Era la tónica del verano, había llegado a convertirse en
rutina y con ella llenábamos nuestras mañanas estivales. Tres eran los
elementos que conformaban esta rutina veraniega; paseo marítimo con su
correspondiente sofoquina tanto a la ida como a la vuelta, puesto de baño
adaptado donde airearnos y departir con el personal, terraza del Pistacho en la
que hidratarnos y reponer fuerzas.
La actividad se iniciaba un poco antes del mediodía, tampoco
había que abusar de nuestros cuerpos, junto a la palmera H nos reuníamos a la
hora D, y allí empezaba nuestro peregrinaje bajo un sol de justicia no
atemperado por la escasa brisa de la bahía. Nuestro destino el chamizo que
junto al mar daba sombra a una plataforma de tablas en la cual estaba instalado
el punto de baño adaptado, nosotros éramos de secano pero nos gustaba ir allí y
conversar con los compañeros y monitores.
Mientras charlábamos esperábamos a que salieran del agua, o
los sacaran, los más amiguetes que siempre estaban a remojo cuando llegábamos,
poco a poco iban apareciendo de entre las aguas arrastrados en las sillas
anfibias por Javi o Nadia, Fernando, la reinona María de Navas, Concha y
Carlos, todos con una sonrisa en los labios y directos a las duchas donde a
modo de un tren de lavado, les daban una
pasada con agua dulce.
Una vez ya sentados en sus respectivas sillas y secos, la
conversación daba sus últimos coletazos mientras continuaba el trasiego de
carne humana hacia el mar o desde este al puesto de baño, era un ir y venir continuo el de las sillas anfibias
que con sus flotadores amarillos surcaban las olas adentrándose en las aguas de
la bahía. Nosotros concluíamos la segunda etapa y nos disponíamos a culminar la
mañana trasladándonos a la terraza del Pistacho, nuestra oficina veraniega.
Teníamos nuestra mesa, era nuestro lugar de trabajo, ya
cuando nos veían llegar apartaban las sillas y encendían el gran ventilador que
lanzando una nube de agua vaporizada nos refrescaba el ambiente. Las mañanas de
trabajo en la terraza del Pistacho eran amenas, se notaba el entorno wi-fi pues
allá donde miraras veías gente en las mesas con sus tabletas o portátiles
poniéndose al día en sus redes sociales; era curioso ver en una misma mesa a
tres o cuatro personas sin hablarse cada una enfrascada en su dispositivo, el
aislamiento social e interpersonal al que nos han llevado las nuevas
tecnologías era evidente.
Lydia era nuestra camarera personal, siempre sabía lo que
queríamos y sus compañeras sabían que nuestra mesa era suya; tomando nuestros
granizados y cafés del tiempo actualizábamos nuestros iPads y móviles, siempre
había algún programa que descargar, algún detalle que aprender, algún dato que
buscar. Entre descarga y descarga comentábamos el transcurrir del verano, los
próximos proyectos o las batallitas pasadas, llenábamos el tiempo de aquellas
mañanas con charlas desenfadadas y silencios relajantes.
Las mañanas de wi-fi eran un momento señalado en cada
jornada, allí veíamos el trasiego de clientes y personal que sobre todo en
fines de semana, echaban horas para aburrir pues aquel templo del helado
apagaba las luces a las tres de la madrugada. Nosotros nos retirábamos a la
hora de comer pero en más de una ocasión hacíamos doblete volviendo por la
tarde o noche, tomar una pizza tras unas
picadas previas y rematar con un contundente batido de chocolate era todo un
ritual.
El recuerdo de las mañanas en la terraza del Pistacho, su
ritmo pausado y tranquilo, la calidez de su personal y los momentos allí
pasados, nos acompañarían durante los largos meses de invierno en nuestros
respectivos lugares de residencia habitual. Los primeros días de septiembre
marcarían el declive de una nueva temporada y pronto toda aquella franja
costera pasaría de la ebullición al olvido convirtiéndose un año más en una
ciudad fantasma.