Cada verano las técnicas de caza cambiaban, no sé si también
lo hacían las ordenanzas, no obstante la película se repetía año tras año; con
la llegada del estío las playas empezaban a llenarse, las avalanchas humanas de
carnes blancas buscando el sol y el mar eran continuas. Día tras día la arena
de la bahía perdía su uniformidad mancillada por miles de huellas anónimas de
efímera existencia; las atalayas de madera repartidas a lo largo de las playas
lucían a bronceados socorristas engalanados con sus bañadores y boyas rojas,
desde sus miradores oteaban a través de sus gafas de marca la arena y más allá
de esta, las aguas llenas de tropezones humanos disfrutando de una mañana de
baño.
Como cada atardecer Mamadou se dirigía hacia el paseo
marítimo cargado con su petate lleno de relojes y otros abalorios de marca, made in Taiwan, él como otros
subsaharianos habían hecho del top manta
su forma de vida a esta parte del estrecho; los veranos en las playas del
Mediterráneo eran su temporada alta y tenían que aprovecharla para luego hacer
menos precaria su existencia durante el resto del año. La venta ambulante
ilegal tenía sus riesgos y ellos los conocían, sin papeles y sin permisos
aquella casta nómada venida de tierras calientes se habían convertido en diana
de las fuerzas del orden.
Mamadou como muchos de los suyos, habían llegado a las
costas españolas en precarias pateras de muy dudosa procedencia pero antes de
poner los pies en el Mare Nostrum, habían recorrido medio continente en penosas
condiciones desde sus países de origen. Aquel nefasto viaje ya solo era un mal
recuerdo en la mente de nuestro moreno, tras varios años tentando a la suerte
por los pueblos costeros del Mediterráneo ya conocía los sinsabores de la
aventura europea y esta no era como la había imaginado desde su tierra natal.
Este verano les tenía reservada una sorpresa, nadie la
esperaba pero iba a convertirse en el azote de los top manta; los nuevos
presupuestos habían permitido la adquisición de un par de quads destinados a la
policía local y otros dos para la guardia civil destinada en aquel pueblo
costero. Era habitual en años anteriores que la playa fuera la vía de escape para
los morenos que, cargados con sus bolsas llenadas a toda prisa, huían en tropel
intentando escapar de una denuncia segura y la confiscación de su preciado
género. Las batidas a lo largo del paseo marítimo se repetían día tras día y
huir hacia la playa se había convertido en un mal menor, a sabiendas de que los
maderos evitaban mancharse las botas de arena pero este año la cosa iba a ser
diferente.
Los caballos mecánicos hacían volar a sus jinetes saltando
del enlosado a la fina arena sin el más mínimo esfuerzo, estos nuevos
caballeros del siglo XXI con sus yelmos blancos de fibra de carbono y botas de
media caña surcaban la franja costera a la velocidad del rayo haciendo cundir
el pánico entre los ilegales que, pillados por sorpresa por la rapidez y sin
tiempo de ponerse a salvo, huían despavoridos sin orden ni control dejándose
por el camino gran parte de su selecto bagaje.
La persecución de morenos era implacable, el acoso a su
actividad ilegal no les daba un respiro a pesar del apoyo de la ciudadanía que
al ver las razias a las que se les sometía, abucheaban inexplicablemente a las
fuerzas del orden que actuaban como verdugos en el cumplimiento de la ley. Los
sin papeles sabían obtener la simpatía de la gente pero a poco que analizaras
la situación, no había duda de que estaban cometiendo varios delitos: eran
ilegales, no pagaban impuestos por su actividad y además vendían género
falsificado; que en el fondo fueran víctimas de las mafias en nada justificaba
su actividad y presencia irregular.
Mamadou corría y corría sin mirar atrás, sus pies descalzos
pisaban la arena húmeda de la orilla dejando tras de sí un rastro efímero de
huellas presas del pánico; a sus espaldas oía el zumbido de los motores cada
vez más cerca pero no se daba por vencido y seguía avanzando, llegar hasta el
espigón podía ser su salvación. Los gritos de sus compañeros hacían más caótica
la carrera, solo al final sabría quien lo había conseguido, no podía
desfallecer, no tan cerca de su meta.
Una vez puesto a salvo en lo alto del espigón, respirando con
dificultad por el esfuerzo realizado, pudo ver a algunos de sus compatriotas
cercados por las fuerzas del orden, abatidos y cabizbajos se resignaban a su
suerte en un país extranjero al que tanto les había costado llegar; su sueño
europeo acababa en una playa no muy lejana a aquella a la que arribaron por
primera vez. Mamadou lo había logrado una vez más, su vida pendía de un hilo y
él lo sabía, cualquier atardecer podría ser el último pero mientras ese día
llegaba seguiría extendiendo su manta en cualquier paseo marítimo para poder
seguir malviviendo en un país extranjero que no lo quería.
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