Cada año llega antes, el tiempo pasa más deprisa o somos
incapaces de retenerlo; lo que en un principio parecen largas semanas de asueto
se van en lo que dura un parpadeo. Uno hace planes o simplemente se deja llevar
por los lunes, inicio de la semana, pero los sábados y domingos van llegando a
velocidades de vértigo, el tiempo se nos escapa entre los dedos y con él la
vida. Lo que en un momento fueron planes, proyectos, expectativas… ahora son en
el mejor de los casos buenos recuerdos, ratos agradables pasados con
familia y amigos, imágenes guardadas en
nuestras cámaras, teléfonos y retinas de lugares o personas, momentos
inesperados de placer bajo la luna.
Atrás quedan los paseos junto al mar, los batidos y los baños
salados, atrás quedan las montañas, los valles y los ríos, atrás quedan para
algunos ciudades y países lejanos, todo queda atrás con el ocaso del verano y
de nuevo vuelta a empezar. Uno puede hacer balance pero ¿de qué sirve hacerlo?
El verano ha sido bueno o malo aunque casi siempre se queda en un triste uno
más, pronto lo olvidaremos aunque para alguno habrá sido el verano clave, ese
en el que encontró el amor verdadero o perdió a un ser querido, ese en el que
ganó a la lotería o arruinó su vida, ese en el que celebró su cincuenta
cumpleaños o mandó a sus hijos por primera vez al extranjero.
Cada verano es distinto a pesar de que la mayoría hacemos las
mismas cosas, somos autómatas vacacionales programados para desconectar durante
algún tiempo a lo largo del verano, este año con la crisis como lo vienen
siendo los últimos tiempos, todo se ha restringido, las casas del pueblo o el
apartamento de los padres y suegros han sido los cuarteles de verano; paseos,
mar o montaña y mucho sol que es gratis han sido quienes han ocupado la mayor
parte de nuestro tiempo y eso está bien, hemos vuelto a nuestros orígenes, a
quienes realmente somos, hemos podido
volver a disfrutar de las cosas sencillas que aprendimos de nuestros mayores y
a bajo coste.
Ahora de nuevo acudimos en masa a nuestras ciudades y
pueblos, allí con suerte nos espera un trabajo con el que seguir tirando, los
colegios abrirán sus puertas y una jauría de niños y jóvenes inundarán sus
aulas, poco a poco todo irá volviendo a la normalidad y los pueblos de interior
así como los núcleos costeros perderán
su bullicio, su alegría, su vida; cientos de miles de apartamentos frente al mar apagarán sus luces, bajarán sus
persianas y cerrarán sus puertas convirtiendo aquellos lugares en otro tiempo
hervideros de humanidad, en ciudades fantasma; por su parte los villorrios de
interior con escasos vecinos en su censo, que allá por principios del verano
vieron recuperar su herencia humana, de nuevo ven emigrar la savia joven que
por unas semanas les devolvió la vida.
El ocaso del verano es lo que tiene, la explosión de alegría
a comienzos del mismo se ve marchitada a poco de entrar el mes de septiembre,
el mejor mes para muchos; la llamada depresión posvacacional es otra de las
chorradas con las que nos llenan la cabeza algunos entendidos de la mente,
cuando lo que realmente ocurre es que
uno está jodido porqué ha de volver a una rutina que no le gusta, a un trabajo
que detesta, a una vida que ha conseguido olvidar por un tiempo, pero esto ha
pasado siempre sin por ello tener que ponerle una etiqueta.
Así pues los meses disolutos quedaron atrás y con ellos parte
de nuestra esencia, de nuestro fervor, de nuestras esperanzas; ahora de nuevo
con el traje gris o el mono de trabajo, volveremos a enfrentarnos a los
sinsabores de nuestro día a día, volviendo a llenar la hucha que dentro de once
meses nos permita volver a tener unos días para nosotros y los nuestros, libres
de horarios y compromisos, lejos de nuestras ciudades y pueblos habituales; con
las pilas cargadas nos enfrentamos una vez más a nuestro tren de la vida, aquel
que cogimos al nacer y con el que recorreremos el resto de nuestra existencia.
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