Un
nuevo día daba comienzo, poco a poco la emblemática plaza despertaba a una
nueva jornada, sus naranjos salpicaban de color cada rincón del lugar dando una
nota de frescor al recinto enlosado. En las últimas dos décadas muchas eran las
calles y plazas que habían adquirido la denominación de peatonales y con ella
habían incrementado la afluencia ciudadana; hacía unos años que el lugar se
había convertido en su refugio, allí meditaba junto a la fuente adosada a una
de las paredes de la vieja universidad o se instalaba bajo la sombra de los
verdes cítricos esperando lo inesperable, deseando lo imposible, soñando lo
inimaginable.
En
un pasado lejano por allí circuló con su ciclomotor ajeno a un mañana
tormentoso y cruel; allí junto a la fuente que ahora lo miraba en silencio, un
adolescente y sus amigos disfrutaron de tardes desenfadadas sin un destino
definido. Los rumores del pasado fueron apeándose con el paso de los años y de
aquel grupo de jóvenes no quedó nada, todos siguieron caminos diferentes y sus
lazos se aflojaron hasta desaparecer.
Dos
restaurantes habían instalado sus terrazas en la plaza dándole un calor
especial al recinto, sentarse en una de sus mesas, dejarse acariciar por los
rayos del sol o protegerse de este bajo una de sus grandes sombrillas te hacía
pasar un rato agradable; la oferta hostelera de la carismática plaza venía a
completarse con la cafetería de La Nau, situada en los bajos de la vieja
universidad, ubicada en un patio interior la luz entraba por unas claraboyas
situadas en lo alto creando un juego de claroscuros muy estimulante.
Aquella
plaza se había convertido en su válvula de escape en los últimos tiempos y a
ella acudían cada vez que querían verse, allí tuvieron su primer encuentro
muchos años después de su primera vida, era su burbuja, su isla privada y en
ella el mundo exterior dejaba de existir por unas horas cuando estaban juntos.
Allí se respiraba paz y el tráfico
rodado quedaba a años luz aun estando a escasos metros de distancia,
entrar en aquella plaza te desconectaba del caos urbano en el que estaba
inmersa, la luz era distinta y el aire que respirabas notabas que llenaba tus
pulmones.
Aquel
talismán de luz y sosiego le permitía cargar las pilas de su alma, cada cierto
tiempo necesitaba escapar hasta allí y reencontrarse con su fuente, sus
naranjos, su torre de la iglesia, aquella en la que los viernes por la mañana
se cantaba música sacra en una ambiente solemne y gris; el reloj de la torre
tocaba las horas y los cuartos, su sonido lo devolvía a la realidad y avisaba
del momento de partir, nunca veía la hora de salir y dejar atrás su recinto
mágico y por ello las despedidas siempre se prolongaban.
Allí
entre construcciones centenarias y otras más recientes intentaba darle un
sentido a su existencia, organizaba sus jornadas que no su vida, echaba a volar
su imaginación sin los límites terrenales a los que estaba atado y así, sin
apenas darse cuenta entraba en contacto con la esencia de la plaza, con su
espíritu dormido e impasible ajeno a las vidas de los que por ella circulaban.
La
plaza seguiría allí cuando ya nadie estuviera aquí al igual que llevaba
haciendo los últimos siglos, su alma impertérrita como un eslabón más de la
ciudad quedaría para la posteridad y serían otros muchos, los que en un futuro
próximo o lejano, continuarían yendo hasta ella para dejarse acariciar por los
rayos del sol junto a los verdes naranjos, la fuente seguiría entonando su
murmullo refrescante y claro, su campanario mantendría su ritmo horario dando
las horas y los cuartos, y la paz y el sosiego se atrincherarían en aquel
terreno enlosado inmerso en la ciudad pero él ya no estaría allí para verlo, su
tiempo habrá pasado y otros ocuparán su lugar en la vieja plaza.