escaso equipaje le
haría partir de cero en una tierra nueva, buscar el rincón soñado para
instalarse dentro de tanta belleza como allí había, quizás resultara una decisión difícil de tomar pero estaba dispuesto a perder el sueño buscándola
pues al fin y al cabo tenía para ello el resto de su existencia.
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