La veía moverse por casa, siempre con los bolsillos de su
delantal llenos de trapos, era silenciosa y ágil como una pantera pasando
desapercibida para quien no supiera de su existencia. Siempre me gustó su pelo,
fino, largo, pelo pincho como ella lo llamaba; llegaba por mañana con su melena
suelta y no tardaba en anudársela en una coleta más cómoda y práctica para
trabajar, no perdía el tiempo y era rápida en sus ejecuciones, minuciosa y
eficaz como también debía serlo en sus cosas.
Era alta y delgada, su figura flexible como un junco y sus
contornos bien proporcionados, adivinaban un cuerpo muy deseable bajo la ropa;
siempre llevaba vaqueros, su prenda de trabajo, que en verano convertía en
pantalones pirata. Sus camisetas no me dejaban indiferente, siempre tenían un
detalle que las hacía singulares y me gustaba como le quedaban, ajustadas,
siempre distintas.
Nuestras conversaciones eran cortas, casi siempre a primeras
horas de la mañana pero siempre estaba pendiente de sus evoluciones los días
que me quedaba en casa. La verdad es que nunca llegué a saber mucho de ella
pues nunca intimamos en la esencia de nuestras vidas, ella venía hacía su
trabajo y se iba, yo apenas la veía, tan solo presentía su presencia por la
casa durante un par de mañanas a la semana.
Siempre tenía calor y en verano se quejaba, las mangas de sus
camisetas cuando las tenían, ascendían al máximo sobre sus hombros, la piel de
sus brazos era suave como debía serlo la del resto de su cuerpo, ese cuerpo que
con movimientos armónicos ejecutaba a la perfección un sinfín de tareas en
silencio, pasando de puntillas por la casa aun dormida.
Eran ya muchos años los que venía por casa, nunca le presté
una atención especial aunque siempre me agradó su presencia pero últimamente,
algo había cambiado, ella había cambiado o quizás era yo el que lo había hecho.
Arrastrado por los calores del verano, sus vistas sin límite sobre la bahía y
tan solo con la música del oleaje en mis oídos, la ciudad me asfixiaba
oprimiéndome como una camisa de cemento, el tráfico rodado creaba un run-run
crónico en mi cabeza y las imágenes que percibía en nada aliviaban mi espíritu…
pero estaba ella.
Su paso fugaz por casa dos mañanas a la semana dejaba una
estela de imágenes que procesaba lentamente, recreándome en los detalles,
recuperándolos o imaginándolos a mi antojo; era una nueva faceta para mitigar
las miserias que debía afrontar en los próximos meses, inofensiva y privada,
oculta a la vista del mundo. Llegaba como un suspiro cuando la ciudad
despertaba y tras revisar los posibles encargos dejados la noche anterior, se
ponía manos a la obra; yo solía saludarla al ir a desayunar, unas veces la
pillaba recién llegada con su pelo suelto y el bolso aun en las manos y otras
la encontraba ya metida en materia en el comedor o el despacho.
Sus pasos de terciopelo la trasladaban por la casa sin apenas
levantar un murmullo, plumero en mano o con la mopa era una artista en eso de
eliminar la más mínima expresión de suciedad, suciedad que por otra parte yo
nunca veía llegando al convencimiento de la virtualidad de la misma pero mejor
no discutir al respecto, pues siempre llevaba las de perder frente a ella.
Teníamos nuestros momentos, breves e intrascendentes pero ahí
estaban, las charlas eran superficiales pero sus gestos encantadores, nunca
perdía la compostura o tal vez si, en un par de ocasiones me pareció pillarla
con la guardia baja pero quizás tan solo son elucubraciones de un viejo
atormentado. Y el otoño avanzaba, pronto sacaríamos las mangas largas y las
chaquetas, pronto los grises vencerían a los claros y las temperaturas
iniciarían su descenso; ella llegaría a casa enfundada en su chaquetón, quizás
con alguna bufanda al cuello pero siempre de buen humor, con una sonrisa en los
labios y su pelo suelto cayéndole sobre los hombros.
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