El 16 de agosto amaneció muy nublado, había estado lloviendo
durante toda la noche y el termómetro había restado varios grados a los días
previos; la bahía había cambiado su característico color azul por un gris
plomizo en consonancia con un cielo encapotado y triste, era un típico día de
verano en el litoral levantino en donde las tormentas hacen su aparición. La
playa estaba desierta, apenas unos caminantes junto a la orilla por eso de
estar cerca del mar, en el paseo marítimo sin embargo había más animación; a
falta de sol, toallas y sombrillas, la gente salía a desentumecer sus músculos
tras una noche de truenos y relámpagos.
Se notaba la bajada de temperatura con tan solo ver a la
gente tras los cristales, los biquinis y camisetas habían dado paso a las
sudaderas y chaquetas de punto, muy pocos se atrevían a adentrarse entre las
olas pues su color no invitaba al baño; la franja de arena junto a la orilla
que cualquier otro día parecía una jungla de mástiles de colores, esa mañana
más se asemejaba a un páramo estéril y olvidado. Aquel paréntesis climatológico
en mitad del verano venía bien a muchos hartos de las altas temperaturas,
asqueados de no poder conciliar el sueño nocturno, aburridos de tanto sol.
Era la otra cara del periodo estival en las costas la cual
obligaba a un cambio de actividades; la gente se retraía más en sus casas y la
que salía paseaba bajo la lluvia o atiborraba las terrazas protegiéndose de la
misma, cosa que los hosteleros
agradecían con entusiasmo. Los top manta rápidos en reaccionar, exponían sobre
sus efímeros tapetes una batería de paraguas de tamaños y colores muy variados,
la gente cambiaba por unas horas los parasoles por los paraguas.
Aquel 16 de agosto amaneció nublado en la bahía y él recordó
otro 16 de agosto en un pasado lejano vivido en la misma bahía, frente al mismo
mar, al abrigo de la misma montaña y
bajo la mirada del mismo castillo. Entones lucía el sol y la temperatura era
bochornosa, un típico día de playa con la arena cubierta de carne humana
tendida sobre toallas multicolores y junto a ellas, formando un muro
infranqueable paralelo al litoral, cientos de sombrillas a cual más chillona y
llamativa. La imagen no había cambiado con el paso de los años y salvo por las
nubes de aquella mañana, la arena seguía siendo ultrajada por miles de huellas
anónimas día tras día.
A la caída de la tarde se vería subido a su automóvil en
dirección a un pueblo de interior decidido a acabar el día, a pesar de los años
transcurridos las imágenes eran nítidas en su recuerdo, las caras y lugares
podían ser de hoy mismo y no de otra vida; el bullicio de personal inundaba el
pueblo costero donde él pasaba el verano, hoy igual que entonces se notaba en
sus rostros las ansias de descanso y diversión, era el puente de agosto y todos
lo celebraban en las calles, junto al mar, en terrazas o en la arena pero él
tenía su mente lejos, muy lejos, en el tiempo y en la distancia.
Aquel día habían comido todos juntos en el ático donde
vivían, la terraza era enorme y bajo una gran pérgola almorzaban a diario tras
los baños de mar; las siestas repartidos por hamacas y habitaciones eran todo
un ceremonial tras las comidas, la sangre concentrada en sus estómagos tras la
ingesta adormecía sus mentes y estas buscaban su retiro entre las sombras de
aquel nido de águilas. Era el verano, su último verano.
El largo puente descontaba sus horas, este año el clima no
acompañaba pero el personal seguía disfrutándolo; aquella bahía ventosa hacía
honor a su fama agitando los vientos de levante, arena, sombrillas, toldos y
toallas se veían agredidos por sus ráfagas incesantes creando un entorno
molesto y reiterante. Nada que ver con el bochorno de aquel año en donde a
medida que se adentraba por carreteras secundarias, la temperatura se
incrementaba con el paso de los kilómetros calentando el motor y su cabeza.
El 17 de agosto de aquel año fue el primer día del resto de
su vida, hoy lo recordaba con la mirada perdida en el horizonte de su
existencia, aquel día quedaba ya tan lejos y sin embargo cerraba los ojos y aun
podía oír los murmullos a su alrededor, aquel cuerpo dormido en la cama de un
hospital anónimo se negaba a regresar a una vida malograda por el destino. Su
alma emprendía un largo viaje, una vida paralela a partir de entonces en la que
no se reconocería, el túnel de luz lo absorbería en un estado de ingravidez
eterna el cual le llevaría a otros mundos y dimensiones, lejos de la precaria
existencia terrenal por la que se vería obligado a deambular a partir de
entonces.
Hoy, muchos años después, la playa atraía su mirada y en ella
veía la felicidad y el desenfado de aquellos tiempos, veía el ir y venir de las
gentes despreocupadas y tranquilas, veía las olas rompiendo en la orilla que un
día acariciaron su piel y estas traían a su memoria los baños a la luz de la
luna, los abrazos furtivos entre sus pieles húmedas, los paseos bajo las
estrellas cogidos de la mano…
Era una historia dentro de otra historia, una vida dentro de
otra vida, y cabalgando sobre las nubes de la eternidad, una existencia dentro
de otra existencia pero todas ellas vividas de formas muy diferentes. Unas
plácidas y sin sobresaltos, otras en cambio traumáticas y llenas de
limitaciones. El libro de la vida aún no había escrito su última página pero su
epílogo estaba cada vez más cerca y en su cajón de recuerdos, estos estaban ya listos y en orden para rendir
cuentas.
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