Así era aquel teclado, níveo como las cumbres del Himalaya;
llevaba mucho tiempo deseando un portátil blanco pero su adquisición siempre
quedaba para otro momento y el tiempo pasaba. Con frecuencia pasaba por tiendas
especializadas y allí los veía, los había de diversas marcas, con tamaños
diferentes reposando en silencio sobre monótonos estantes; su sola visión era
un reclamo para los sentidos, sus teclados pedían a gritos ser pulsados y
plasmar sobre sus pantallas de plasma, palabras de bienvenida.
Y llegó el día, por fin había encargado su níveo portátil el
cual quedaría en la clínica a la espera de recibir la instalación de las
aplicaciones pertinentes; en pocas horas estaría listo para hacer frente a las
demandas de unos dedos que, actuando sobre el blanco teclado, mandara órdenes
sin cesar a través de las placas impresas que constituían el corazón del
dispositivo.
El sistema operativo era un maremágnum por descubrir
acostumbrado a su obsoleto XP, demasiadas opciones a un golpe de vista muchas
de las cuales nunca llegaría a utilizar; poco a poco tendría que ir
introduciéndose en sus vericuetos para hacerse con las riendas del sistema,
todo era nuevo pero no habría más remedio que acostumbrarse.
Tan níveo era aquel teclado que deslumbraba su visión cada
vez que se sentaba frente a él; dudaba si ponerse las gafas de esquí para
interactuar con aquel nuevo dispositivo recién adquirido. Y mientras escribía
estas primeras impresiones veía esfumarse sus últimas horas junto a la bahía,
su visión quedaría grabada en sus retinas durante los próximos meses a la
espera de un nuevo encuentro con la llegada de la primavera.
Los días acortaban ya su ciclo de luz solar pero sobre la
mesa, el blanco artilugio resplandecía como una bola de nieve iluminando todo a
su alrededor, era una luz magnética que atraía las miradas sin poder evitarlo y
mientras impregnaba con su halo lumínico toda la estancia uno se preparaba para
ir despidiéndose de todo lo que le gustaba, de todo aquel entorno que le había
acompañado los últimos meses, de las gentes que habían llenado sus retinas.
El mar seguiría bañando la misma bahía, sus olas seguirían
lamiendo las mismas arenas doradas, el sol seguiría proyectando su reflejo
frente a la misma montaña y en lo alto de esta, un mismo castillo seguiría
vigilando el mismo horizonte sin embargo ya nada sería igual. La última mirada
sería una despedida, un hasta pronto quizás, y mientras tanto llegaba ese nuevo
encuentro el níveo teclado escribiría cientos de palabras creando nuevos relatos,
historias anheladas, frustrantes o esperanzadoras; a través del pálido teclado
la pantalla escupiría sus chispazos neuronales, plasmaría sus estados de ánimo,
lloraría sus miserias y sus escasas alegrías, crearía su maltrecho mundo
virtual.
El portátil blanco como la nieve llegó con el ocaso del
verano, a su paso las palmeras ancladas sobre la arena de la bahía cimbreaban
sus esbeltos troncos dándole la bienvenida o quizás era un macabro baile de
despedida; en el horizonte las brumas de la ciudad auguraban malos tiempos y
él, resignado, dejaba atrás el sol y el mar en calma para adentrarse en un
mundo de incertidumbre y malos presagios.
Todo estaba por venir, lo peor estaba por llegar o quizás, en contra de la lógica establecida, los grises del
otoño trajeran una inesperada luz de esperanza que calmara sus inquietudes;
mientras tanto los días iban pasando dejando testimonio de sus sucesos a través
del blanco teclado. Con la llegada del invierno un manto de nieve lo cubriría
todo y el pálido portátil perdería sus contornos difuminándose en el espesor de
un manto uniforme y puro, cuyo precinto sería mancillado por unas huellas
anónimas.