Dícese efebo de aquel joven bien parecido cuyo cuerpo
esculpido por los dioses fue puesto en la tierra por estos para disfrute del
guerrero; servil y dócil, está cultivado en las artes clásicas del canto y la
poesía, dispuesto siempre a complacer a su señor, vive en armonía con su
entorno próximo y tan solo espera ser reclamado para ofrecer sus servicios.
El deleite derivado de la observación de una masa proteica
hercúlea, hace salivar a las mentes de neuronas calientes al tiempo que sus
entrepiernas se inflaman de deseo al recibir su caudal sanguíneo lujurioso;
solo el que mira ve y en su mirar pecaminoso exalta fantasías inconfesables
reprobadas hasta hace bien poco. Es la llamada de la carne, brillante, húmeda,
suave… y las manos se nos van buscando las zonas íntimas, es el factor pudendo
que en ese territorio prohibido, alimenta la pasión y el vicio.
Alejandro Magno y su entorno heleno ya eran dados al disfrute
de efebos, cuerpos cincelados en perfecta armonía con la naturaleza de aquel
tiempo, músculos curtidos en mil batallas que al hallar el descanso del
guerrero sacaban la parte más sensual y lírica de sus almas; las espadas eran
envainadas dando paso a una exhibición viril en la que todo estaba permitido,
el canto, los juegos y el vino cobraban protagonismo mientras las mujeres
pasaban a un segundo plano como mero atrezo ignorado e invisible.
Años más tarde esos mismos efebos eran puestos mirando a Roma
con los brazos en cruz, mientras los patricios cabalgaban alocadamente sobre
sus nalgas con una copa de vino entre las manos; aquellos cuerpos delicados y
bellos eran el receptáculo de la virilidad del imperio, el cual desfogaba sobre
sus carnes tiernas, el sufrimiento y la sangre de sus campañas bélicas. El sexo
y la guerra siempre han ido unidos y en ambos los contendientes vacían sus energías para poder volver a renacer,
muchos sucumben en su práctica pero sus almas vuelan con sus dioses que al
verlos llegar, sonríen y jadean dándoles la bienvenida.
La aventura americana también tuvo su ración de sodomía,
miles de indios sucumbieron bajo el báculo del invasor, las carnes morcillonas
de estos barbudos procedentes del otro lado del vasto océano, emergiendo entre
el peto y las perneras de sus armaduras, infligieron grandes estragos en
aquellas gentes consideradas salvajes y carentes de fe; de miembros sucios y
pestilentes, estos portadores de la verdadera fe no solo les llevaron la cruz
de dios sino también el castigo divino en sus más esperpénticos aspectos.
Condenando la desnudez del nativo, abusaron de ella en todas sus variantes
posibles; los efebos americanos que los había, pronto sucumbieron a la barbarie
de aquellos dioses de acero que entraban en sus carnes sin contemplaciones de
ningún tipo, era su forma de purificarlos.
Las guerras napoleónicas supusieron ingentes movimientos de
tropas a través de la vieja Europa, aquellos uniformes con sus pantalones tan
ceñidos a los muslos, hacían resaltar paquetes de todos los tamaños;
arrastrados por las campiñas francesas, los prados belgas o las estepas rusas,
aquellos soldados entre batalla y batalla necesitaban aliviar su hombría y lo
hacían con todo lo que se moviera. ¿Qué habría sido Waterloo sin los actos de
amor clandestinos en las trincheras? Efebos de todas las nacionalidades
aliviaron a los sufridos combatientes muchos de los cuales murieron con una
sonrisa en la boca y el miembro flácido colgándoles fuera de los pantalones.
Hoy en día hay quien busca efebos mercenarios con quien
desahogar los fluidos retenidos y lo hacen en lugares sin glamour, sin encanto,
lugares de paso para almas anónimas que no dejan huella; en tal situación el
acto pierde su condición de sublime pasando a ser un simple acto orgánico más
como el orinar, defecar o sorberse los mocos.
Que te hagan una manual rápida y con mano temblorosa
enguantada en látex en cualquier patio de butacas, hace perder todo el halo de
romanticismo que una buena paja debería tener; da igual la procedencia o sexo
de la mano en cuestión, la dirección de ejecución de la maniobra o la cadencia
del bombeo masturbatorio pues el acto en si en
el entorno inadecuado, pierde la
esencia que esos momentos requieren. ¿Qué fue del susurro alentador? ¿Dónde
quedó el aliento caliente sobre el cuello encendido? ¿Y de la falta del mordisqueo
auricular que decir? Eso ni es paja ni es nada, a lo sumo
podríamos considerarlo un simple vaciado de las sentinas.
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